Hasta aquí llegó esta serie de posts sobre la novela
histórica contada por épocas, cuyo elementos pueden consultarse aquí:
¡Ah!, pero he dejado para el final un libro que es algo a
modo de recopilación de los anteriores subgéneros, pues los comprende todos o
casi todos.
Narraciones históricas de Camargo Rain
Se trata de Ojos azules,
novela en quince capítulos que narra una historia de la
humanidad utilizando como nexo lo que su título dice, los ojos azules (ene
algunos casos extrañamente azules) que exhiben los sucesivos
protagonistas. Sí, porque unos descienden de otros (algunos muy lejanamente), y
de esta forma he tenido buen cuidado de ir narrando (no en todos los casos,
pero sí con frecuencia) la fecundación y génesis de quienes aparecerán en
capítulos posteriores.
Por sus páginas desfilan los antecesores del hombre moderno,
las flores, las zarigüeyas, los australopitecos, neandertales, cazadores de las
llanuras y primeros y esforzados agricultores, y también, cuando la sociedad
humana, por las razones que fueran, se asentó sobre la tierra, algunas de las
sucesivas civilizaciones de que nos habla la historia. Sumerios, fenicios,
romanos, bárbaros, reinos medievales, conquistadores de lo desconocido..., unos
fueron sustituyendo a otros en la eterna tarea de ir más allá de la última
frontera conocida, tarea, por otra parte, que hoy seguimos afrontando
rigurosamente en nuestro empeño por traspasar los límites de la Tierra. Yo
soy la nave es el último de los capítulos, cuando la muchacha de ojos
azules emprende el viaje del que sabe que no regresará y el narrador dice,
El ser transparente parte hacia las estrellas, en donde
algo le espera, y despejará las incógnitas como siempre las ha despejado la
materia en cuanto ha puesto la vista sobre ellas. Dime, chica, ¿adónde
llegarías si te lo propusieras? Ante ti se abre el Universo de las mil direcciones
y sólo tienes que acceder a la nave metálica y pulsar los botones mágicos, pero
no te apures, que será por poco tiempo, pues en seguida tu cuerpo será la nave.
Nadie sabe, ser de transparentes ojos azules, adónde podrás llegar recorriendo
el curvo e ilimitado espacio que te contiene, pero el Homo ludens se ha
reído y eso es lo importante. Lejos de nosotros calamidades y padecimientos y
venga cuanto antes la deseada luz de la dicha. [...]
Este último
capítulo, que es muy corto (tres páginas), parece tener unas ciertas
connotaciones extrañas, pero no hay que olvidar que se refiere al futuro, a lo
desconocido, lo que podría explicar su carácter fantástico. Sin embargo, el
libro no tiene nada de fantástico sino que se ajusta a la más estricta realidad,
como se puede ver en este otro fragmento, en el que se habla de un niño ávido
de carne:
[...]
Los largos y calurosos días del verano pasan entre las mil
tareas a que la estación obliga, y una de ellas es la sempiterna caza, pues las
labores agrícolas no excusan a los miembros del poblado de salir, con mejor o
peor fortuna, a buscar el pan de cada día. Cierto que en sociedades asentadas
resulta rara esta tradicional manera de procurarse el sustento, puesto que no
pueden desplazarse a los lejanos lugares que frecuentan los animales, pero en
mundos tan míseros y primitivos cualquier presa es bienvenida, regalos de la
naturaleza que llevarse graciosamente a la boca.
Una de aquellas bochornosas tardes, cuando sólo les restan
unas jornadas para finalizar el agosto, pues casi han conseguido acopiar el
grano que la parcela tan rudamente trabajada les procura, la cuadrilla que merodea
por tierras fronteras regresa con un cuantioso botín. Dividido en partes, y
sobre los hombros, portan un cerdo salvaje que a costa de muchos sudores y
peligros han conseguido atrapar. La llegada de los ausentes provoca no poco júbilo
y griterío, en el que entre otras voces destaca la palabra «carne», y de
inmediato los trabajos son abandonados y todos se dirigen al lugar de su morada
para solazarse con lo que traen los recién llegados.
