Todos
los años (o cada dos años) acabo un libro nuevo. El anterior fue Charli en
Wonderland, del que ya he puesto un par de trozos en estos blogs –como este...–, y del anterior, Ojos
azules, que data de 2011, también he puesto por aquí alguna cosa (como esta o esta), pero luego he finalizado otro que
lleva por título El viaje del morisco. Es un libro de 400 páginas en el
que se cuenta una larga historia acerca de un tesoro (¿es una partida de
pescado podrido, una chica o un tesoro de verdad...? ¿O se trata de abrir los
caminos de Castilla a los nuevos transportes de aquellos tiempos de la mano de
los Taxis, acaudalada familia judía que ostentaba el monopolio de los correos
de la época?). Sea como fuere, y como de él aún no he colocado nada en
internet, para remediar semejante olvido pongo hoy este trozo que sucede en
1601, primer año del siglo XVII, cuando el protagonista del relato (uno de
ellos, Juan de Cádiz, morisco converso) sale de la cárcel de la Inquisición en
Sanlúcar de Barrameda y es llevado a una fiesta para celebrarlo.
---------------------------------------------------------
Una de aquellas mañanas, cuando llevaba cerca de un mes en
mi encierro, se presentaron dos alguaciles precedidos por el carcelero, quien
me dijo,
–Prepárese su merced, que le esperan.
Entre aquellos dos
individuos barbados, consumidos y vestidos de negro, descendí un tramo de
escaleras y recorrí las galerías altas, a modo de claustro, por las que me
condujeron. El edificio había sido seguramente en tiempos convento, pero a la
sazón se adivinaba la incuria de sus poseedores, pues por todas partes se
advertían desconchones, agujeros en las cubiertas y suelos malamente parcheados.
En el extremo del corredor había una puerta de marco historiado, y en ella
golpearon. Uno de ellos entró, y en seguida salió y dijo,
–Pase.
Crucé la cancela preguntándome a qué me enfrentaba, y me
encontré en el extremo de una enorme, larga y desnuda habitación, cuyas paredes
estaban ocultas por cortinajes rojizos, seguramente para enmascarar su mal
estado. Al fondo había una gran mesa sobre un estrado, y a su alrededor varias
sillas y sillones, algunos tapizados con terciopelo oscuro. En ellas se
sentaban dos personas, que levantaron la cabeza cuando me vieron.
–Pase, pase por
aquí, señor don Juan, y no se apure, que aquí no nos comemos a nadie –dijo uno
de ellos con voz melosa, un obeso individuo que al parecer era quien llevaba la
voz cantante.
Mientras avanzaba sobre la raída alfombra vi un enorme Cristo
crucificado que desde un pedestal presidía la habitación y parecía seguirme con
la mirada, y cuando estuve ante la mesa, encogido, como es de rigor, observé
que el prelado, pues tal parecía por su indumentaria y la teja con que se
cubría, era aún más grueso de lo que parecía desde el extremo opuesto de la
habitación. Usaba anteojos, se cubría con una sobrepelliz y, por su luengo narigón,
se le adivinaba procedencia judía, un converso elevado a la judicatura en el
absurdo y nunca estipulado devenir de los negocios mundanos. Del otro, asimismo
revestido de ropas talares, sólo podría decir que, quizá debido al frío, se
cubría con un ridículo gorro que me recordó a los que usaba Fátima para dormir.
Ante la mesa había dos reclinatorios, y el procurador, tras
contemplarme largamente, se levantó de su asiento con dificultad y ocupó uno de
ellos.
–¿Sabe su merced rezar?
–Sí, señor.
–Pues bien, arrodíllese conmigo, humillemos nuestra cerviz
ante el Señor y oremos.
Yo me apresuré a acompañarle, y durante un momento rezamos pidiendo
perdón a Dios por nuestros muchos pecados, a lo que procuré contestar con
tino..., pero pasaré por alto semejante ceremonia pues me resultó hipócrita
hasta el extremo, dado que una de las alusiones más invocadas fue a la gula.
Tras aquella pausa, él, renqueante, ocupó de nuevo su
sitial.
–Siéntese.
–(Has sabido capear los temporales del mundo –pensé
mientras lo hacía–, analfabeto dedicado a husmear en los entresijos de las
personas, difícil tarea, pues hay que manejar los hilos de muchos espías. A
unos los pagas y a otros no, y nunca sabes quiénes son los que te engañan,
tienes que adivinarlo, pero vosotros lo conseguís, rara destreza producida por
hartos años de experiencia) –aunque me libré muy bien de abrir la boca.
El personaje principal extendió un grueso cartapacio sobre
la mesa y hojeó algunas páginas, y con el rabillo del ojo observé que el
escribano me contemplaba con una sonrisilla maligna pintada en el rostro.
