jueves, 20 de septiembre de 2007

El principio

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TROZOS DE MIS LIBROS


Lo que va a continuación es el principio de una de mis novelas. Se llama "Europa barroca" y está disponible al público. Si pagas, te mandan a casa dentro de un sobre el libro impreso; es un libro de bolsillo como los que se compran en las estaciones, pero más divertido.

El enlace para examinarlo es:

http://www.lulu.com/content/511860


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EL PRINCIPIO

Aldy, el tío Aldy, era hermano de mi padre, y digo era porque murió hace algunos años de una pancreatitis fulminante; descanse en paz. Mi tío Aldy era el mayor de cuatro hermanos y el más bestia de los cuatro. Mi tío Aldy y sus tres hermanos, mi padre, el tío Eduardo –que, además, era mi padrino– y el tío Juan, el pequeño, no trabajaron nunca porque no les hizo falta, pero ellos decían que si no lo habían hecho era porque estaba mal visto. Esta era la típica broma familiar, y cada vez que se traía a colación las carcajadas se oían tres o cuatro pisos por encima y por debajo. Los vecinos, cuando los había, no decían nada porque ya estaban acostumbrados.
Mi padre y sus tres hermanos heredaron tal cantidad de dinero de su padre, mi abuelo –aunque en realidad fue de su madre, mi abuela, quien a su vez lo había heredado de su padre, mi bisabuelo–, que se pasaron la vida dando tumbos a lo largo y ancho del planeta, y eso porque entonces todavía no habían comenzado los viajes siderales, que si los hubiera habido habrían dejado sus huellas por todo el Sistema Solar.
Mi abuelo era de Burgos, de un pueblo de Burgos que está por la parte de la Bureba. Eran dos hermanos, mi abuelo y una chavala; de mayor debió de ser una señora, pero en las escasas fotos que había en casa, fotos de los años treinta del pasado siglo, no pasaba de ser una chavala. De joven se casó con un argentino medio italiano y se fue a vivir a Argentina, de donde nunca volvió. Los que sí volvieron fueron sus descendientes, y hoy en día siguen haciéndolo, aunque yo ya no los veo mucho. Cuando yo era pequeño, un verano sí y otro también aparecían por casa unas señoras desconocidas, e incluso hijos suyos que eran de la edad de mi padre y mis tíos, con un hablar meloso, muy simpáticos todos, que decían que venían a conocer a la familia, de la que nosotros éramos los únicos miembros europeos. Debían de ser unos pastas, porque contaban que allí, en su tierra, en Argentina, en una provincia del norte que se llama Misiones, tenían una finca con plantaciones de té que para recorrerla había que ir en avioneta, y cuando venían reunían a todos los que podían, tíos, sobrinos, etc., y nos llevaban a comer a sitios fantásticos, Lhardy, el Ritz, sitios de esos, cerraban un comedor y organizaban un banquete pantagruélico. Esto lo hacían todos los veranos. Luego se iban a Viena, a Italia, a Praga, se hartaban de hacer turismo. En Navidad mandaban christmas y fotos del verano, de los banquetes, en donde salíamos todos.
De mi abuelo, aparte de estos recuerdos familiares, poco puedo decir. Era músico, pianista, tenía barba, comía alubias y merluza todos los días y daba conciertos, es todo lo que sé, aunque la vena musical se transmitió a sus descendientes porque en mi familia hubo unos cuantos músicos. El tío Juan pasó por una temporada en la que le dio por tocar la flauta, y tocaba bastante bien, y Pedrito, mi sobrino, fabricaba instrumentos; inventó un aparato que era medio guitarra y medio zanfoña, y lo tocaba a veces con los dedos y a veces incluso con arco. El Cacho Madera, mi hermano, también tocaba el piano, aunque en comisaría, y yo mismo estuve haciendo de hombre-orquesta una temporada, pero de eso ya hablaremos cuando llegue el momento. De mi abuelo no me acuerdo en absoluto porque no llegué a tiempo de conocerle.
