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sábado, 27 de agosto de 2016

Ejemplo de inicio de un cuento

Este cuento, que se llama Escalera al cielo, comienza así:

Joshua I, de apellido Sagan, sobrino del legendario exobotánico que nunca supo si era hombre o mujer, estaba montado en un globo de aluminio cuando se le ocurrió la idea: mirando hacia abajo las cosas se ven mejor. ¿Y por qué no...?, se dijo. Luego miró hacia arriba, y lo que pudo contemplar hubiera bastado para desanimar a cualquiera: miles y miles de estrellas centelleaban por todas partes. Joshua I no tenía ni idea de astronomía recreativa (ni de la otra), pero como a tantos que le precedieron, no le hubiera importado subir al cielo. Cosa curiosa, por otra parte, en un intermediario, como era él.
Aquella noche se lo comentó a su compañera sentimental, porque Joshua I tenía compañera sentimental [...]

... y de esta forma continúa durante media docena de páginas. ¿Queréis leerlo entero? Nada más fácil, pues es el primero de un libro de cuentos, y no de un libro de cuentos normales, no, sino de un libro de Cuentos de risa

 
... y como se da la circunstancia de que está en Amazon a disposición de quien lo quiera, y lo que es más, que como este portal te deja echar un vistazo al principio del texto de cualquier libro (para que la gente que lo mira se haga idea de qué va a encontrar), resulta que el cuento se puede leer entero por el morro. Y me parece que hasta un trozo del segundo...
Bueno, pues si vas a este enlace...


... observarás que es la página del libro. Sobre la misma portada dice: "Echa un vistazo" (si lo que miras es la página en inglés dice "look inside"). Haz clic ahí y te sale el texto prometido. Te lo lees, si quieres, y ya me contarás. Y de nada, que esto es bastante más que un ejemplo de inicio de un cuento.

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De paso, puedes ver esto:


sábado, 20 de abril de 2013

Hablando de Charli



He escrito un nuevo libro. En esta ocasión se trata de un retrato de la generación que vivió la segunda mitad del siglo XX, aquellos que nacieron mediada la centuria y tuvieron como puntos de referencia (en su juventud) lugares hoy tan comunes como el rock and roll, las minifaldas y los bikinis, que en los tiempos que digo supusieron una auténtica revolución. 

El libro se llama «Charli en Wonderland», que no se puede decir que sea un título muy transparente, pero ello obedece a que el personaje central de la historia se llama Charli, y a que el lugar en el que vivió fue ni más ni menos que el país de las maravillas, o a ellos se lo parece. Ahí es nada: de repente todas las chavalas, sobre todo las guapas, enseñando bien las piernas... 


Él no habla nunca, sino que son los demás  –su hermano gemelo, los amigos, las novias que tuvo...–, quienes desarrollan el discurso y cuentan, durante multitud de episodios, lo que sucedió durante aquellos años (al personaje central y a todos los demás, que no fue parco). 


El libro acaba con el advenimiento del siglo XXI, que cambió todo y dio paso a lo que en la actualidad vivimos. En fin, cincuenta años (los decenios de los 50, de los 60, de los 70, de los 80, de los 90...) que dieron muchísimo de sí, pues la cultura actual emana de aquella época que acabó... (etc., etc.), y estos haciéndose cada vez más mayores...

Aquí debajo pongo un trozo, que se podría datar hacia 1972, más o menos.