–Tenemos los mejores informes sobre su merced –principió el
prelado–, pero precisamos detalles que sólo quien tiene trato con el acusado
puede conocer.
Yo asentí con premura.
–Señor Juan de Cádiz –me preguntó–, ¿cuál era su nombre
anterior?
–Abenasar.
Aquel individuo, togado por su arrimo a los poderosos, me
contempló despacio.
–¿Sigue usándolo?
–No; su excelencia debe saberlo.
Hubo un nuevo pasar de páginas, y al fin, observándome
agudamente, preguntó,
–¿Sabe su merced que la madre de su criado Sebastián fue condenada
a la hoguera por bruja?
Yo negué con la cabeza y el prelado extrajo varios folios
del expediente.
–Aquí constan los datos. En el año de..., y en la ciudad de
Salamanca..., habiendo encontrado sonajas hechas con huesos de muertos en poder
de la encausada... ¿Cuánto tiempo hace que le conoce?
–Diez o más años.
–¿Sabe su merced a qué se dedicaba antes?
–Tengo entendido que administraba rentas de un noble de
Sevilla.
–¿Y antes?
–No lo sé.
De parecido tenor, e incluso con
más intrincados y confusos términos continuó aquella conversación durante buena
parte de la mañana, mientras el escribano, notario de secreto, tocado
con su ridículo gorro de dormir y desde el otro extremo de la mesa anotaba
cuanto decíamos..., pero no haré aquí mención de ello pues no se dijo nada de
sustancia y lo he olvidado por completo. Poco me interesan los circunloquios y
ambigüedades de quienes sacan provecho de la vana retórica, asignatura muy en
boga en nuestros días y de la que nos libre el diablo, y así finalizaré con una
sucinta relación de lo último que recuerdo, como fue el declamar con horrísona
voz la Relación de los Autos, discurso a que se sintió obligado el
procurador fiscal, pues en ello se cifraba su sueldo, y del que aún conservo
retazos: Nos, los inquisidores..., fiel y diligentemente y con todo secreto,
cuidado y solicitud, damos en decir que haréis y cumpliréis lo que por Nos será
encomendado...
Poco más hube de esperar en mi
encierro, pues dos días después, con la caída de la tarde, preludiado por ruidos
que no eran habituales a aquellas horas, se abrió la puerta y pude ver cómo don
Joaquín, a quien en permanente reverencia seguía Mocejón, penetraba en la habitación
y dedicaba un momento a contemplarla.
–De forma que es en este lugar
donde le han tenido preso... –dijo al fin mirándome–. Bien, bien...
Yo le observé preguntándome si no
sería aquel espectro parte del sueño.
–Pero ¿qué ha hecho usted, hombre
de Dios? No se imagina la cantidad de vueltas que he tenido que dar para abrir
esta puerta... –y como continuara contemplándole atónito, exclamó,
–¿A qué espera? ¿Cree que he
venido para departir con su merced...? No, está usted libre, y espero que sea
por bastante tiempo.
Mocejón, cejijunto, con un papel
en la mano agachó la cabeza, que era su forma de asentir, y yo me apresuré a
doblar los pliegos que había sobre la mesa, todo cuanto había escrito y
dibujado durante aquellas semanas, hacer un rollo con ellos y embutírmelo bajo
la camisa.
–Sentiré dejar de ver a su
eminencia en esta su casa –dije con intención–, pero las circunstancias
obligan. Cuídese, mi amigo, y no olvide que estoy libre –y tras una estudiada
reverencia emprendí el camino tras don Joaquín, que abría la marcha.
Descendí las escaleras a grandes
zancadas, pues mi urgencia por salir a la calle era grande, y cuando traspuse
el principal portón de aquel antiguo y ruinoso edificio, ya sobre la calzada,
respiré con todas mis fuerzas. En seguida llegó a mi lado don Joaquín, que se
reía.
–Buenas me las ha hecho su merced
pasar... ¿Cómo es posible que se haya dejado manchar por semejante albur?
–Su señoría lo sabrá, que lo sabe
todo.
–Sí, y dé gracias a que tengo
muchos amigos... Hay que tener amigos en todas partes, entérese, incluso en el
infierno; o sobre todo, en el infierno. ¿Qué tal le han tratado?
–Ya su merced lo ha visto, don
Joaquín. El alcaide, ese tosco individuo, comía en mi mano, actitud de la que
no me cabe duda que ha sido alimentada por los dineros que le han llegado de
donde no imaginaba. ¿Sabe su merced algo de esto? –y don Joaquín se rió.