Mi abuela... De ella sí me acuerdo. Era colombiana, muy rara, negra arrubiada, medio india, medio criolla o medio cuarterona, nunca lo supe, nunca lo entendí, pero por lo visto es lo que en castellano se conoce como tentenelaire –o algo por el estilo–, por lo que en la familia todo el mundo la llamaba Tente y asunto concluido. Mi abuela Tente era impresionante. Había llegado a medir más de uno noventa, y de mayor, aunque no tanto, seguía siendo muy alta. De joven había jugado a un deporte entonces no muy conocido, el baloncesto, e incluso fue campeona de algo en cierta ocasión. Su padre, o sea, mi bisabuelo, era un ricacho colombiano que decía que había hecho todo su dinero con el café, aunque cuando se bebían muchas copas, como en la tarde de Navidad, sus nietos se caían por el suelo de risa con la historia del café y los cafetales, sacaban unas maracas y acababan cantando a voz en cuello aquella de, "cuando la tarde languidece y bajan las sombras...", o sea, la de Moliendo café, o si no la de, "ay mamá iné, ay mamá iné..., todo lo negro tomamo café". ¡Buenos eran mis tíos...! Mi abuela Tente, que era muy alta y tenía unos hablares muy dulces, cuando la cabreaban sacaba a relucir su genio y se liaba a dar gritos. Llamaba a sus hijos inútiles, chapetones y zarrapastrosos, amenazaba con desheredarlos, y una vez, precisamente en una de aquellas comidas navideñas, hizo venir a casa a las seis de la tarde a un notario y se lió a redactar un nuevo documento en el que testaba a favor de cierta secta que existía entonces y de la que no voy a decir el nombre para no dar pistas. El notario, por cierto, que tenía el bigote blanco, hacía unas reverencias... ¡Y luego dicen de los notarios!
Mi abuela Tente... Bueno, ya hablaremos luego de ella. Yo estaba contando la historia de su primogénito, mi tío Aldy, el hermano mayor de mi padre, pero ahora que lo pienso, tampoco era eso, me estoy expresando mal. La que estoy contando, en realidad, es mi historia, estoy empezando a contar mi historia, y mi historia, aunque resulte muy novelesco y como traído por los pelos, comenzó con un milenio, justo con el comienzo del tercer milenio según el cómputo occidental, porque yo nací –aunque ya digo que parece un poco rebuscado– un cuarto de hora después de que comenzara, sí, y bien medido, medido según las normas de nuestro habitual calendario gregoriano, ese que usamos todos los días. Lo de mi tío Aldy, que fue el causante de que yo naciera precisamente cuando nací, fue como sigue.
Mi tío Aldy sentía una gran afición por los animales. Su casa, un piso enorme con piscina en la terraza, estaba llena de gatos, de pájaros de todas clases, gorriones, palomas, perdices, unos en jaulas y otros sueltos, incluso tucanes y guacamayos multicolores, azules, verdes, rojos, guacamayos que volaban de un lado para otro, se posaban en las esquinas de los marcos de unos cuadros gigantescos que debían de valer un dineral y se peleaban continuamente; también de tortugas que vegetaban en el pasillo e iguanas enanas que se arrancaban las colas como si fueran lagartijas... Los perros los tenía en el campo, en varias fincas a las que a veces iba a cazar y en donde criaba faisanes, perdices, pollos, cerdos, venados y hasta bisontes. Sí, bisontes, bisontes que había traído de América del Norte, bisontes como los de las antiguas películas del oeste y a los que intentó cruzar con vacas, aunque, según creo recordar, sin mucho éxito, porque en los cruces el vástago es muy gordo y al salir desgracia a la madre. Los cerdos del tío Aldy, por su parte, no eran como los cerdos negros de Indefatigable, que sólo comen aguacates y cuyos jamones lo más seguro es que sepan a guacamole, no; los cerdos del tío Aldy eran cerdos granilleros, cerdos de verdad, cerdos negros criados en el campo a base de bellotas y castañas.
Y, por supuesto, caballos. Los caballos, como le sucede a tanta gente, fueron su pasión. Llegó a tener un hipódromo en una finca, un hipódromo reglamentario, y clínica, clínica para los caballos, con quirófano. El quirófano se lo trajeron de Alemania, y por lo que oí luego, cuando me hice mayor, llegaban caballos para operarse de todas partes. En una finca con hipódromo y quirófano, ya se pueden imaginar, las instalaciones eran de superlujo. Cada caballo tenía su casita –las llamaban boxes–, su cuidador, sus horas de paseo, su comida especial..., y para inaugurar semejante instalación organizó una fiesta que había de hacer época, una fiesta que debía ser recordada por los asistentes por los siglos de los siglos. Mi tío Aldy era un poco exagerado, desde luego, y bastante fantasma, pero por otro lado también hay que pensar que tenía dinero de sobra para permitírselo.
