El siglo XIX es importante dentro del panorama de la novela
histórica, no sólo porque el nacimiento del género tuvo lugar durante su
transcurso, sino también porque ha sido ampliamente divulgado por los autores,
puesto que de él tenían referencias de primera mano. A guisa de ejemplo pongo
esta lista de libros que tienen como escenario sucesos acaecidos durante el
siglo XIX.
La cartuja de Parma (Stendhal, 1839)
El conde de Montecristo (A. Dumas, 1844)
Crimen y castigo (F. Dostoyevski, 1866)
Guerra y paz (Tolstoi, 1869)
Episodios nacionales (Pérez Galdós, 1872-1912. 46
libros)
El archipiélago en llamas (Julio Verne, 1884)
Los tigres de Mompracem (Emilio Salgari, 1900)
Sonatas (Valle-Inclán, 1902)
Memorias de un hombre de acción (Pío Baroja, 1913. 22
libros).
Mi Antonia (Willa Cather, 1918)
La marcha Radetzky (Joseph Roth, 1932)
Pedro Blanco, el negrero (Lino Novas Calvo, 1933)
Lo que el viento se llevó (Margaret Mitchell, 1936)
Absalom, Absalom!, (W. Faulkner, 1936). (Habría que
añadir que otras novelas de Faulkner –como Desciende, Moisés o Los
invictos– podrían considerarse históricas.)
El gatopardo (G. T. di Lampedusa, 1958)
Yo el Supremo (A. Roa Bastos, 1974)
El gran robo del tren (Michael Crichton, 1975)
Raíces (Alex Haley, 1976).
La guerra del salitre (Guillermo Thorndike, 1977)
Noticias del Imperio (Fernando del Paso, 1987)
El general en su laberinto (García Márques, 1989)
Narraciones
históricas de Camargo Rain que suceden durante el s. XIX
Era de las máquinas, el tercer libro de la
Tetralogía de Juan Evangelista, está dedicado por entero a esta época, y de
esta forma se habla de la revolución francesa, de la española guerra de la
independencia, del comienzo de la revolución industrial en Inglaterra, del
tendido de los ferrocarriles en Europa y América y de mil asuntos más.
Episodio del libro Chica encuentra chico (aún
sin publicar) que se llama El papel de Londres, en el que una niña hija
de una criada, Melba, narra lo que vio (y vivió) en casa de un marqués de
Córdoba a la que acudía un grupo de conspiradores en la época de Fernando VII.
De esta última narración coloco un trozo para que lo lean
aquellos a los que les gusta leer.
[...]
Una tarde, cuando estaba en la cocina, oí aquellas notas de
música que había oído desde la cama, y me acordé de lo que me había dicho
Carmela. Subí al vestíbulo, en donde no había nadie, y procurando no hacer
ruido me acerqué al salón en el que estaba el piano. Atisbé desde la puerta,
que estaba a medio abrir, y vi que habían colocado el aparato aquel, que era
grande, en medio de la habitación, sobre la alfombra, y delante del teclado,
del sitio en donde se toca, había una banqueta. Habían quitado algunos muebles,
y las mesas y sillas que quedaban estaban arrimadas a las paredes, junto a las
estanterías. Allí también había libros, y figuritas y algunos cuadros antiguos,
y un jarrón muy grande con flores debajo de la ventana. Una figura alta, en
mangas de camisa y que me resultó familiar, estaba inclinada sobre el interior
de la caja. Parecía que hacía algo... Luego se enderezó, y aunque estaba casi
de espaldas, le reconocí al instante: era el conspirador..., aquel de
los ojos verdes...
Mi primera intención fue la de retirarme, pero debí de hacer
algún ruido, porque de repente levantó la cara y me vio.
–Ah, hola, eres tú...
Yo me quedé sin habla, pero en seguida se me ocurrió algo.
Si no, iba a pensar que era tonta...
–Sí. ¿Puedo quedarme a oírlo?
–Sí, claro, quédate lo que quieras. ¿Te gusta la música?
–Sí, mucho.
Yo entré en la habitación y permanecí en pie sin saber qué
hacer, y él, Martín (ahora sabía cómo se llamaba...) me miró y sonrió. Se
volvió a inclinar y metió la mano en el mueble. Tenía una herramienta con un
mango negro y apretaba aquí y allá.
–Ahora estaba afinándolo. Pero ven, tú siéntate aquí –y
arrastró una silla y la colocó a un lado, detrás de él.
Yo lo hice, y él, después de mirarme, me preguntó,
–¿Estás bien, te encuentras a gusto?
–Sí.
–Pues escucha.
Se sentó en la banqueta, pareció pensar, levantó las manos
y, tras una pausa, las apoyó en el teclado y tocó una cosa muy fuerte y
complicada que me sobresaltó un poco. Luego hubo un silencio..., y a
continuación volvió a apoyarlas, dijo, andante..., y se fue por otro camino.