–¿No iba a saberlo? Hace casi un
mes que conferencio con su mujer. Tiene usted suerte de tener esa joya en casa...,
pero, en fin, esto ha acabado, y ahora querrá su merced ver mundo tras este
retiro...
En la calle había gente armada a
caballo y una carroza con cuatro mulas.
–Su merced primero –y yo subí.
–Se lo agradezco.
–No me agradezca nada que tenemos
muchos asuntos pendientes –y sacando la cabeza por la ventana del coche gritó,
–¡Vámonos de aquí!
En nada paré mientes cuando, por
ruidosos caminos carreteros, nos encaminamos a Dios sabría dónde.
–¿Adónde vamos?
–No tema nada vuesa merced, que no
le sorprenderá lo que encuentre –y cuando el chirriar de los ejes y el vino de
la bota que don Joaquín me alargó me devolvieron a la vida anterior, una idea
llegó a mi cabeza.
–¿Dónde está Sebastián? –y don
Joaquín me miró sin mover un músculo.
–No he conseguido que le suelten,
pues me han dicho que sobre él pesan cargos importantes. Pero ahora que está
usted libre, podrá ocuparse de ello.
Al fin, tras una hora de
traqueteo, accedimos a algún suburbio, pues el sonido de las ruedas del carro
en el escaso empedrado así lo denunciaba.
–Ya estamos.
De aquella fachada oscura
surgieron tres seres que al pronto no reconocí, del embozo que llevaban. Uno de
ellos era Esteban, y al verle, sobresaltado le pregunté,
–¿Y en casa...?
–Todo bien, señor.
–Bueno, luego hablaremos de eso –y
de allí dejé que Bartolomé y Pedro Salinas me abrazaran.
–¿No te lo decía yo? –voceó el
primero–. ¡Esto iba a acabar bien...!
–Sí, pero no con tus métodos.
Entramos en la casa precedidos por
don Joaquín, a quien el mayordomo que nos recibió hizo sumas reverencias, y de
allí nos hicieron subir al piso superior, en el que había mucha gente y mucho
ruido, lámparas encendidas en todos los rincones, música y un tufillo que no
supe a qué atribuir.
–Vamos a cenar algo bueno –dijo
don Joaquín, y en una de las habitaciones, cuyas paredes se presentaban decoradas
con jeroglíficos de los libros sagrados, nos instalamos alrededor de una mesa
baja.
Allí se celebraba una fiesta, que
no otra cosa se podía deducir del tumulto y las carcajadas que nos llegaban
desde los aposentos vecinos, y varios criados nos sirvieron como a invitados
preferentes. Trajeron cordero, pasteles de verdura, panecillos recién
horneados, de lo que comimos con ganas y buen humor, aunque a mí me parecía
habitar en una nube..., y para finalizar unas tortas de almendras a las que
llamaron quebrantahuesos. ¡Ay!, que aquello me llevó de vuelta a mis
tiempos anteriores, pues en cuanto intenté probarlas supe cuál era la causa de
los males que durante tanto tiempo me habían aquejado, aquello de la dentadura
que me traía a mal traer y con el barbero había consultado, puesto que en la
prisión no se estilaban tales finezas y me había olvidado de ello por completo.
–¡Diablos...!
–¿Qué sucede? –y yo me reí y
aparté lejos el plato que tenía ante mí.
–Nada que su merced pueda
entender, señor Bartolomé, que mejor es la nalga de puerco que estas porquerías
destructoras de dientes y muelas. Todo sea... –y me contuve y concluí– por la
salud.
Cuando acabamos don Joaquín dijo,
–Quizá sea el momento de unirse a
la fiesta, pues tengo que saludar a algunos conocidos. ¿Me acompañan?
En la gran habitación vecina, que
por varios pórticos se abría a los aires de la oscura noche, el tumulto era extraordinario.
Aquí y allá se observaban grupos sedentes de personas mayores, unos gordos,
otros flacos, extranjeros, berberiscos, nacionales..., los de allá vestidos a
la morisca y los de acá a la castellana, pero todos riendo, hablando
animadamente, cuando no gritando, y empinando sin sosiego vasos y copas. Una
densa humareda impedía ver con claridad lo que sucedía en el fondo de la sala,
y algunos chicos y chicas, ligeros de ropa, iban y venían entre las mesas
llevando y retirando platos y fuentes.
Nos acomodaron en una mesa esquinera
y al punto nos trajeron dulces, velones, copas y botellas. Don Joaquín se
excusó y se dirigió al lugar que ocupaba uno de los grupos, en donde se sentó,
y de inmediato colocaron sobre nuestra mesa un narguile.
–Un día es un día –dijo Bartolomé
brindándome la boquilla–, y aunque sé que su merced no es partidario de
semejantes expansiones, creo que las circunstancias son tan excepcionales que
no me rechazará este placer.