El tío Aldy, que quería pasar a la historia como fuera, inauguró aquellas vastas instalaciones en una fecha señalada, el 31 de diciembre del año 2000. El programa que había ideado era completísimo, y del público asistente no digamos nada. Vinieron varios políticos de renombre nacional, ministros, un portavoz parlamentario, el delegado del gobierno de la provincia, algunos alcaldes de los pueblos cercanos, tres o cuatro vedettes de todos los sexos –entre ellos, un cura que salía en la tele–, media docena de artistas adscritos a los diversos grupos de presión, otros cargos oficiales variados y, por supuesto, la familia en pleno, todos ellos, como es lógico, acompañados de sus respectivas esposas, en su caso, o queridas y queridos, que de todo había.
A las once de la noche, dos horas antes del paso por el meridiano –porque el tío Aldy era muy meticuloso y tenía la finca prácticamente encima del meridiano de Greenwich, aunque aquello fuera un poco de casualidad–, hubo una recepción de invitados con bebidas, e, imagino, otras clases de drogas, en la descomunal casa de la finca. Luego un concierto en el que se iba a tocar la "Música para los Reales Fuegos Artificiales", acompañada, claro está, por los inevitables fuegos. A aquellos efectos había contratado a una orquesta que tocó la suite completa, sin dejar nada y haciendo las pausas como las escribió Haendel, y a una compañía que, encabezada por un francés con chistera, se iba a ocupar de lo de la pirotecnia. Acabada la música y los fuegos, una hora antes de lo de la medianoche oficial, los invitados entraban a cenar, pero, ¡sorpresa!, la cena iba a ser en una de las cuadras, la más grande, que aún no había sido habitada por los caballos. Los invitados e invitadas debían uncirse al pesebre con la cebilla –o como quiera que se llame a tal pieza–, y allí, amarrados como caballos, o como vacas, cenar; los camareros pasarían sirviendo a todo el mundo, etc. Así de bestia era mi tío Aldy. Sin embargo, tal proposición fue muy bien acogida por el público presente y nadie puso objeciones, más bien al contrario, aunque tampoco hay que perder de vista que el alcohol –y las otras drogas, como decíamos–, habrían hecho su efecto.
–¡Hay que ver, qué original!
–Sí, ¡vaya manera de recibir al Milenio...! ¡Qué maravilla!
–¿Al Milenio...? Pero ¿usted cree...? ¿No era el año pasado?
Mi tío Eduardo, quien a la postre iba a ser mi padrino, estaba en plena subida.
–Mi querida señora, veo que no está usted muy informada sobre las peculiaridades del calendario.
La tal querida señora, que iba vestida de época y era una de sus más antiguas y afamadas queridas, puesto que si mi tío Eduardo se distinguía por algo, era por lo putero, y eso se le notaba incluso de mayor, no dejó pasar la ocasión. A la tal señora le iba la marcha como a un tonto un lápiz.
–¡Edu!, no me mientas. Tú sabes algo que yo no sé...
Mi tío Eduardo, que con mujeres cerca se transfiguraba y manejaba una cadena de agencias de viajes, conocía el asunto de memoria.
–Pero, mujer, ¿tú sabes la cantidad de dinero que hemos ganado con la historia del Milenio? Chist, calla, no digas nada que esto es un secreto... El año pasado les vendimos el cambio de siglo y de milenio..., (celebre usted en las Maldivas, o en ese sitio al que va todo el mundo..., Waikiki, o como se llame..., o en Indochina, ¿o por qué no en la punta del Kilimanjaro...?, el acontecimiento de su vida..., etc.), y este año hemos vuelto a hacer lo mismo. La idea ha sido de un asesor que tengo que..., ¡ja, ja! Los del Consorcio nunca habían ganado tanto dinero. La gente es que debe de ser idiota, cada vez me lo parece más.
Al lado de mi tío había un ministro que asentía a todo, como tiene que ser. Ya se sabe, poderoso caballero es don dinero.
–Sí, es que es idiota, es idiota, ya lo digo yo...
Mi tío Juan, que era importador de champagne, estaba totalmente de acuerdo. Mientras se dejaba atar al pesebre por un camarero de muy buenas maneras, tres cuartos de lo mismo.
–Me pregunto cuánto vale un número del Almanaque Astronómico Internacional... Así, los que no lo saben saldrían de dudas.