Avivan los fuegos y restriegan las marmitas de piedra,
arrinconadas desde la última celebración, que son colocadas sobre las brasas, y
luego, mientras el agua comienza a hervir, despedazan el animal. Las mejores
tajadas caen pronto sobre los fogones de piedra candente, y las pieles, huesos
y entresijos del animal son introducidas en las ollas, de las que saldrá un
grumoso y suculento caldo a cuyo aroma acuden tantas bocas como el poblado
contiene, y cuando alguien, forzado por la avidez, se aproxima en demasía a lo
que se cocina, es rechazado con muy malos modos.
¡Yoé!, dicen a veces con acento de reconvención, y
Yoé, el comedor de carne a quien la boca se hace agua, cuando escucha su nombre
se envara y retrocede, y Espiga, que seguramente es su hermana, desde la sombra
observa la escena inquieta y torciendo el gesto. Yoé, sin embargo, es obstinado
y sólo atiende a lo que le dictan los sentidos, y cuando de nuevo intenta
aproximarse, la mujer que cuida del caldero se lo impide y, con gesto adusto y
que no admite réplica, de manera oscura pronuncia una sola palabra: «lejos».
Yoé se aparta como si le hubieran pinchado, y Espiga, que quién sabe si es su
hermana, inmóvil y con la zozobra bailándole en el alma continúa observando la
escena desde un rincón.
Los niños de
esta aldea son muy dóciles; presentan un aspecto tristón y siempre hacen lo que
se les ordena. Yoé, en cambio, no, pues él quiere carne, no el oscuro pan ni el
amargo e insustancial sopicaldo de los días de abundancia, pero como no le
permiten acercarse, durante un buen rato tiene que reprimir el ansia y
conformarse con su negra suerte y los apetecibles efluvios que transporta el
aire.
Al fin el asado
está hecho y todos se disponen a engullirlo. Chamuscados trozos circulan de
mano en mano acompañados de tremenda algarabía, y cada cual intenta hacerse con
los mejores bocados de la pantagruélica comilona que quizá no se repita hasta
pasados varios meses. Sólo los niños, a quienes ni sus madres logran amparar,
quedan al margen y deben conformarse con los despojos, pues su ración es
ínfima, pero nuestro protagonista está de suerte, pues Espiga, que tuerce el
gesto ante la carne e íntimamente prefiere el pan que todos desdeñan, sin que
los demás lo vean le da su parte, y él se lo agradece y al instante la devora,
aunque en su mirada se transparente la más cruda insatisfacción..., y cuando el
multitudinario banquete finaliza y las hartas personas se aprestan a descansar,
allí queda el descontento chico mano sobre mano y la desdicha pintada en ojos a
los que falta poco para que asomen las lágrimas.
…
La tarde
declina, y los habitantes del poblado duermen profunda y rumorosamente, unos
tendidos sobre el simple suelo y otros apoyados en las paredes de las cabañas.
Las mujeres han recogido los restos y remueven los grasientos caldos que
guardarán para posteriores ágapes, y como poco ha de esperarse de las horas que
vendrán, Yoé se ha ausentado sin que nadie lo advierta. Ha descendido por la
pendiente que lleva hasta el llano, y durante un buen rato ha rumiado su
menesterosa condición en las lindes de la parcela, ahora cubierta de rastrojos,
de la que extraen el cereal. Luego ha alargado sus pasos sin rumbo hasta encontrarse,
como en un sueño, en las orillas de la nauseabunda marisma en la que desembocan
las aguas de las huertas.
La laguna está
casi seca porque corre el verano, aunque se adivina su extensión, y los escasos
peces que sobreviven lo hacen en charcas y como pueden. Sobre las aguas ve
saltar algunos, y por un momento, enajenado, piensa que es capaz de comérselos.
–Carne, pez...
–pronuncia a media voz y como si recitara un conjuro, y desciende
atolondradamente por el talud que lleva al más cercano de los podridos estanques.
Inmóvil
permanece ante el agua, ojo avizor, y de repente..., ¡plup!, un habitante de
las fangosas profundidades emerge de manera fugaz, seguramente para respirar.