Yo dudé, pero ¡qué diablos!, las
palabras de mi amigo me convencieron y me dije, ¿por qué no?, tras estos días
de retiro no me vendrá mal sobrepasar las puertas del Paraíso, o intentarlo, y
que sea lo que Dios quiera.
Tomé lo que me ofrecía, que desde
mis años jóvenes no había vuelto a probar, y aspiré hondamente los vapores del
cáñamo, tan alejados de los que procuraban aquellos chicotes que venían
de Las Indias y todo el mundo utilizaba con fruición.
Fumamos, y en seguida comencé a
sentir los efectos que recordaba. No me extrañó el griterío que, confundido con
la música, llenaba la gran estancia, ni el humo que en volutas sin fin subía
hacia los adornados techos, ni los ojos enrojecidos de nuestros vecinos,
algunos con el curvo puñal en la cintura, y la sonrisa, quizás estúpida, entre
los dientes...
Pronto, como digo, comencé a tener
visiones... ¿Eran aquellas visiones, o lo fueron las de días anteriores?
Por mi desacostumbrada percepción atropelladamente penetraban los gritos, las
músicas, las sonrisas, las palabras, los hedores de la multitud, las chicas que
entre los asistentes bailaban y daban saltos desacompasados..., personas de
desencajadas faces en las mesas de alrededor y risas de borrachos...
Aún hube de ver más desde el
mullido asiento, como los tragafuegos que luego hicieron aparición, las
beldades que raudas desfilaron provocando a los presentes con la miel que
portaban en labios y manos, y el recitador que con el laúd en la espalda
requirió silencio para declamar,
... que no hay
cazuela,
relleno ni jigote,
inglesas tortas ni pastel en bote,
mondongo, manjar
blanco, almondiguillas,
chorizos,
salchichones y morcillas
y otros compuestos
de invenciones varias,
que no te ofrezcan
ni te rindan parias.
Aquello fue muy aplaudido y coreado, y cuando cesó la
algarabía que produjo, y las conversaciones y las risas volvieron a generalizarse,
Pedro Salinas, que a mi lado se encontraba con los ojos como tizones, con la
voz enturbiada por el vino exclamó,
–¡Parias...! Beneficios, ventajas, sinecuras..., qué lejos
estáis de mí... Bartolomé, Juan..., cofrades míos, paréceme mentira que figuremos
al lado de quienes nos rodean, personas serias, ¡quién lo diría!, mientras la
peste negra se aproxima emboscada y con luengos pasos desde el más distante
extremo del Mediterráneo.
–Aún no hay casos declarados en estas ciudades –dijo Bartolomé–,
y no parece el momento de tratar según qué cuestiones.
Pedro bajó la voz.
–He oído que en Nápoles, Malta...,
y en puntos más cercanos, como Denia o Vinaroz, se han instalado cordones
sanitarios. En esta última ciudad se han regado con vinagre las calles, y el
puerto ha sido cerrado con pesadas cadenas a las naves extranjeras. Y
qué decir de Castilla, en donde el morbo ha entrado por la costa norte y hace estragos...
Unas muchachas que zascandileaban entre las mesas se
acercaron a la nuestra y nos regaron con pétalos de flores que llevaban en
cestillos.
–¡Alegría!, ¡vive Dios...! –casi gritó Bartolomé derrumbándose
en su asiento, ya que él había sido el máximo beneficiado de tal agasajo, y
obedeciendo a ello una imagen olvidada se pintó repentina en mi cabeza, pues a
su interior, aportada por la celestial aparición de las chicas entre aquel
corro de demonios vociferantes, llegó la de Inés, ser angelical cuyo recuerdo
había casi arrinconado durante los largos días de mi cautiverio...
La impresión fue tal que los rubores acudieron repentinamente
a mi cara y creí que las entrañas me ardían, lo que sin duda se vio favorecido
por los humos del éxtasis. Allí, inmerso en el mayúsculo tumulto que alrededor
de nosotros se cernía, entre parpadeantes luces, clamores y perfumadas nubes de
inciensos y otras sustancias, con sorpresa entreví de nuevo su cara como si
nunca la hubiera visto y no hube sino de pensar, ¿qué me sucede...?, esto es
nuevo, a mi edad..., porque no recordaba haber experimentado jamás agitación
parecida.
Tosí y carraspeé estruendosamente para disimular la emoción
que súbita me asaltaba, y con alivio observé que mis compañeros, ajenos a mis
inesperadas cuitas, se entretenían en jalear, acompañando a la multitud, a las
huríes que el dueño de la casa había dispuesto para contemplación de los
invitados...
No hay comentarios:
Publicar un comentario