¿Por qué pensé aquello? En realidad no se fue a ningún lado,
sino que lo que sucedió fue que recorrió las teclas con los dedos y yo me
imaginé a alguien que caminaba por un lugar muy bonito... Era una música muy tenue
que subía y bajaba...
Aquello duró muy poco, unos segundos, y entonces se detuvo,
se quedó inmóvil, y al fin se volvió hacia mí. Me miró y preguntó,
–¿Qué has pensado?
Yo no supe qué contestarle.
–¿Qué has visto? –repitió él–. ¿No te ha parecido una chica
vestida de blanco que va por un bosque...?
–¿Y da saltitos?
–Sí, eso. Y se detiene aquí y allá y va cogiendo flores.
Yo sonreí. Aquel personaje, Martín, decía las mismas cosas
que a mí se me ocurrían.
Luego se levantó y estuvo apretando algo dentro de la caja.
–Aquí hay algo que no suena bien... ¿A ver? –y con la mano
que le quedaba libre tocaba una tecla y luego otra.
Al fin pareció quedar satisfecho y volvió a sentarse. Me
miró y dijo,
–Esto lo escribió un señor del que a lo mejor has oído
hablar. Se llamaba Mozart. ¿Sabes quién fue? –y yo negué con la cabeza.
–No.
–Pues ha sido uno de los músicos más conocidos de los
últimos años. Sin embargo, murió joven... Bueno, ¿quieres que toque otra cosa?
... y se puso a ello, aunque aquella vez sin estridencias, y
duró más, no mucho más, como un minuto o dos, y a mí se me fueron abriendo los
ojos al internarme en aquellos vericuetos que subían y bajaban, y al final tuve
que acabar aplaudiendo y riendo.
–¡Qué bien...!
–¿Sí, te ha gustado?
Yo afirmé vehementemente con la cabeza y los morros fruncidos.
–¡Muchísimo!
Martín se había quedado quieto.
–¿De verdad?
–Sí. Es que lo haces muy bien... –y en cuanto lo pronuncié
me di cuenta de que le había llamado de tú...
Le miré, a ver qué cara ponía, pero él no parecía haber
reparado en tal extremo. Todo lo contrario, pues simulaba estar muy satisfecho
del cumplido, aunque yo creo que eso es algo que le gusta a todo el mundo.
Luego, en vez de aludir a ello, dijo,
–¡Ay, hija!, si todos los públicos fueran como tú... –y como
volvió a ponerse en pie y a manipular en aquello que estaba haciendo, me
pareció que había llegado el momento de dejarle solo.
–Bueno, que yo me tengo que ir...
–¡Ah...!, sí, haz lo que quieras, pero si algún día quieres
oír otras cosas, ven y toco lo que me digas –e hizo una pausa y añadió–. Adiós,
más que guapa.
... y a mí me encantó el epíteto, ¡aquel sí que era un
elogio!, y sonreí sin poderlo evitar, y cuando me levanté y di la vuelta para
irme, lo hice hinchada de una extraña satisfacción y andando poco menos que de
puntillas, tan hondo me había llegado lo que acababa de oír.
Después, cuando pasaba por el vestíbulo y bajaba por la
escalera, de nuevo me vino a la cabeza: ¿por qué de repente le había tuteado?
Era el primer día que hablaba con él, y eso no se hace con los señores; si
acaso con los criados, y si no son muy mayores. ¿Me parecía él un criado? No,
desde luego que no. Martín parecía un señor. Iba muy bien vestido, y por lo que
había podido observar, el marqués le trataba de igual a igual..., y luego se me
ocurrió que a lo mejor era que me inspiraba confianza. ¿Me inspirará
confianza?, y a aquello ya no supe qué responderme porque esas son ideas que
los niños no acabamos de entender, cosas que hemos oído y se nos van y se nos
vienen, como lo de la música, y yo creo que ni sabemos lo que significan, ¡vaya
lío...!, y al final iba incluso hablando sola, porque cuando entré en la
cocina, que mi madre estaba con otra señora, me miró un poco extrañada y dijo,
–Melba, hija, ¿qué vas diciendo? –y yo pegué un respingo y
procuré disimular.
–No, nada.
Ella me miró.
–¿Quieres salir con Isabel? Va a comprar jamones.
Comprar jamones no es fácil, pero en casa había un ama que
sabía hacerlo. Siempre era ella la que se encargaba de traerlos, y a veces me
decía que la acompañara.
–Sí, ven conmigo, que de todo conviene aprender en la vida.
Isabel, el ama, era mayor y muy amiga de mi madre. Era
bajita, pequeña y muy alegre, seguramente porque como era mayor ya no trabajaba
en la cocina.
En tales ocasiones nos acompañaban dos criados con un carro
para llevar lo que comprábamos, y aquella vez vinieron Damián y su hijo. Damián
es uno de los porteros, uno de los criados de confianza del marqués, con el que
va a cazar, y manda sobre los demás. Su hijo se llama Erasmo y tiene catorce
años, o por ahí. Años antes asistía conmigo a las clases, pero luego le
hicieron ir a la escuela.
–¿Has aprendido algo?
