domingo, 20 de agosto de 2017

La novela histórica (7): el siglo XIX


El siglo XIX es importante dentro del panorama de la novela histórica, no sólo porque el nacimiento del género tuvo lugar durante su transcurso, sino también porque ha sido ampliamente divulgado por los autores, puesto que de él tenían referencias de primera mano. A guisa de ejemplo pongo esta lista de libros que tienen como escenario sucesos acaecidos durante el siglo XIX.

La cartuja de Parma (Stendhal, 1839)
El conde de Montecristo (A. Dumas, 1844)
Crimen y castigo (F. Dostoyevski, 1866)
Guerra y paz (Tolstoi, 1869)
Episodios nacionales (Pérez Galdós, 1872-1912. 46 libros)
El archipiélago en llamas (Julio Verne, 1884)
Los tigres de Mompracem (Emilio Salgari, 1900)
Sonatas (Valle-Inclán, 1902)
Memorias de un hombre de acción (Pío Baroja, 1913. 22 libros).
Mi Antonia (Willa Cather, 1918)
La marcha Radetzky (Joseph Roth, 1932)
Pedro Blanco, el negrero (Lino Novas Calvo, 1933)
Lo que el viento se llevó (Margaret Mitchell, 1936)
Absalom, Absalom!, (W. Faulkner, 1936). (Habría que añadir que otras novelas de Faulkner –como Desciende, Moisés o Los invictos– podrían considerarse históricas.)
El gatopardo (G. T. di Lampedusa, 1958)
Yo el Supremo (A. Roa Bastos, 1974)
El gran robo del tren (Michael Crichton, 1975)
Raíces (Alex Haley, 1976).
La guerra del salitre (Guillermo Thorndike, 1977)
Noticias del Imperio (Fernando del Paso, 1987)
El general en su laberinto (García Márques, 1989)

 Narraciones históricas de Camargo Rain que suceden durante el s. XIX
Era de las máquinas, el tercer libro de la Tetralogía de Juan Evangelista, está dedicado por entero a esta época, y de esta forma se habla de la revolución francesa, de la española guerra de la independencia, del comienzo de la revolución industrial en Inglaterra, del tendido de los ferrocarriles en Europa y América y de mil asuntos más.
Episodio del libro Chica encuentra chico (aún sin publicar) que se llama El papel de Londres, en el que una niña hija de una criada, Melba, narra lo que vio (y vivió) en casa de un marqués de Córdoba a la que acudía un grupo de conspiradores en la época de Fernando VII.
De esta última narración coloco un trozo para que lo lean aquellos a los que les gusta leer.