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RÍCHAR

Esto sucedió durante unas Navidades, pero no sé cuáles porque la memoria es muy vaga y traicionera; sin embargo, lo más seguro es que fuera el ultimo año que estuve en la ciudad vieja porque la abuela me dijo que ya estaba bien de entrar y salir y tocarme las narices, ¿no están tus amigos estudiando?, pues estudia tú también algo, aunque sea administración de empresas, que ya tienes veinte años y vas a tener que administrar bastante, ¿o prefieres trabajar?, y ante semejante argumento decidí poner tierra de por medio. ¿Habéis traído hierba de esa?, sí, un poco, ¿quieres?, y yo los miré, ¿tú qué crees? Sólo sé que habíamos vuelto de la bahía, habíamos salido Pancho, Charli y yo, el Trío Conché en pleno, en el barco de Pancho, o sea, del padre de Pancho, porque hizo unos días buenísimos, asurados, y fuimos a pescar. No se nos dio mal y volvimos con algunos cachones chorreando tinta y un poco de palangre, yo creo que había hasta salmonetes, estos para casa, y estos, que son más, para vosotros, que también sois más, ¿vamos luego a donde los Oyarbides?, los Oyarbides eran varios hermanos que conocíamos del colegio y tenían una boardilla enorme en donde hacían fiestas parecidas a las del garaje, sólo que ellos decían que se tiraban a todas las que entraban, mentira, claro, yo creo que sólo se tiraban a su chacha, eso sí lo sé seguro, y aquella noche, a lo mejor era la del día de los Inocentes, subimos los tres bien colocados, y en el ascensor Pancho dijo, de la hierba ni una palabra, ¿eh?, que estos son unos suicidas, y entramos y había un montón de gente, habían hecho una fiesta de verdad y estaba la flor y nata, estaba hasta el Tomasín, el que en la casa de ejercicios (de ejercicios espirituales, quiero decir, cuando nos llevaban en el colegio) dejaba los zapatos fuera del cuarto para que se los limpiaran y se los encontraba clavados en el suelo, que era de madera, lo que es no saber, menudo cachondeo se armaba, ¿y este era también aquel al que abrían el grifo del lavabo cuando estaba durmiendo y se meaba en la cama?, bueno, no sé, ese igual era otro o aquello sucedió en la mili, ya digo que la memoria es imprecisa y falaz, pero el caso fue que llegamos, saludamos a un montón de gente entre considerable tumulto, y al rato vimos que Deisi estaba allí, entre todos aquellos y quitándose de encima moscones a manotazos, y cuando nos vio se acercó y dijo, menos mal que habéis venido, ya no sabía que hacer con estos, ¡qué pesados!, porque había muchas chicas, sí, y algunas bastante borrachas, pero Deisi, entre lo de su melenita, sus piernas y sus ojos azules, les gustaba más a todos, y aquellos, como decía Pancho, desde luego que eran unos suicidas, sobre todo en fecha tan señalada. Bueno, quiero decir que nos gustaba a todos, a mí desde luego, a Pancho probablemente también, y a Charli no digamos, aunque él decía que no y no se veían mucho, en la ciudad nueva nunca, o eso me habían contado, que era una cosa que me llamaba la atención, y lo que decía Charli debían de ser fantasías o ganas de marear, porque cuando se encontraban no acertaban a separarse ni a dejar de reírse, y aquella vez sucedió lo mismo, aunque acrecentado.
Estuvimos allí bastante rato, hasta que se acabó el vino, y le dije a Pancho, con estos no hacemos nada, que están todos muy borrachos, ¿nos vamos a cenar por ahí?, yo os invito, que me ha dado dinero la abuela, ¿dónde está Charli?, no sé, mira a ver, y como aquello era grande y estaba lleno de gente y de humo me costó encontrarle, y cuando le vi resultó que se lo estaba pasando muy bien, y Deisi mejor. Pancho estaba en otra habitación y no creo que los viera, pero aquellos dos estaban en un rincón de pie, agarrados y morreando como si se les acabara el tiempo, ¡qué bruto el Charli!, y luego decía que Deisi no le gustaba...
Nena no fue a la ciudad vieja aquella Navidad y no se enteró de nada, se enteraría después, y cuando nos fuimos y bajábamos la escalera, viendo a Charli y a Deisi riéndose y bajándola a saltos cogidos de la mano, los encontré tan entusiasmados qué pensé, no sé por qué, pero me da la impresión de que esto de mi prima se va a acabar.

sábado, 22 de diciembre de 2012

Las gemelas


Este es un trozo de una historia que he escrito últimamente (ya es la undécima o duodécima, he perdido la cuenta) y se llama Charli en Wonderland. Es un retrato de la generación española que nació alrededor de 1950 (la generación yeyé), y en ella se cuenta la historia de dos hermanos gemelos, uno de los cuáles (Pancho) tuvo a su vez dos hijas gemelas, las gemes, y el otro (Charli) ningún hijo, sólo sobrinas, que ya lo dice el refrán: a quien Dios no da hijos, el diablo le da sobrinos... Pero esto es una broma, puesto que las niñas (al menos las que aparecen en este libro) son un encanto, y para dejar constancia de ello ahí va una de las elucubraciones de estas elementas, es decir, uno de los capítulos de tan ingente narración, que podría situarse alrededor de la mitad de los años 90 del pasado siglo. La Prudencia que aparece en las líneas que siguen, por decirlo ya todo, es la chica que cuidó de ellas mientras fueron pequeñas, puesto que no tenían madre (se murió en un accidente de coche, episodio que también se cuenta en la novela, aunque no aquí)..., pero no digo más, que con esto está todo explicado. (La foto que antecede es una de las muchísimas que Charli, que era un fotógrafo habilidoso, hizo a las niñas).

