El mundo submarino... La profundidad
abisal... La oscuridad..., porque aquí abajo no existe la luz. Este es el reino
de las tinieblas, en el que poco menos que tienes que manejarte a tientas. Vas
defendido por el traje negro que conserva la temperatura, por las gafas, la
boquilla, las botellas... Las aletas te ayudan a desplazarte, pero no conviene
hacer movimientos bruscos. Todo debe ser muy fluido, como el líquido que me
rodea.
El buzo desciende hacia el abismo. Va buscando
un tesoro, un tesoro de carne y espinas...
–Sí, un mero de roca agazapado en una de las
cuevas que a mi lado se abren. Aquí...
El buzo dirige la linterna hacia el vertical
acantilado, pero sólo pececillos de colores discurren ante el haz de luz.
–¿Dónde estás?
Sin encontrar nada de lo que busca continúa
el descenso por vericuetos que ha recorrido otras veces, y al cabo de un rato
considera haberse sumergido demasiado.
–Es el momento de regresar –piensa, pero algo
que de pronto ve le detiene.
En el fondo, entre las rocas que conoce bien,
le parece entrever un bulto nuevo.
–¿Qué es eso?
Se acerca... y comprueba que un esqueleto de
vieja y carcomida madera reposa encubierto bajo las algas, y mientras lo
contempla advierte que una bandada de hipocamos se aleja precipitadamente del
lugar.
–¿Encontraré a Neptuno?
Un mástil de podrida madera surge entre las
peñas. La luz es tan escasa que resulta difícil orientarse, pero entonces lo
ve.
–¡El mero...! ¡Sabía que estabas por aquí!
El enorme pez se introduce entre aquellos restos
de tiempos lejanos, y el buzo, con el arpón por delante, le sigue.
–No te escondas, tesoro.
Siguiendo el burbujeante rastro del animal se
introduce entre aquellas reliquias de épocas pretéritas y algo le distrae. La
luz de la linterna incide sobre un objeto que brilla.
–¿Qué es esto?
El buzo, olvidada la persecución, queda en
suspenso. Ante sus ojos se presenta un antiguo cofre abierto y su carga
derramada. Cientos, quizá miles de doradas y redondas monedas se presentan ante
él.
El buzo, que se había sumergido para dar caza
a un habitante de las profundidades que le sacara de apuros, no da crédito a lo
que ve.
¿Qué es aquello...? Un tesoro sumergido al
alcance de sus manos, fosforescentes hipocampos y una desflecada bandera pirata
que lo oculta y fluctúa como si manos invisibles la agitaran... y en ello está
cuando, sin saber cómo, advierte una presencia extraña. Gira la cabeza
sobresaltado, y lo que puede contemplar le alarma ya del todo.
–¡Ahí va! –se dice–, mira lo que viene por
ahí. ¡Si es el submarino amarillo!... –y abre los ojos.
–(Es el colmo –piensa el buzo contemplando el
techo–. Quedarse dormido en la bañera.)
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