Luego, a su lado, se producen otros ¡plups!, aquí y allá, ¡plup!, ¡plup...!, y
Yoé se abalanza hacia lo que cree agua y resulta ser barro. Resbala en el fondo
y cae de bruces en un pozo cenagoso, y cuando entre gemidos y a duras penas
consigue enderezarse y alcanzar la orilla, ve a su lado un pez muerto y comido
por los gusanos.
–Pez... –dice
de nuevo contemplándolo, y en un vano intento de aliviar su afligida situación,
toma entre los dedos el viscoso cuerpo y lo despedaza.
Un gran trozo
queda en su poder, y lo lleva a la boca y lo mastica, pero es tal su repulsivo
sabor, y la abundancia de espinas que le hieren, que al instante vomita mil
líquidos que fluyen desde cualquier poro de su cuerpo, y durante un buen rato
persiste en las más ruidosas toses y escupitajos. Al fin, sumido en el
aturdimiento y convulsionado por incontrolables espasmos se derrumba por entero
sobre la tierra, y de su boca, de la que manan mil líquidos, atragantadas y roncamente
salen estas palabras que apenas comprendemos.
–Carne..., no
pez...
…
Han finalizado
las tareas de la siega, hito anual en la vida de estas gentes, y el grano ha
sido separado de la paja por las mujeres, que durante días y en lo alto del
otero que corona la loma han apaleado las espigas sobre piedras planas. Los
vientos del principio del otoño han hecho el resto, es decir, han aventado la
paja entre el jolgorio de quienes manejan las estacas. El grano, que es su
tesoro, se transporta en apretadas seras de esparto hasta el poblado, y allí es
puesto a orear y continuamente volteado bajo el sol del mediodía, pues su principal
enemigo, como bien saben, son las humedades y roñas que se esconden en donde
nadie puede percibirlas. ¡Cuántas leyendas corren y han corrido a este
respecto, antiguas fábulas que hablan de hambrunas causadas por agentes
invisibles, castigos de Quienes todo lo pueden...!, pero las ineludibles ceremonias
de purificación, también derivadas de la tradición oral, parecen surtir efecto
año tras año y a ellas se atienen.
De esta forma van llenando las pétreas paneras en las
que, protegido por pieles y gruesas capas de ceniza, cuyas singulares propiedades
se desvanecieron en el mar del tiempo, lo almacenan, y cuando los días transcurren
y el volumen de lo cosechado es suficiente, los habitantes del poblado
vislumbran la inminente llegada de la principal celebración de su agrícola año.
Es la fiesta de la molienda, que hoy se celebra aquí y mañana allá, porque los
habitantes de los oasis que encierra el valle, aunque dispersos, conservan
lazos que, como sucede con las costumbres que mencionamos, a lo mejor datan de
cientos o miles de años atrás.
Desde las tierras vecinas llegan las filas de caminantes
que asistirán al festejo y son alojados entre voces, saludos y reverencias.
Sucede durante un dorado y ventoso atardecer, y el escenario que acoge el
acontecimiento es la plaza que contiene el brocal de pozo y las enhiestas palmeras.
Allí se abrazan los grupos comandados por sus capitanes, y las alegrías y los
apretones sustituyen al confuso runrún de los idiomas modernos, aunque no
faltan las risas que lo dicen todo. Luego son conducidos a los aposentos que
les han preparado, en donde abundan los dátiles y otras viandas, y desde las
azoteas iluminadas por el sol poniente los notables contemplan sentados en el
suelo el ocaso del último día del verano. Allí es donde uno de los recién
llegados, un individuo decrépito, cenceño, entrado en años, como jefe del
cónclave que soñando con buenos augurios se asoma al luminoso panorama desde el
terrado, bronca y ásperamente dice lo que sigue.
–Vega fructuosa que ante nosotros te enseñas...: que te
vaya muy bien durante los tiempos fríos que vendrán.
Quienes le
escuchan, sumidos en meditaciones y embebidos en la visión del paisaje, mueven
la cabeza con anuencia, pero pocos se atreven a despegar los labios. Un odre de
piel de cabra circula entre los presentes y todos beben de él con evidente
placer. ¿Es agua? ¿Es hidromiel? ¿Es sidra u otra clase de bebida fermentada...?
Pero no tenemos forma de averiguarlo, y la naturaleza de su contenido seguirá
perteneciendo al reino de las conjeturas.
[...]
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