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GEMES

Yo soy Carina y mi hermana es Adriana, pero lo que voy a contar lo podría contar igualmente ella porque somos muy parecidas, somos gemelas, o mellizas, bueno, que eso no lo sabe nadie. Ahora soy Adriana, porque ya digo que da igual una cosa que otra, todo depende del color del vestido, o del cristal con que se mire, ¿quién eres?, pues soy Carina y voy a contar por las dos lo que sucedió en la boda de Prudencia, porque ella se casó, al fin, con uno que conocía desde pequeña y con el que llevaba de novia los últimos siete años, a ver si estas niñas crecen pronto, decía él, y ella le contestaba, ¿qué más te da?, si todavía no tenemos piso, pero papá les consiguió uno al lado de su pueblo, y no sé qué cambalaches hizo que les salió baratísimo, era un piso nuevo en un edificio que estaba en mitad del campo, y una tarde fuimos a verlo. ¿Os gusta este?, les preguntó, porque me parece que hay otro más grande, pero no da al sur, y ellos dijeron que sí, que querían aquel, y luego el novio de Prudencia, que se llama Serafín, dijo al jefe, no sabes lo agradecidos que estamos por lo que has hecho, no sabíamos si íbamos a tener dinero para pagarlo, pero esto ya es otra cosa, yo creo que ahora ya podemos, ¿verdad?, y Prudencia dijo, ¡jo, pues vaya regalo...!, tú ya has cumplido para lo de la boda, que si no es por ti..., y papá dijo, déjate de rollos que más me has resuelto tú, que estas niñas estaban sin madre y ese es un papel muy comprometido, hombre, tenían a Charli..., dijo ella, y todos nos reímos, ahora te casas, pero imagino que seguiréis viéndoos, hombre, eso espero, por lo menos hasta que vayan a la universidad, y luego nos fuimos a merendar a casa de los padres de Prudencia, que estaba allí al lado, adonde habíamos ido muchísimos fines de semana, desde pequeñas, cuando ella nos llevaba porque nos quedábamos solas en la casa de la plaza de La Aduana, ¡pero mira quién está aquí...!, Adriana, hija mía, y Carinita..., ¡pero qué guapísimas estáis!, y es que la madre de Prudencia es nuestra abuela, aunque no es como la de Cádiz, claro, es completamente distinta, va siempre vestida de negro y tiene los dedos deformados de trabajar la huerta, ¡ah, ya...!, pero ¿y los tomates?
Aquello sucedió cuando teníamos once años, y a nosotras nos vistió Prudencia con unos trajes de lo más historiado, como con muchos volantes, y le llevamos las arras. Charli hizo las fotos, y cuando estábamos allí, junto a los novios, con la música y todo lo demás, como él estaba detrás del cura, y no le veía, nos hacía muecas para que nos riéramos, y yo miraba a Adriana y ella miraba a otro lado, ¡jo, si es que está loco...!, y luego, en el comedor, nos pusieron cerca de la barra, junto al grifo de la cerveza, Serafín dijo, os ha tocado esta mesa, pero yo creo que es la mejor, y miró a Charli, está al lado del cañero. Mi padre todavía, pero Charli fue con vaqueros y nosotras le dijimos, ¡jo!, pero ¿tú estás mal?, ¿por qué no has traído otros pantalones?, pues porque no tengo, dijo él, y además da igual porque yo soy el fotógrafo y ya se sabe que los artistas somos muy raros, ¿tú crees que alguien se va a extrañar?, si Prudencia me conoce desde antes de que vosotras nacierais..., y además, ¿no os lo creéis?, pues vais a ver, señora madre de Prudencia, estas niñas dicen que vengo muy mal vestido, y ella se rió, ¡pero si eres el mejor de todos, qué tontería!, y nosotras nos miramos, ¿lo dices en serio?, por supuesto, hijas, tu tío es el más vistoso de los que hay por aquí cerca, ¿o no os lo parece a vosotras?, y luego le cogió por la cintura y le dijo, ¿te lo estás pasando bien?, hombre, claro, sobre todo con los langostinos, niñas, si os sobra alguno..., y la madre de Prudencia se reía y le dio a Charli en el culo, anda, anda, que no te confundan estas chavalas, y Charli nos sacó la lengua, ¿lo veis?
Luego, un día en que estábamos en casa, vi a mi padre y a mi tío juntos, estaban de pie en la cocina comiendo anchoas de un tarro y me puse con ellos, y mientras comía intenté explicarles mi punto de vista, pero volví a salir trasquilada, yo les dije, es que vosotros sois unos ordinarios..., y Charli se rió, niña, ¿dónde has aprendido esa palabra?, ¿por qué?, ¿está mal dicha?, no, qué va, está muy bien dicha, pero no se me había ocurrido que la supieras, y añadí, los padres de mis amigas van de corbata, y Charli se rió otra vez, ¿en casa?, ¡ay, no seas pesao...!, y así sucedía casi siempre, que me tomaba el pelo, pero un día él entró en casa sin que le viéramos, entró con su llave, se puso un traje de papá, uno azul oscuro, y camisa limpia y corbata de rayas, todo muy lujoso, volvió a salir y llamó al timbre. Fui a abrir y me encontré a un señor que no conocía..., ¿está don Francisco?, y yo me eché a reír, ¡aaay..., pero mira que eres tonto...!, y le cogí de la mano, entra, entra, que te tienen que ver Adriana y Prudencia, y ellas dijeron, ¡qué guaapo...!, ah, ¿nada más..?, pues sí, que te podías haber cambiado también de zapatos.
