jueves, 20 de febrero de 2020

Historia de un submarinista

 


Esto que viene ahora es un cuento como otro cualquiera, pero para entenderlo hay que saber bucear.


El mundo submarino... La profundidad abisal... La oscuridad..., porque aquí abajo no existe la luz. Este es el reino de las tinieblas, en el que poco menos que tienes que manejarte a tientas. Vas defendido por el traje negro que conserva la temperatura, por las gafas, la boquilla, las botellas... Las aletas te ayudan a desplazarte, pero no conviene hacer movimientos bruscos. Todo debe ser muy fluido, como el líquido que me rodea.
El buzo desciende hacia el abismo. Va buscando un tesoro, un tesoro de carne y espinas...
–Sí, un mero de roca agazapado en una de las cuevas que a mi lado se abren. Aquí...
El buzo dirige la linterna hacia el vertical acantilado, pero sólo pececillos de colores discurren ante el haz de luz.
–¿Dónde estás?
Sin encontrar nada de lo que busca continúa el descenso por vericuetos que ha recorrido otras veces, y al cabo de un rato considera haberse sumergido demasiado.
–Es el momento de regresar –piensa, pero algo que de pronto ve le detiene.
En el fondo, entre las rocas que conoce bien, le parece entrever un bulto nuevo.
–¿Qué es eso?
Se acerca... y comprueba que un esqueleto de vieja y carcomida madera reposa encubierto bajo las algas, y mientras lo contempla advierte que una bandada de hipocamos se aleja precipitadamente del lugar.
–¿Encontraré a Neptuno?
Un mástil de podrida madera surge entre las peñas. La luz es tan escasa que resulta difícil orientarse, pero entonces lo ve.
–¡El mero...! ¡Sabía que estabas por aquí!
El enorme pez se introduce entre aquellos restos de tiempos lejanos, y el buzo, con el arpón por delante, le sigue.
–No te escondas, tesoro.
Siguiendo el burbujeante rastro del animal se introduce entre aquellas reliquias de épocas pretéritas y algo le distrae. La luz de la linterna incide sobre un objeto que brilla.
–¿Qué es esto?
El buzo, olvidada la persecución, queda en suspenso. Ante sus ojos se presenta un antiguo cofre abierto y su carga derramada. Cientos, quizá miles de doradas y redondas monedas se presentan ante él.
El buzo, que se había sumergido para dar caza a un habitante de las profundidades que le sacara de apuros, no da crédito a lo que ve.
¿Qué es aquello...? Un tesoro sumergido al alcance de sus manos, fosforescentes hipocampos y una desflecada bandera pirata que lo oculta y fluctúa como si manos invisibles la agitaran... y en ello está cuando, sin saber cómo, advierte una presencia extraña. Gira la cabeza sobresaltado, y lo que puede contemplar le alarma ya del todo.
–¡Ahí va! –se dice–, mira lo que viene por ahí. ¡Si es el submarino amarillo!... –y abre los ojos.
–(Es el colmo –piensa el buzo contemplando el techo–. Quedarse dormido en la bañera.)

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