lunes, 28 de agosto de 2017

La novela histórica (y 8): OJOS AZULES


Hasta aquí llegó esta serie de posts sobre la novela histórica contada por épocas, cuyo elementos pueden consultarse aquí:

¡Ah!, pero he dejado para el final un libro que es algo a modo de recopilación de los anteriores subgéneros, pues los comprende todos o casi todos.

Narraciones históricas de Camargo Rain
Se trata de Ojos azules,

 
novela en quince capítulos que narra una historia de la humanidad utilizando como nexo lo que su título dice, los ojos azules (ene algunos casos extrañamente azules) que exhiben los sucesivos protagonistas. Sí, porque unos descienden de otros (algunos muy lejanamente), y de esta forma he tenido buen cuidado de ir narrando (no en todos los casos, pero sí con frecuencia) la fecundación y génesis de quienes aparecerán en capítulos posteriores.
Por sus páginas desfilan los antecesores del hombre moderno, las flores, las zarigüeyas, los australopitecos, neandertales, cazadores de las llanuras y primeros y esforzados agricultores, y también, cuando la sociedad humana, por las razones que fueran, se asentó sobre la tierra, algunas de las sucesivas civilizaciones de que nos habla la historia. Sumerios, fenicios, romanos, bárbaros, reinos medievales, conquistadores de lo desconocido..., unos fueron sustituyendo a otros en la eterna tarea de ir más allá de la última frontera conocida, tarea, por otra parte, que hoy seguimos afrontando rigurosamente en nuestro empeño por traspasar los límites de la Tierra. Yo soy la nave es el último de los capítulos, cuando la muchacha de ojos azules emprende el viaje del que sabe que no regresará y el narrador dice,
El ser transparente parte hacia las estrellas, en donde algo le espera, y despejará las incógnitas como siempre las ha despejado la materia en cuanto ha puesto la vista sobre ellas. Dime, chica, ¿adónde llegarías si te lo propusieras? Ante ti se abre el Universo de las mil direcciones y sólo tienes que acceder a la nave metálica y pulsar los botones mágicos, pero no te apures, que será por poco tiempo, pues en seguida tu cuerpo será la nave. Nadie sabe, ser de transparentes ojos azules, adónde podrás llegar recorriendo el curvo e ilimitado espacio que te contiene, pero el Homo ludens se ha reído y eso es lo importante. Lejos de nosotros calamidades y padecimientos y venga cuanto antes la deseada luz de la dicha. [...]

Este último capítulo, que es muy corto (tres páginas), parece tener unas ciertas connotaciones extrañas, pero no hay que olvidar que se refiere al futuro, a lo desconocido, lo que podría explicar su carácter fantástico. Sin embargo, el libro no tiene nada de fantástico sino que se ajusta a la más estricta realidad, como se puede ver en este otro fragmento, en el que se habla de un niño ávido de carne:

[...]
Los largos y calurosos días del verano pasan entre las mil tareas a que la estación obliga, y una de ellas es la sempiterna caza, pues las labores agrícolas no excusan a los miembros del poblado de salir, con mejor o peor fortuna, a buscar el pan de cada día. Cierto que en sociedades asentadas resulta rara esta tradicional manera de procurarse el sustento, puesto que no pueden desplazarse a los lejanos lugares que frecuentan los animales, pero en mundos tan míseros y primitivos cualquier presa es bienvenida, regalos de la naturaleza que llevarse graciosamente a la boca.
Una de aquellas bochornosas tardes, cuando sólo les restan unas jornadas para finalizar el agosto, pues casi han conseguido acopiar el grano que la parcela tan rudamente trabajada les procura, la cuadrilla que merodea por tierras fronteras regresa con un cuantioso botín. Dividido en partes, y sobre los hombros, portan un cerdo salvaje que a costa de muchos sudores y peligros han conseguido atrapar. La llegada de los ausentes provoca no poco júbilo y griterío, en el que entre otras voces destaca la palabra «carne», y de inmediato los trabajos son abandonados y todos se dirigen al lugar de su morada para solazarse con lo que traen los recién llegados.
Avivan los fuegos y restriegan las marmitas de piedra, arrinconadas desde la última celebración, que son colocadas sobre las brasas, y luego, mientras el agua comienza a hervir, despedazan el animal. Las mejores tajadas caen pronto sobre los fogones de piedra candente, y las pieles, huesos y entresijos del animal son introducidas en las ollas, de las que saldrá un grumoso y suculento caldo a cuyo aroma acuden tantas bocas como el poblado contiene, y cuando alguien, forzado por la avidez, se aproxima en demasía a lo que se cocina, es rechazado con muy malos modos.
¡Yoé!, dicen a veces con acento de reconvención, y Yoé, el comedor de carne a quien la boca se hace agua, cuando escucha su nombre se envara y retrocede, y Espiga, que seguramente es su hermana, desde la sombra observa la escena inquieta y torciendo el gesto. Yoé, sin embargo, es obstinado y sólo atiende a lo que le dictan los sentidos, y cuando de nuevo intenta aproximarse, la mujer que cuida del caldero se lo impide y, con gesto adusto y que no admite réplica, de manera oscura pronuncia una sola palabra: «lejos». Yoé se aparta como si le hubieran pinchado, y Espiga, que quién sabe si es su hermana, inmóvil y con la zozobra bailándole en el alma continúa observando la escena desde un rincón.
Los niños de esta aldea son muy dóciles; presentan un aspecto tristón y siempre hacen lo que se les ordena. Yoé, en cambio, no, pues él quiere carne, no el oscuro pan ni el amargo e insustancial sopicaldo de los días de abundancia, pero como no le permiten acercarse, durante un buen rato tiene que reprimir el ansia y conformarse con su negra suerte y los apetecibles efluvios que transporta el aire.
Al fin el asado está hecho y todos se disponen a engullirlo. Chamuscados trozos circulan de mano en mano acompañados de tremenda algarabía, y cada cual intenta hacerse con los mejores bocados de la pantagruélica comilona que quizá no se repita hasta pasados varios meses. Sólo los niños, a quienes ni sus madres logran amparar, quedan al margen y deben conformarse con los despojos, pues su ración es ínfima, pero nuestro protagonista está de suerte, pues Espiga, que tuerce el gesto ante la carne e íntimamente prefiere el pan que todos desdeñan, sin que los demás lo vean le da su parte, y él se lo agradece y al instante la devora, aunque en su mirada se transparente la más cruda insatisfacción..., y cuando el multitudinario banquete finaliza y las hartas personas se aprestan a descansar, allí queda el descontento chico mano sobre mano y la desdicha pintada en ojos a los que falta poco para que asomen las lágrimas.


La tarde declina, y los habitantes del poblado duermen profunda y rumorosamente, unos tendidos sobre el simple suelo y otros apoyados en las paredes de las cabañas. Las mujeres han recogido los restos y remueven los grasientos caldos que guardarán para posteriores ágapes, y como poco ha de esperarse de las horas que vendrán, Yoé se ha ausentado sin que nadie lo advierta. Ha descendido por la pendiente que lleva hasta el llano, y durante un buen rato ha rumiado su menesterosa condición en las lindes de la parcela, ahora cubierta de rastrojos, de la que extraen el cereal. Luego ha alargado sus pasos sin rumbo hasta encontrarse, como en un sueño, en las orillas de la nauseabunda marisma en la que desembocan las aguas de las huertas.
La laguna está casi seca porque corre el verano, aunque se adivina su extensión, y los escasos peces que sobreviven lo hacen en charcas y como pueden. Sobre las aguas ve saltar algunos, y por un momento, enajenado, piensa que es capaz de comérselos.
–Carne, pez... –pronuncia a media voz y como si recitara un conjuro, y desciende atolondradamente por el talud que lleva al más cercano de los podridos estanques.
Inmóvil permanece ante el agua, ojo avizor, y de repente..., ¡plup!, un habitante de las fangosas profundidades emerge de manera fugaz, seguramente para respirar. Luego, a su lado, se producen otros ¡plups!, aquí y allá, ¡plup!, ¡plup...!, y Yoé se abalanza hacia lo que cree agua y resulta ser barro. Resbala en el fondo y cae de bruces en un pozo cenagoso, y cuando entre gemidos y a duras penas consigue enderezarse y alcanzar la orilla, ve a su lado un pez muerto y comido por los gusanos.
–Pez... –dice de nuevo contemplándolo, y en un vano intento de aliviar su afligida situación, toma entre los dedos el viscoso cuerpo y lo despedaza.
Un gran trozo queda en su poder, y lo lleva a la boca y lo mastica, pero es tal su repulsivo sabor, y la abundancia de espinas que le hieren, que al instante vomita mil líquidos que fluyen desde cualquier poro de su cuerpo, y durante un buen rato persiste en las más ruidosas toses y escupitajos. Al fin, sumido en el aturdimiento y convulsionado por incontrolables espasmos se derrumba por entero sobre la tierra, y de su boca, de la que manan mil líquidos, atragantadas y roncamente salen estas palabras que apenas comprendemos.
–Carne..., no pez...