Ahora soy Adriana, y una vez que estaba con el violín en la mano Charli me dijo que tocara algo, toca algo, niña, que ya quiero oír algo serio, ¿algo de qué?, pues algo de Vivaldi, por ejemplo, ¿no sabes nada de Vivaldi?, y yo dudé, aunque al fin dije la verdad, sí, pero no tengo técnica suficiente, y Charli se rió, ¿no?, ¿tú que sabes, no tienes técnica suficiente?, ¿pues entonces cómo le llamas a lo mío?, y yo torcí el gesto, es que tú eres un aficionado..., aunque luego rectifiqué, bueno, pero tocas bien, ¿eh?, que a mí me gusta mucho escucharos cuando tocáis juntos..., sobre todo eso de Bach..., ya, el rondeau..., sí, y lo del tico tico...
Y ahora soy las dos, soy dúplice, soy Adrina y Cariana en una sola pieza, y digo que un día Charli nos dijo, venid aquí y haced lo que os diga, el tenía la cámara, a ver, ponte ahí y di a, ¿a?, sí, aaaa..., y ahora di e, eeee..., y ahora di i, y nos lo hizo a las dos, o a mí dos veces, y luego nos enseñó las fotos y en ellas aparecían Cariana y Adrina con cara de susto, ¿de susto?, bueno, y de alegría, con toda clase de caras, ¡huy, qué daño...!, ¿pues qué te pasa?, que me han pisado un pie..., y él dijo, esto son cosas antiguas, de cuando aún no habíais nacido, yo ya lo hacía entonces con otras niñas, y nosotras le miramos escamadas, ¿con otras...?, ¿con cuáles?, pues con una que tuve a mi cargo hace muchos años, era muy guapa, como vosotras, y ella me enseñó..., ¿qué te enseñó?, pues me enseñó lo que sois las niñas, imprevisibles seres de fábula que nunca dicen lo que esperas sino todo lo contrario, facultad que está al alcance de muy pocos, que yo tenía que practicar porque sabía que algún día apareceríais vosotras, ¡sí, anda...!, sí, es la verdad, y os puedo contar cosas más antiguas, ¿queréis oírlo?, sí, a ver, pues recuerdo que otra vez, cuando éramos muy pequeños, debíamos de tener ocho o nueve años, habíamos cogido el tranvía para ir a la casa de la playa, y subió una señora que llevaba pantalones, y el tranviario le dijo que ni hablar, que allí las mujeres no podían ir con pantalones, y la hizo bajarse, y eso que iba con dos niños..., ¿qué os parece?, pero es que aquellos eran otros tiempos, los tiempos del cuplé, y hablando de antigüedades, ¿a que no sabéis lo que es un coño?, y nosotras torcimos el gesto, ¿veis cómo no lo sabéis...?, pues un coño es un mechero de los que había entonces, había un modelo que llevaba una mecha de algo que parecía algodón, a aquellos también los llamaban jodevientos porque se encendían aunque hubiera un huracán, y otros que más que mecheros eran chisqueros, estos ya eran muy modernos porque se cargaban con gasolina, y los llamaban así porque, aunque entonces eran el último grito, todo el mundo tenía uno, y cuando alguien lo sacaba, los demás decían, ¡coño!, como el mío..., ¿y queréis que os cuente otra cosa aún más antigua? Pues esto sucedió un día que iba por el pasillo cuando debía de tener siete años, y al pasar junto a él sonó el teléfono, ese teléfono negro que todavía está ahí, y lo cogí y oí, su conferencia con San Sebastián tiene una demora de diez horas.
Ahora ya se os distingue mejor; por ejemplo, tú eres más alta, y por lo tanto, tú más baja, ¿yoooo...?, bueno, un centímetro o dos, que tampoco es demasiado, casi ni se nota, y además te puedes poner tacones para disimular, y ser baja también tiene sus virtudes porque el corazón no tiene que bombear la sangre tan arriba, pues tú eres alto, hombre, depende con quién me compares, si me comparas con Magic Johnson..., ¡anda, mía qué listo...!, y luego Charli, que siempre andaba enredando, se fue en pleno verano a los jardines del palacio de Aranjuez, que según ellos decían debía de ser un lugar maravilloso, todo lleno de fuentes y de flores y de árboles antiquísimos, a escuchar unas cantatas de la época del barroco, eran cantatas de Scarlatti, no puedo faltar, además, allí igual ligo, que va un personal muy raro, y cuando volvió le preguntamos, ¿ligaste con alguien?, pues no, había mucha gente, todos igualmente pijos y saltarines, pero macizas no vi ni una, no deben de andar por estos sitios, aunque la música estuvo muy bien..., ¡jo, y yo aquí, con los exámenes de septiembre!, bueno, pero ya te llevaré, no te preocupes, ¿cuándo?, en cuanto crezcas.


