Esta, la Edad Media, es quizá la época preferida por los
escritores de novela histórica. Sin embargo, es difícil encontrar novelas
realistas que se refieran a la Edad Media tal y como debió de ser. La mayoría
(sobre todo las modernas) abundan en los aspectos fantásticos, en los que se
suele poner el énfasis, por lo que no son propiamente históricas. Las leyendas
en torno al rey Arturo se repiten en exceso (hay muchos libros sobre ello), y
no digamos todo lo que tiene que ver con la magia y los poderes sobrenaturales
de los protagonistas, lo que resta bastante realismo a las narraciones.
Sin embargo, hay también muchas novelas históricas de
esta época que merecen ser leídas, y aquí debajo hago mención de unas cuantas:
La flecha negra (Stevenson, 1888)
Belisario (Robert Graves)
El nombre de la rosa (Eco)
Samarcanda (Amin Maalouf, 1988)
Un yanqui en la corte del rey Arturo (Mark Twain,
1889)
Ivanhoe (Walter Scott, 1820)
El puente de Alcántara (Frank Baer, 1991)
Leon el africano (Amin Maalouf)
El libro de
Saladino (Tariq Ali)
A la sombra del granado (Tariq Ali, 1993)
Narraciones históricas de Camargo Rain
Quien esto escribe también ha escrito acerca de la Edad
Media, en especial un libro, Dios conmigo, que relata la vida de
un personaje (el calatravo) que vive esa época y, entre otros sucesos,
asiste a dos batallas que figuran en la historia: la de Alarcos (1195) y la de
las Navas de Tolosa (1212). Es un libro largo (500 págs.) en el que cuenta su
vida como niño, joven, señor de la guerra, cantero, escultor (etc., etc., que
se narran muchas cosas).
En Ojos azules se habla de la 2ª cruzada (s.
XII) en el episodio denominado Hueste cristiana en las cruzadas, y
asimismo en otro libro, Chica encuentra chico, se puede encontrar
una historia medieval (siglo X) que se llama La torre y versa sobre la
construcción de la torre de un monasterio.
A continuación pongo un trozo de un texto. Se trata del
comienzo de la batalla de Alarcos en Dios conmigo.
[...]
Pocos días duró semejante estado de cosas, y en seguida
llegaron mensajeros que nos ordenaban partir hacia el oeste y unirnos al grueso
del ejército en las inmediaciones de la fortaleza de Alarcos, cuya guarnición
continuaba encastillada. En compañía de Rubén me despedí de mis hermanitas como
si no nos fuéramos a volver a ver, y con el amanecer del día siguiente nuestra
hueste de Calatrava, unida a una interminable procesión de caballeros, carros y
peones, partió hacia donde se encontraban las ingentes fuerzas venidas del
norte, lugar al que accedimos rondando el mediodía y desde cuyas alturas
pudimos contemplar las tropas que nos aguardaban y se guarecían en torno a las
murallas a medio construir, y enfrente, lejos pero no tanto como para no poder
distinguirlo, con quiénes teníamos que habérnoslas...
El ejercito musulmán, acampado en torno a un cerro, a
primera vista no nos pareció invencible, pues manifiestamente se apreciaba que
la fuerza de nuestra caballería era mucho mayor. En aquel lejano campamento
podían observarse incontables carros, y de su interior surgían fumaradas sin
fin, lo que daba indicios del enorme número de sus ocupantes, pero tampoco era
menor el nuestro, cuyo aspecto nos produjo un gran asombro, pues ni yo, ni ninguno
de los que me acompañaban, habíamos estado nunca en un real tan grande, que
agrupándose en torno a la fortaleza en obras y el poblado aledaño, se extendía
bajo nuestros pies y abarcaba hasta los más próximos oteros.
La columna en la que nos encuadrábamos descendió hasta la
llanura, y habiéndonos señalado sitio para que nos instaláramos, recorrimos el
campo y procuramos informarnos de lo que en él se decía.
Pasó la tarde entre unas cosas y otras, y aunque el revuelo
y las incontenibles ganas de pelea se hacían patentes aquí y allá, no hubo más
por aquel día y en seguida se echó la noche, encendiéndose hogueras en todos
los rincones. Nosotros, al abrigo de unos carros que habían venido de
Calatrava, hicimos lo propio, y alrededor del fuego de campamento fueron muchas
las voces que se manifestaron y dieron su opinión sobre lo que nos esperaba.
Corrió el vino y la comida, y todo fue el hacer cábalas sobre lo que pretendía
el rey, aunque alguien apuntó que estaba esperando a que llegaran nuevas tropas
de refuerzo, fuerzas procedentes de los reinos de León y de Navarra.
Luego transcurrió la noche, y tras el amanecer sonaron
trompetas y clarines llamando a la lucha. En medio de la mayor de las
confusiones y los gritos de ceñudos capitanes, una parte de la caballería se
alineó y formó un enorme bloque. Nosotros lo observábamos expectantes desde el
lugar que nos habían señalado, pues aquel día no entramos en combate, y de esta
forma vimos cómo la muralla de hierro avanzaba lentamente al principio, para cargar
luego contra las vanguardias enemigas, pero estas, que no eran numerosas,
retrocedieron al galope y rehusaron la lucha. En su lugar aparecieron grupos de
arqueros que lanzaron nubes de flechas sobre nuestros jinetes y después se
escabulleron en el terreno. Semejante maniobra se repitió varias veces, pero no
encontrando enemigo con el que luchar, nuestros caballeros tornaron al campamento
sudorosos y gesticulantes y, por lo que me pareció entender, muy descontentos
de lo sucedido.