Erasmo afirmó con la cabeza.
–Sí, historia del arte. Es lo que más me gusta. Ahora sé lo
que son muchos de los cuadros de la casa..., y los muebles.
–¿Los muebles?
–Sí, y las alfombras. Algunas tienen más de cien años, y las
hicieron en Italia.
Yo me reí.
–Claro: por eso tienen siempre tanto polvo.
Entramos en la ciudad por una de las puertas y nos dirigimos
a los barrios altos. Allí había almacenes en donde vendían de todo y siempre
estaba lleno de gente. Aquella parte era antigua, muy antigua, y las callejas
eran tan estrechas que casi no cabían los carros. Nosotras solíamos ir a una
placilla que tenía el suelo de piedras puntiagudas, en uno de cuyos lados había
un edificio grande que parecía un antiguo palacio y tenía el tejado roto por
algunos sitios. Enfrente se veían varias tabernas con hombres en las puertas, y
también alguna mujer con flores en el pelo. Ellas gritaban, y luego entraron y
el ruido cesó.
Damián señaló una de ellas y se dirigió al ama.
–Nosotros estaremos ahí. Avísenos usted.
–Sí, no se preocupe.
Isabel y yo entramos en aquella gran casa, y en el portal,
uno de los hombres se dirigió a ella con oficiosidad.
–Doña Isabel..., y la niña Es un gusto verlas por aquí.
–Sí, ya te estarás preparando... –y ella se rió con malicia
pero él no le hizo caso.
–¿En qué puedo servirlas?
–Venimos a ver los jamones.
–¡Ah, los jamones...! Ya sabe usted que esta casa...
–Sí, sí... ¿Habéis recibido ya los de Aracena?
Por una ancha y ruinosa escalera de tablas subimos a la
primera entreplanta, cuyas ventanas estaban destrozadas y ninguna tenía
cristales, y allí, pendientes del techo, se mostraban infinidad de canales,
perniles y enormes racimos de embutidos a los que no supe qué nombre dar. Miles
de moscas zumbaban furiosamente en torno a ellos, y algunos chicos, ayudándose
con grandes plumeros de los que había en el río, se ocupaban en espantarlas. El
suelo estaba lleno de grasa, e Isabel me dijo que anduviera con cuidado. Un
enorme mocetón negro, con la piel grasienta y desnudo de cintura para arriba,
se entretenía en revolver el contenido de una borboteante caldera que despedía
olor a azufre y nos contempló al pasar. Al fondo, lejos, recortándose contra la
luz que entraba por los vanos, había unos hombres que, en medio de gritos,
trajinaban izando reses desde la calle.
–Vengan por aquí –dijo aquel señor, y nos llevó hasta un
extremo del enorme cobertizo, y allí, someramente protegidos por telas de sacos
que ondeaban con el viento que de lado a lado recorría la nave, había otros
jamones aún más gordos y relucientes.
Isabel paseó entre ellos y los estuvo examinando, y luego
sacó una larga aguja de las que se usan para la calceta y pinchó algunos.
Introducía la aguja hasta el fondo y luego la sacaba, y después se la arrimaba
a las narices entrecerrando los ojos y frunciendo el ceño.
–Material de primera –dijo el hombre aquel.
–Sí, pero enséñame otros.
De tal guisa recorrimos algunos aposentos separados por
tabiques y apartados del resto, y al final el ama señaló varios y dijo,
–Quiero esos. Esos de ahí y los que te he dicho antes.
El hombre no respondió, pero descolgó dos o tres y los dejó
en el suelo. Luego dio unas voces y acudieron varios chicos sucísimos y medio
desnudos que cargaron con ellos, y nosotras descendimos al piso inferior e
Isabel estuvo rematando aquella compra con un individuo de levita astrosa que
se tapaba la frente con una visera. Alrededor de nosotros continuaba el
tumulto, pues allí se trabajaba mucho, y vi que otras señoras entraban y salían
por el portal limpiándose los zapatos con trozos de saco que les daban en la
puerta.
Al fin estuvieron los jamones cargados en el carro, que
había no menos de dos docenas, y el de la visera salió a despedirnos y hacernos
reverencias, tras lo que enfilamos la calle hacia abajo.
Damián conducía los animales por la brida, pues había
bastante gente y los pasos eran estrechos, y Erasmo iba montado sobre uno de
ellos. Para tirar del carro habían enganchado unas yeguas de las caballerizas,
y unos hombres de pelo brillante que estaban apoyados en una pared las
observaron al pasar.
–Buenas jacas –dijo uno de ellos.
[...]
Como de costumbre, coloco aquí los enlaces a los libros
históricos que tengo disponibles en Amazon:
Ojos azules en versión Kindle =
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Blog en el que se habla de Ojos azules:
Dios conmigo en versión Kindle =
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Blog en el que se habla de Dios conmigo:
En entregas posteriores (en este y otros blogs) seguiré
hablando de estos asuntos (la novela histórica), y mientras tanto podéis mirar
aquí:
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