sábado, 20 de octubre de 2012

Recetas de cocina de mis libros


Estas son recetas de cocina que aparecen en algunos de mis libros, pues en las novelas de aventuras cabe todo.

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Sobre la vichyssoise.

Esto lo dicen Eduguá y Sandy en La aventura de las luces azules:

Eduguá:
[...] Una de aquellas noches en el Puerto de las Nieves, Louis nos enseñó a los demás a hacer vichyssoise, esa especie de sopa que dicen que inventaron los franceses  y constituye el mejor depurativo de la sangre que nunca he conocido. Nos bebíamos litros. Para desayunar, después de una noche sin dormir, no hay nada que se le pueda comparar; quizá el chocolate con churros y compota de manzana, pero eso allí era difícil de conseguir. A él le había enseñado a hacerla su madre, que era francesa, y luego yo enseñé a otras personas, porque estas cosas no conviene que se pierdan. [...]

Sandy:
[...] Eduguá, además, fue quien me enseñó a hacer vichyssoise; a él le enseñó su amigo Louis, que también estaba muy bien, y a Louis, su madre, que era francesa, de la parte de Lyon. Está tirado. Se cuece en caldo puerro, cebolla y patata, todo picado, y luego se mete la batidora y se le añade leche para aclararlo. La vichyssoise está buenísima fría, sobre todo para desayunar. [...]

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Sobre la fabada:

Receta de fabada que cuenta el Rockero en Crucita y yo:

[...]
Uno de aquellos días Crucita cometió la imprudencia de decir a Monticola lo siguiente.
–Oye, ¿cuándo nos vas a hacer una fabada? Llevas años diciéndome que vas a hacer una y aún no la he probado –y entonces el Rockero hilvanó una de las suyas.
–Hacer una fabada es muy fácil, escúchame bien, yo sólo te digo tres cosas: las fabes deben brillar. Si su piel es mate te han engañado, te han vendido del ejercicio anterior; esa es la primera... Oye, ¿no me has dicho que te lo cuente? Pues escucha. ¿Tú sabes qué es un cerdo granillero? Pues es el cerdo que necesitas, un cerdo que se ha alimentado de las bellotas y castañas caídas en el suelo; esta, la segunda. Te costará encontrarlos, pero cuando tengas ambos ingredientes, ya puedes ponerte a cocinar. Con un poco de cebolla, otro poco de ajo y unos chorros de aceite de oliva, no puedes fallar, te quedará bien hasta el pantruque. Y al final, cuando vayas a servirla, ten en cuenta que las fabes se sacan a la mesa en una sopera del siglo XVIII, una sopera del Barroco; si no, no es lo mismo... ¡Ah!, y la tercera, que se me olvidaba. Si se toma café debe ser de puchero, y, en plan de rizar el rizo, es mejor tomarlo por el culo; hace muchísimo menos daño. Sí, no os riáis. El café, a partir de ciertas edades, es mal admitido por el estómago y se debe tomar directamente por el intestino grueso en forma de lavativa. ¿Os seguís riendo? Bueno, ya os enteraréis de mayores de lo que vale un peine. ¡Qué atrevidas sois las jóvenes! [...]

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Carta de un restaurante y manejos culinarios que Juan Evangelista cita en el último libro de sus aventuras, Perpétuum móbile.

[...]
¿Qué decir, por ejemplo, de las patatas meneás, cuyos únicos condimentos son ingredientes tan humildes como el laurel y el pimentón, o del limón de la Peña de Francia, esa inhabitual ensalada de los días de fiesta en las remotas dehesas de mis antepasados? Aquello, seguramente, se aderezaba ya a finales del siglo XVII, y cuando la probé percibí una oleada de viejos recuerdos que me trasladaron hasta mi más antigua infancia.
Allí estaba el aya, y a su lado la cocinera que oficiaba en casa de mis padres, señora de abundante aspecto y ojos llenos de curiosidad. Las dos me contemplaban con asombro, pues mis tempranas anomalías, de las que tanto dije, eran la mayor preocupación de cuantos habitaban en mi primera morada, pero cuando vieron que aceptaba sin reparos lo que en aquella ocasión habían preparado, que no habían sido pocos los experimentos anteriores que rechacé –y ello sin decir nada de la repugnancia que me provocaba la leche materna–, el clamor nació en el primer piso, ¡el niño ha comido!, ¡el niño ha comido...!, se trasladó a los cuartos de la servidumbre y desde allí llegó a la planta baja, a la ingente cocina y sus dependencias, a la huerta, los cobertizos, almacenes y tinglados que había adosados a la altísima pared de piedra que nos separaba del mundo exterior, y como todo ello sucediera un buen día a la hora del Ángelus, fue tomado como un prodigioso signo de la voluntad divina y celebrado con raciones extras para la servidumbre y el ganado, y poco faltó (ahora que lo pienso) para que repicaran también las campanas de la vecina catedral.
¿Y qué era ello? Antes le di el farragoso nombre de puré de la manzana del amor añadido de tenues, abundantes y transparentes tirillas de jamón, pero hoy, cavilando sobre ello, creo que se le podría aplicar otro más parco y acorde con su índole, cual es el de gazpacho de pastor, pues tal es la forma en que actualmente se conoce esta mixtura en los restaurantes y lujosos paradores de mi país.