Han finalizado las tareas de la siega, hito anual en la vida de estas gentes, y el grano ha sido separado de la paja por las mujeres, que durante días y en lo alto del otero que corona la loma han apaleado las espigas sobre piedras planas. Los vientos del principio del otoño han hecho el resto, es decir, han aventado la paja entre el jolgorio de quienes manejan las estacas. El grano, que es su tesoro, se transporta en apretadas seras de esparto hasta el poblado, y allí es puesto a orear y continuamente volteado bajo el sol del mediodía, pues su principal enemigo, como bien saben, son las humedades y roñas que se esconden en donde nadie puede percibirlas. ¡Cuántas leyendas corren y han corrido a este respecto, antiguas fábulas que hablan de hambrunas causadas por agentes invisibles, castigos de Quienes todo lo pueden...!, pero las ineludibles ceremonias de purificación, también derivadas de la tradición oral, parecen surtir efecto año tras año y a ellas se atienen.
De esta forma van llenando las pétreas paneras en las que, protegido por pieles y gruesas capas de ceniza, cuyas singulares propiedades se desvanecieron en el mar del tiempo, lo almacenan, y cuando los días transcurren y el volumen de lo cosechado es suficiente, los habitantes del poblado vislumbran la inminente llegada de la principal celebración de su agrícola año. Es la fiesta de la molienda, que hoy se celebra aquí y mañana allá, porque los habitantes de los oasis que encierra el valle, aunque dispersos, conservan lazos que, como sucede con las costumbres que mencionamos, a lo mejor datan de cientos o miles de años atrás.
Desde las tierras vecinas llegan las filas de caminantes que asistirán al festejo y son alojados entre voces, saludos y reverencias. Sucede durante un dorado y ventoso atardecer, y el escenario que acoge el acontecimiento es la plaza que contiene el brocal de pozo y las enhiestas palmeras. Allí se abrazan los grupos comandados por sus capitanes, y las alegrías y los apretones sustituyen al confuso runrún de los idiomas modernos, aunque no faltan las risas que lo dicen todo. Luego son conducidos a los aposentos que les han preparado, en donde abundan los dátiles y otras viandas, y desde las azoteas iluminadas por el sol poniente los notables contemplan sentados en el suelo el ocaso del último día del verano. Allí es donde uno de los recién llegados, un individuo decrépito, cenceño, entrado en años, como jefe del cónclave que soñando con buenos augurios se asoma al luminoso panorama desde el terrado, bronca y ásperamente dice lo que sigue.
–Vega fructuosa que ante nosotros te enseñas...: que te vaya muy bien durante los tiempos fríos que vendrán.
Quienes le escuchan, sumidos en meditaciones y embebidos en la visión del paisaje, mueven la cabeza con anuencia, pero pocos se atreven a despegar los labios. Un odre de piel de cabra circula entre los presentes y todos beben de él con evidente placer. ¿Es agua? ¿Es hidromiel? ¿Es sidra u otra clase de bebida fermentada...? Pero no tenemos forma de averiguarlo, y la naturaleza de su contenido seguirá perteneciendo al reino de las conjeturas.
[...]

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Y para finalizar, coloco aquí los enlaces a los libros históricos que tengo disponibles en Amazon:

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Además, podéis mirar aquí:

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