Entre carreras, gritos, rebatos de los clarines y nubes de
polvo que se levantaban aquí y allá transcurrió el día entero, día de
sobresaltos, de llamadas, de formarse escuadrones y rendir luego las lanzas, de
acudir a un lugar y otro y desgañitarse los capitanes sin motivo, y al fin, fuera
de algunas escaramuzas en las alas de los ejércitos enfrentados, que se
observaron y midieron sus fuerzas sin querer entrar en la pelea, no sucedió
nada, sino que con la caída de la tarde retornaron las fumaradas en el campo
enemigo y los fuegos de campamento en el nuestro. Todo se pobló de hogueras y
centinelas que canturreaban sus consignas, y mientras dábamos cuenta de la
pitanza y el vino, que en buenas cantidades guardábamos en los carros, más de
uno nos preguntamos si no estarían los musulmanes esperando a que llegara la
noche profunda para lanzar un ataque que nos cogiera desprevenidos... Allá, a
lo lejos, en la falda de un terroso y alargado cerro que había a nuestra
izquierda, eran aún más brillantes los fuegos, pues, según decían, era allí en
donde estaban el rey y sus oficiales, que a buen seguro estarían discutiendo sobre
el significado de aquella jornada de irracionales alborotos en la que el
enemigo había sabiamente eludido la pelea.
Llegó el nuevo día, y con él las señales de que la jornada
se anunciaba importante. Desde muy temprano sonaron los cuernos, y en seguida,
advertidos por las ingentes nubes de polvo que al otro lado de la llanura se
levantaban, pudimos entender que el ejército musulmán se ponía en marcha.
Todos nos aprestamos a armarnos como correspondía, y una vez
sobre las cabalgaduras y tranquilizadas estas, pues se mostraban inquietas como
si presagiaran lo que se avecinaba, cuando entre el fragor nos dirigíamos a las
filas que se estaban formando, vi a Lope, revestido de la blanca túnica de la
Orden a que pertenecía y caballero de una magnífica montura. Iba a dirigirme a
él, pero era tal el tumulto que alrededor de nosotros había, que me contenté
con hacerle un gesto con la mano, ademán que él me devolvió. Luego observé que
a su lado estaba su padre, don Lope, que se ocupaba en ordenar la disposición
de su hueste. Él me contempló con sorpresa, pues seguramente me creía muerto,
pero luego apartó la mirada y la dirigió al frente.
Al fin, cuando las filas se cerraron, vi que a mi lado
estaban Moisés y otros hombres que habían venido desde Calatrava. Nos
encontrábamos en medio de un denso escuadrón, pero delante de nosotros había
muchas líneas, lo que parecía indicar que nuestra entrada en la lid no iba a
ser inmediata. Moisés me tendió un mendrugo de pan que sacó del zurrón.
–Cómelo –me dijo–; quizá sea el último.
Yo lo mordí con ansia mientras
entre las recién formadas filas se levantaban clamores que hablaban de Dios y
la victoria, y al compás de aquellas voces que parecían surgir de todas partes,
los caballos relincharon y patearon y a duras penas fueron retenidos por los
acorazados jinetes, alguno de los cuales rodó por el suelo.
Ante nosotros se mostraba una multitud de zenetes
vestidos de negro, tribus enteras llegadas de África, según decían, provistos
de escudos y largas espadas que nos observaban imperturbables. Estaban tan
cerca que podíamos distinguir los rasgos de sus caras oscuras, y cuando me
entretenía en intentar desentrañar sus emociones, se escucharon agudos gritos
que partían de la parte delantera y pudimos observar cómo las primeras líneas,
en cerrada formación, iniciaban un trote moderado hacia el centro del ejército
enemigo, aquellos gigantescos jinetes que les aguardaban impávidos.
La masa de caballeros se precipitó contra las filas almohades,
y vimos cómo las lanzas se rompían y las espadas centelleaban. Algunos caballos
rodaron por el suelo causando gran confusión, y después el polvo levantado por
el combate nos ocultó lo que sucedía.
Todos mirábamos ansiosamente hacia el lugar cuando se
escucharon nuevos gritos, y vimos que las siguientes filas de acorazados
caballeros emprendían la carrera y se internaban lanza en ristre en la
polvareda.
Durante algún tiempo no supimos qué sucedía ni cuál era la suerte
que habían corrido nuestros soldados, pero luego, emergiendo de la nube, grupos
de jinetes retrocedieron al galope hacia nuestras filas, las sobrepasaron y
parecieron ir a colocarse en la parte trasera del ingente conglomerado de
hombres y caballos que aguardaba su turno.
Cuando el polvo se reposó vimos que la primera línea enemiga
había sido deshecha, y aquí y allá podían observarse caballos y hombres, unos
agonizantes y otros derribados, en desordenada confusión. En el centro de aquel
cuadro se sostenían múltiples y descabaladas figuras que, a pie y utilizando
las espadas a guisa de molinetes, arremetían contra las negras filas de seres
armados de picas, que parecían retroceder ante el empuje demostrado por los
nuestros.
Los más terribles alaridos sonaron entonces, y obedeciendo a
ellos, varios escuadrones que se situaban en los flancos y portaban enseñas en
el extremo de sus lanzas, embistieron furiosamente las compactas filas
enemigas, en las que abrieron amplios huecos. Delante de nosotros se trabó una
furiosa batalla, [...]
... y hasta aquí este principio de la batalla de
Alarcos. Debajo coloco los enlaces a
estos libros.
Dios conmigo en versión Kindle =
Dios conmigo en papel =
Blog en el que se habla de Dios conmigo:
Ojos azules en versión Kindle =
Ojos azules en papel =
Blog en el que se habla de Ojos azules:
En entregas posteriores (en este y otros blogs) seguiré
hablando de estos asuntos, y mientras tanto podéis mirar aquí:
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