–Calla, hermano, ni una palabra.
–Tiene gracia la ignorancia de la gente. Sin embargo, cuando se trata de pagar a la Hacienda Pública, todo el mundo conoce muy bien la fecha. Nadie dice, que no es este año, que es el que viene... ¿Cómo es posible que se dejen engañar de esta manera?
La cena fue exquisita. Primero sirvieron ostras, ostras con champagne francés, ostras a punta de pala en fuentes descomunales que los camareros dejaban en los pesebres. Luego una cosa verde en copas de fantasía, sorbete de apio o una ridiculez de ese estilo, porque el tío Aldy había traído a un cocinero suizo de renombre para que dirigiera la operación y todo estaba saliendo a pedir de boca. A continuación una ensalada de fábula, que, entre sus ingredientes, si vamos a creer las tarjetas que se imprimieron y yo vi de mayor, contaba con lombarda, remolacha con rábanos silvestres, esterlet mariné, trufas cocidas en champagne, esturión ahumado, filetes de perdiz, caviar, lengua de reno y jamón de alce. ¡Allí no se andaban con tonterías! Después marisco, langostas, cigalas, percebes... Los camareros no paraban de dar vueltas y no se vio ni una sonrisa, aunque imagino que en la cocina el cachondeo sería total. Por fin, lenguas y solomillos de bisonte, para lo que se había hecho una verdadera matanza en la ganadería, pero, claro, una ocasión es una ocasión.
Luego sonó un gong y el tío Aldy se desabrochó la cebilla, que no era fácil, y salió al estrado ante la expectación general. Le trajeron un micrófono en una bandeja y el tío Aldy habló. En su cara se adivinaba una cierta burla, aunque la mayoría de los presentes pensaron, seguramente, que ello se debía a aquel momento tan especial.
–Señoras, señores... –empezó con su habitual sorna, aunque nadie se dio cuenta de nada–, son las doce menos cinco de la noche, o las once menos cinco en los países civilizados, y, como ustedes saben, vamos a cambiar de milenio de un momento a otro. Yo les ruego que esperen un instante mientras nos traen los postres..., porque ahora viene... la última sorpresa... ¡La sorpresa del Milenio!
Los invitados, que debían de estar todos muy borrachos, prorrumpieron en aplausos entusiasmados en espera de la anunciada aparición, y mi tío depositó el micrófono en la bandeja. Entonces, con su mejor sonrisa y mientras la mayor parte de los presentes miraba hacia la puerta por donde entraban los camareros, sacó un mechero, se agachó y pegó fuego a media docena de tracas que, en secreto, había colocado el francés de la chistera y corrían bajo los pesebres a todo lo largo de la enorme habitación.
Los invitados, amarrados como estaban, al principio no se dieron cuenta de lo que sucedía, pero cuando comenzaron a sonar las explosiones, y no eran petarditos de feria, no, que eran como bombas de terroristas, el pánico se desató y más de uno estuvo a punto de morir estrangulado. ¡Allí fue Troya! Los gritos, las explosiones, los aullidos, los juramentos, los vanos intentos de desatarse, las patadas al aire, todo era lo mismo...
Mi madre, María, a quien en su juventud habían llamado María la superbuena –y esto por razones obvias–, embarazada de siete meses de su tercer y último hijo, se desvaneció primero, se quedó colgando luego de la cebilla..., y a continuación me abortó, allí, en mitad, ante todo el mundo, aunque tampoco se podría decir que estuvieran todos mirando. Yo, de repente, empecé a salir entre sus piernas como si fuera un monstruo mientras las explosiones se sucedían a mi alrededor, y a lo mejor es por eso por lo que siempre he sido un poco sordo. Mi tío Eduardo, que era una mula, y además médico, aunque no ejerciera, al ver el panorama pegó tal tirón a la cebilla que la arrancó de la pared, y con ella al cuello se quitó la chaqueta, me envolvió y me sacó de allí; debió de ser por eso que le hicieron mi padrino y me pusieron su nombre. De mi madre se olvidó todo el mundo pero no le sucedió nada, perdió un poco de sangre pero no hubo más, aparte de que casi se estrangula. Mi madre estaba hecha de muy buena pasta, se notaba a distancia, y a los pocos días ya estaba como una rosa y dándome de mamar, o por lo menos eso se cuenta.