[...]
Una tarde, cuando estaba en la cocina, oí aquellas notas de música que había oído desde la cama, y me acordé de lo que me había dicho Carmela. Subí al vestíbulo, en donde no había nadie, y procurando no hacer ruido me acerqué al salón en el que estaba el piano. Atisbé desde la puerta, que estaba a medio abrir, y vi que habían colocado el aparato aquel, que era grande, en medio de la habitación, sobre la alfombra, y delante del teclado, del sitio en donde se toca, había una banqueta. Habían quitado algunos muebles, y las mesas y sillas que quedaban estaban arrimadas a las paredes, junto a las estanterías. Allí también había libros, y figuritas y algunos cuadros antiguos, y un jarrón muy grande con flores debajo de la ventana. Una figura alta, en mangas de camisa y que me resultó familiar, estaba inclinada sobre el interior de la caja. Parecía que hacía algo... Luego se enderezó, y aunque estaba casi de espaldas, le reconocí al instante: era el conspirador..., aquel de los ojos verdes...
Mi primera intención fue la de retirarme, pero debí de hacer algún ruido, porque de repente levantó la cara y me vio.
–Ah, hola, eres tú...
Yo me quedé sin habla, pero en seguida se me ocurrió algo. Si no, iba a pensar que era tonta...
–Sí. ¿Puedo quedarme a oírlo?
–Sí, claro, quédate lo que quieras. ¿Te gusta la música?
–Sí, mucho.
Yo entré en la habitación y permanecí en pie sin saber qué hacer, y él, Martín (ahora sabía cómo se llamaba...) me miró y sonrió. Se volvió a inclinar y metió la mano en el mueble. Tenía una herramienta con un mango negro y apretaba aquí y allá.
–Ahora estaba afinándolo. Pero ven, tú siéntate aquí –y arrastró una silla y la colocó a un lado, detrás de él.
Yo lo hice, y él, después de mirarme, me preguntó,
–¿Estás bien, te encuentras a gusto?
–Sí.
–Pues escucha.
Se sentó en la banqueta, pareció pensar, levantó las manos y, tras una pausa, las apoyó en el teclado y tocó una cosa muy fuerte y complicada que me sobresaltó un poco. Luego hubo un silencio..., y a continuación volvió a apoyarlas, dijo, andante..., y se fue por otro camino.
¿Por qué pensé aquello? En realidad no se fue a ningún lado, sino que lo que sucedió fue que recorrió las teclas con los dedos y yo me imaginé a alguien que caminaba por un lugar muy bonito... Era una música muy tenue que subía y bajaba...
Aquello duró muy poco, unos segundos, y entonces se detuvo, se quedó inmóvil, y al fin se volvió hacia mí. Me miró y preguntó,
–¿Qué has pensado?
Yo no supe qué contestarle.
–¿Qué has visto? –repitió él–. ¿No te ha parecido una chica vestida de blanco que va por un bosque...?
–¿Y da saltitos?
–Sí, eso. Y se detiene aquí y allá y va cogiendo flores.
Yo sonreí. Aquel personaje, Martín, decía las mismas cosas que a mí se me ocurrían.
Luego se levantó y estuvo apretando algo dentro de la caja.
–Aquí hay algo que no suena bien... ¿A ver? –y con la mano que le quedaba libre tocaba una tecla y luego otra.
Al fin pareció quedar satisfecho y volvió a sentarse. Me miró y dijo,
–Esto lo escribió un señor del que a lo mejor has oído hablar. Se llamaba Mozart. ¿Sabes quién fue? –y yo negué con la cabeza.
–No.
–Pues ha sido uno de los músicos más conocidos de los últimos años. Sin embargo, murió joven... Bueno, ¿quieres que toque otra cosa?
... y se puso a ello, aunque aquella vez sin estridencias, y duró más, no mucho más, como un minuto o dos, y a mí se me fueron abriendo los ojos al internarme en aquellos vericuetos que subían y bajaban, y al final tuve que acabar aplaudiendo y riendo.
–¡Qué bien...!
–¿Sí, te ha gustado?
Yo afirmé vehementemente con la cabeza y los morros fruncidos.
–¡Muchísimo!
Martín se había quedado quieto.
–¿De verdad?
–Sí. Es que lo haces muy bien... –y en cuanto lo pronuncié me di cuenta de que le había llamado de tú...
Le miré, a ver qué cara ponía, pero él no parecía haber reparado en tal extremo. Todo lo contrario, pues simulaba estar muy satisfecho del cumplido, aunque yo creo que eso es algo que le gusta a todo el mundo.
Luego, en vez de aludir a ello, dijo,
–¡Ay, hija!, si todos los públicos fueran como tú... –y como volvió a ponerse en pie y a manipular en aquello que estaba haciendo, me pareció que había llegado el momento de dejarle solo.
–Bueno, que yo me tengo que ir...
–¡Ah...!, sí, haz lo que quieras, pero si algún día quieres oír otras cosas, ven y toco lo que me digas –e hizo una pausa y añadió–. Adiós, más que guapa.
... y a mí me encantó el epíteto, ¡aquel sí que era un elogio!, y sonreí sin poderlo evitar, y cuando me levanté y di la vuelta para irme, lo hice hinchada de una extraña satisfacción y andando poco menos que de puntillas, tan hondo me había llegado lo que acababa de oír.
Después, cuando pasaba por el vestíbulo y bajaba por la escalera, de nuevo me vino a la cabeza: ¿por qué de repente le había tuteado? Era el primer día que hablaba con él, y eso no se hace con los señores; si acaso con los criados, y si no son muy mayores. ¿Me parecía él un criado? No, desde luego que no. Martín parecía un señor. Iba muy bien vestido, y por lo que había podido observar, el marqués le trataba de igual a igual..., y luego se me ocurrió que a lo mejor era que me inspiraba confianza. ¿Me inspirará confianza?, y a aquello ya no supe qué responderme porque esas son ideas que los niños no acabamos de entender, cosas que hemos oído y se nos van y se nos vienen, como lo de la música, y yo creo que ni sabemos lo que significan, ¡vaya lío...!, y al final iba incluso hablando sola, porque cuando entré en la cocina, que mi madre estaba con otra señora, me miró un poco extrañada y dijo,