Tiempo me faltó, una vez que recordé con precisión semejante episodio, para poner manos a la obra, y armado de batidoras y afilados cuchillos dar punto acertado a tan suculento manjar, por supuesto desconocido en nuestras latitudes, lo que constituyó uno más de los experimentos que por aquellos tiempos llevé a cabo y culminé bautizando como origen de la vida, golosina que disfrutó de perdurable éxito entre la clientela extranjera, que nunca había podido imaginar algo semejante.
Luego inventé la paella de ajo, simple conjunción del arroz mediterráneo y la sopa de ajo, que llegó a mi cabeza como descendida de los cielos durante una de mis habituales ensoñaciones de perpetuo insomne, y más tarde puse a punto la olla ferroviaria, que se componía de carne, patatas, alubias y berza, y que quienes hayan seguido mis pasos recordarán como producto de aquella noche en que, habiendo comenzado a nevar de manera inopinada, nos quedamos atascados en la locomotora del ferrocarril que nos trasladaba por las llanuras norteñas de la provincia de Palencia, cuando hicimos el potaje con carne de lobo.
Pocas comidas de enjundia son típicas del país que entonces me acogía, pero fiado en mis artes y recuerdos, pues una larga vida aporta multitud de conocimientos, transformé la carta que había escrito la negra en historiado documento, y allí se daban cita y se encontraban los orígenes de la vida con el nuégados y el alajú, las costradas con los ajoarrieros y las sopas de bestia cansada, y los lomos y perniles, puro magro añejo de gigantesco cerdo negro como los que en aquellos tiempos hozaban en libertad en los encinares y dehesas de los campos que me vieron nacer, con las chuletas del campo charro, que mis corresponsales de la vieja Miróbriga, con quienes me había puesto en contacto, me enviaban por avión.
Pero no quiero seguir con fastidiosos comentarios acerca de lo que de sí puede dar una cocina, de forma que, saltándonos buena parte de lo que cabría decir, hablemos para finalizar de la leche búlgara.
–Tómese este bebedizo, que le arreglará el cuerpo.
El pipío Marlowe miraba con prevención el vaso que le presentaba.
–¿Qué es esto?
–Lactobacíllum bulgáricum con mermelada de tomate. Le aseguro que se parece a la droga de la eterna juventud, y aunque a usted no le importe semejante extremo, le sentará de maravilla a su hígado.
El pipío Marlowe lo probó, hizo una mueca y apuró lo que quedaba. Luego se limpió la boca con el dorso de la mano.
–¿Puede ponerme un poco más? Creo que me vendrá bien antes de las cervezas. Ta güeno, cuñao...
–Sí, claro, y le pondré también un acompañamiento de gajos de mandarina, que es usted cliente distinguido de la casa; ya lo sabe. Además, ¿le parece si nos tomamos esas cervezas en la terraza? Creo que la brisa de hoy nos refrescará.
... pero a la postre mis manejos eran muy limitados, sobre todo si los comparaba con las cosas que pude leer en los libros que trataban tales asuntos, a los que pronto me aficioné. El gran Leonardo da Vinci, por ejemplo, que siempre desatendió su trabajo de artista pues no le producía sino sinsabores, distinguía sobre todas las cosas el artefacto mecánico para confeccionar espaguetis, que era su invento preferido; tenía en la más alta estima su labor como jefe de cocinas de Ludovico Sforza, Gran Duque de Milán, y para los banquetes contrataba a cuantos escultores podía y los empleaba en tallar zanahorias y nabos en forma de caballitos de mar, y, en fin, con ocasión de algún regio y nupcial acontecimiento, confeccionó con mazapán un modelo del Palacio Ducal del tamaño de un campo de tenis. Díganme ustedes si tan altas empresas admiten comparación con mis modestos tejemanejes, pero ello nunca me desanimó y procuré en todo momento superarme. Y ahora, dejémonos de comentarios y prosigamos con el interminable cuento, del que aún restan algunas secuencias.
[...]