La gente, los que habían conseguido soltarse, los camareros, en fin, todos, porque aquello no se lo esperaba nadie, corrían e intentaban salir huyendo, y los escoltas de los diversos políticos, que estaban cenando en la cocina y entraron en cuanto sonó la primera explosión, empuñaban sus pistolas mirando a todas partes y corrían de un lado a otro sin saber qué hacer ni qué decir.
–¡Señor gobernador, señor gobernador, por aquí, por aquí...! –o bien– ¡señor ministro, póngase aquí, al suelo, al suelo...!
El señor gobernador, o el señor ministro, enfundados en sus trajes marrones eran llevados en volandas de un lado a otro, los políticos de menor rango huían bajo una lluvia de fuego y los diversos artistas aullaban en medio de la confusión; el cura que salía en la tele se cagó. Yo, todo esto, aunque estaba allí en medio, sólo lo conozco de oídas, claro. Y además hubo dos heridos. Uno fue un camarero, a quien uno de los policías pegó un tiro en una pierna por moverse a destiempo, y el otro, o mejor, la otra, una de aquellas vedettes televisivas invitadas que casi se descoyuntó con la cebilla al intentar salir por donde no podía ser.
Mi tío Aldy, que lo tenía todo previsto, salió corriendo, se montó en su coche, un todo-terreno descomunal que parecía un camión y en donde le esperaba una de sus legendarias amantes, se subió a la loma de enfrente, apagó las luces y, con unos prismáticos, estuvo dos horas riéndose y observando a distancia las secuelas de su elaborada y pesada broma. ¡Acabaron llegando hasta helicópteros! Luego sacó una botella de champagne –y Dios sabrá qué más cosas–, encendió la calefacción y se pasó la noche cohabitando, por decirlo de una manera fina, pero es que no era para menos, ¡el cambio de Milenio...! Mi tío Aldy, por aquellos tiempos, ya tenía más de cincuenta años, pero estaba muy bien conservado, lo que también ha sido siempre de familia.
Como había instalado una cámara de vídeo para filmar lo que sucediera, yo tuve ocasión, de mayor, de ver mi nacimiento en directo, que no le ha sucedido a todo el mundo. La cámara funcionó durante dos horas y nadie reparó en ella. Luego se apagó. Al cabo del tiempo, cuando ya era mayor, el tío Aldy me regaló la cinta.
–Toma, para ti, esto sí que es tuyo. Quédatela tú.
Yo conocía su existencia pero nunca la había visto, sólo había oído hablar de ella, así que aquello me gustó, claro, porque de los sucesos que tienen lugar cuando eres muy pequeño, luego, de mayor, no te acuerdas de nada.
–Vale.
El que más se enfadó fue mi padre, y por lo visto estuvo tres meses sin hablar a su hermano, y eso que mi padre también las había hecho pardas, como cuando cagó en el piano, dentro, que tocaba la abuela, que era un Steinway blanco de cola que casi no cabía en el salón, pero el tío Aldy, que se las sabía casi todas, se las ingenió para que aquello no fuera a más.
–Pero, hombre, ¡qué mala suerte...!, también es mala suerte..., ¡con lo que yo quiero a María! ¿Cómo iba a hacerle eso? ¿Quién iba a hacer algo así...?
... y lo que decía era verdad. El tío Aldy a mi madre la adoraba, y debió de ser una de las pocas mujeres que le gustaron –porque que le gustaba estaba claro– a la que nunca tiró los tejos. Mi tío Aldy era un cafre para algunas cosas, pero así y todo también tenía sus normas. A mí siempre me cayó muy bien.
Y en cuanto a los políticos, las vedettes, los policías y todos los demás, el asunto se saldó de la forma más simple. Al final le pusieron una multa, que para mi tío era una multita, por algún peregrino motivo de esos que genéricamente se conocen como "alteración del orden público". Está claro que no hay como pagar el impuesto revolucionario, y él lo pagaba, lo sé de buena tinta. A la vedette, en cambio, que casi se había descoyuntado y le había puesto un pleito, le echó tres o cuatro polvos y aquí paz y después gloria.
Poca paz, ahora que lo digo, y menos gloria, es lo que nos depara la vida, pero eso no quita para que en toda ocasión y momento nos mostremos optimistas. Sí, porque desde los espacios etéreos, los infinitos espacios de allá arriba, alguien nos mira y de ello no tenemos ni idea. Disimulemos.
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