–Melba, hija, ¿qué vas diciendo? –y yo pegué un respingo y procuré disimular.
–No, nada.
Ella me miró.
–¿Quieres salir con Isabel? Va a comprar jamones.
Comprar jamones no es fácil, pero en casa había un ama que sabía hacerlo. Siempre era ella la que se encargaba de traerlos, y a veces me decía que la acompañara.
–Sí, ven conmigo, que de todo conviene aprender en la vida.
Isabel, el ama, era mayor y muy amiga de mi madre. Era bajita, pequeña y muy alegre, seguramente porque como era mayor ya no trabajaba en la cocina.
En tales ocasiones nos acompañaban dos criados con un carro para llevar lo que comprábamos, y aquella vez vinieron Damián y su hijo. Damián es uno de los porteros, uno de los criados de confianza del marqués, con el que va a cazar, y manda sobre los demás. Su hijo se llama Erasmo y tiene catorce años, o por ahí. Años antes asistía conmigo a las clases, pero luego le hicieron ir a la escuela.
–¿Has aprendido algo?
Erasmo afirmó con la cabeza.
–Sí, historia del arte. Es lo que más me gusta. Ahora sé lo que son muchos de los cuadros de la casa..., y los muebles.
–¿Los muebles?
–Sí, y las alfombras. Algunas tienen más de cien años, y las hicieron en Italia.
Yo me reí.
–Claro: por eso tienen siempre tanto polvo.
Entramos en la ciudad por una de las puertas y nos dirigimos a los barrios altos. Allí había almacenes en donde vendían de todo y siempre estaba lleno de gente. Aquella parte era antigua, muy antigua, y las callejas eran tan estrechas que casi no cabían los carros. Nosotras solíamos ir a una placilla que tenía el suelo de piedras puntiagudas, en uno de cuyos lados había un edificio grande que parecía un antiguo palacio y tenía el tejado roto por algunos sitios. Enfrente se veían varias tabernas con hombres en las puertas, y también alguna mujer con flores en el pelo. Ellas gritaban, y luego entraron y el ruido cesó.
Damián señaló una de ellas y se dirigió al ama.
–Nosotros estaremos ahí. Avísenos usted.
–Sí, no se preocupe.
Isabel y yo entramos en aquella gran casa, y en el portal, uno de los hombres se dirigió a ella con oficiosidad.
–Doña Isabel..., y la niña Es un gusto verlas por aquí.
–Sí, ya te estarás preparando... –y ella se rió con malicia pero él no le hizo caso.
–¿En qué puedo servirlas?
–Venimos a ver los jamones.
–¡Ah, los jamones...! Ya sabe usted que esta casa...
–Sí, sí... ¿Habéis recibido ya los de Aracena?
Por una ancha y ruinosa escalera de tablas subimos a la primera entreplanta, cuyas ventanas estaban destrozadas y ninguna tenía cristales, y allí, pendientes del techo, se mostraban infinidad de canales, perniles y enormes racimos de embutidos a los que no supe qué nombre dar. Miles de moscas zumbaban furiosamente en torno a ellos, y algunos chicos, ayudándose con grandes plumeros de los que había en el río, se ocupaban en espantarlas. El suelo estaba lleno de grasa, e Isabel me dijo que anduviera con cuidado. Un enorme mocetón negro, con la piel grasienta y desnudo de cintura para arriba, se entretenía en revolver el contenido de una borboteante caldera que despedía olor a azufre y nos contempló al pasar. Al fondo, lejos, recortándose contra la luz que entraba por los vanos, había unos hombres que, en medio de gritos, trajinaban izando reses desde la calle.
–Vengan por aquí –dijo aquel señor, y nos llevó hasta un extremo del enorme cobertizo, y allí, someramente protegidos por telas de sacos que ondeaban con el viento que de lado a lado recorría la nave, había otros jamones aún más gordos y relucientes.
Isabel paseó entre ellos y los estuvo examinando, y luego sacó una larga aguja de las que se usan para la calceta y pinchó algunos. Introducía la aguja hasta el fondo y luego la sacaba, y después se la arrimaba a las narices entrecerrando los ojos y frunciendo el ceño.
–Material de primera –dijo el hombre aquel.
–Sí, pero enséñame otros.
De tal guisa recorrimos algunos aposentos separados por tabiques y apartados del resto, y al final el ama señaló varios y dijo,
–Quiero esos. Esos de ahí y los que te he dicho antes.
El hombre no respondió, pero descolgó dos o tres y los dejó en el suelo. Luego dio unas voces y acudieron varios chicos sucísimos y medio desnudos que cargaron con ellos, y nosotras descendimos al piso inferior e Isabel estuvo rematando aquella compra con un individuo de levita astrosa que se tapaba la frente con una visera. Alrededor de nosotros continuaba el tumulto, pues allí se trabajaba mucho, y vi que otras señoras entraban y salían por el portal limpiándose los zapatos con trozos de saco que les daban en la puerta.
Al fin estuvieron los jamones cargados en el carro, que había no menos de dos docenas, y el de la visera salió a despedirnos y hacernos reverencias, tras lo que enfilamos la calle hacia abajo.
Damián conducía los animales por la brida, pues había bastante gente y los pasos eran estrechos, y Erasmo iba montado sobre uno de ellos. Para tirar del carro habían enganchado unas yeguas de las caballerizas, y unos hombres de pelo brillante que estaban apoyados en una pared las observaron al pasar.
–Buenas jacas –dijo uno de ellos.
[...]

Como de costumbre, coloco aquí los enlaces a los libros históricos que tengo disponibles en Amazon:



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Blog en el que se habla de Ojos azules:

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Blog en el que se habla de Dios conmigo:

En entregas posteriores (en este y otros blogs) seguiré hablando de estos asuntos (la novela histórica), y mientras tanto podéis mirar aquí:

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