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 Si queréis más, podéis seguir en este enlace:


 


jueves, 17 de mayo de 2012

En una playa africana


Este es un trozo de uno de mis libros (el denominado Dios conmigo, ambientado en la Edad Media), y refiere cómo un personaje de fines del siglo XII, en el curso de sus aventuras se bañó en el Atlántico africano, seguramente por la parte sur de Marruecos.

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[...] y una vez que hubimos instalado el campamento en una solitaria ensenada de aquella costa, lugar en el que comenzaba un larguísimo arenal que se prolongaba hasta el lejano horizonte, tras dejar allí la tropa y recomendarles que me aguardaran...
...comencé a caminar por la playa hasta que perdí de vista a mis acompañantes. Hacia cualquier lado que mirara sólo veía la roja tierra de la ribera y el mar, pero al fin, armándome de valor, bajo el sol me despojé de todos aquellos atalajes y con suma precaución me dirigí hacia las alborotadas aguas marinas. No eran aquéllas mansas como las del Mare Nóstrum que conocí una buena tarde y tantas veces te he narrado, sino encrespadas por la fuerza de los constantes vientos, pero deseando dejar atrás cuanto antes mis dolencias, con infinitas precauciones y no sin haber rogado a Dios que me conservara a salvo en lo que pretendía, me introduje en su seno, en donde permanecí durante largo rato dejando que las tumultuosas olas me derribaran una y otra vez. No pienses que resultó incómodo, pues antes al contrario disfruté como nunca con el contacto del agua salada, y a cada momento creía percibir que seres de ese mundo, los tritones y nereidas que lo habitan, me acompañaban en mis torpes evoluciones. Tan sólo eché en falta tu presencia, que bien seguro sé que hubieras disfrutado en aquel lugar solitario como disfruté yo.
Más tarde anocheció con los mil colores del ocaso, pero no me apeteció volver al campamento sino permanecer allí, bajo el cielo de un lugar extraño, y observar fenómenos celestes en los que quizá encontrara alguna novedad. No fue tal el caso, pues acudieron las lumbreras del cielo que conocemos y todo pareció transcurrir dentro de la mayor de las armonías, aunque quizá mi vigilia fue favorecida por un mayor número de estrellas errantes. Aproveché las horas nocturnas para repetir mis inmersiones, y cuando amaneció me sumergí por última vez, y al mismo tiempo de ver nacer desde las aguas el astro rey pensé que aquellos achaques, aquellos sudores fríos que durante días me habían mantenido lisiado, se los habían llevado los habitantes del mar, por lo que les estoy agradecido. Después, sintiéndome totalmente curado, me rehice en mis vestiduras y me dispuse a presentarme de nuevo ante mis semejantes.
Dame noticias de nuestros hijos por este mismo conducto, y cuéntame cómo va todo y si ha sucedido alguna novedad que deba conocer. Nuestra travesía no se dilatará mucho más, pues lo que vinimos a tratar está cumplido y es seguro que en breve regresaremos...

martes, 27 de marzo de 2012

Vacaciones de Semana Santa


Esta es la historia de Pipo y Azucena, dos hermanos de trece y catorce años que, conducidos por la mulata Patricia, una chica jamaicana guapísima a la que tienen de institutriz, hacen un viaje por Castilla la vieja aprovechando las vacaciones de Semana Santa.
Pertenece a una de mis novelas, la que lleva por nombre «Las estaciones», y, dadas las fechas, me ha parecido apropiado para meterlo aquí.
Si se mira bien, resulta que este fragmento también podría ser una glosa de las excelencias de la región aludida, o una página de la mejor publicidad sobre ella, tales son las cosas que se dicen.

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Vacaciones de Semana Santa

A los pocos días nos dieron las vacaciones de Semana Santa, pero antes nos dieron las notas, y como a Azucena le suspendieron no sé cuántas, mamá le dijo que de irse con Rosana y sus padres a la costa, nada, que mi hermana ya se las prometía muy felices y se quedó bastante triste, y entonces, al día siguiente, Patricia dijo que ya estaba bien de desgracias y de malas caras y de jugar con el ordenador –sobre todo a aquello de Némesis del Espacio Profundo, aunque seguía sin poder dejar a mi gusto a la mulata que allí salía y mucho menos ganar, que era lo bueno y cuando podías desvestir a la que habías elegido–, que me iba a quedar tonto y lo que teníamos que hacer era irnos a algún lado, a la playa o a cualquier otro sitio que estuviera lejos de casa, que andando por esos caminos se aprenden muchas cosas que vosotros no sabéis, así dijo, y ya que estás ahí, ante esa máquina, busca algún sitio al que podamos ir, y estuvimos mirando en internet y encontramos muchísimos, todos con fotos, y entre ellos uno que se llamaba El Confital, Azucena decía la confitería, la Casa de los Coroneles, una casa que, según Patricia, era como alguna de su pueblo, allá en Jamaica, en el Caribe.
–¿A que no sabes lo que es el Caribe?
–¡Hombre, no...! Un mar. El mar de tu tierra.
–Muy bien, Pipo, muy bien... Bueno, y ahora, ¿a que no sabes lo que es la ruta del románico?
–¿Del qué?
–¡Ah! ¿Ni siquiera sabes lo que es el románico?
–No. ¿Qué es?
–Pipo, no me extraña que te suspendan... Es un estilo arquitectónico del siglo XII.
–¿Y qué?
–Nada. A ver, busca la ruta del románico.
... y yo lo busqué y encontramos muchas cosas que a Patricia le interesaron, incluso montones de fotos con el cielo muy azul, y entonces ella se puso de acuerdo con mamá y al día siguiente por la mañana nos montamos en el coche los tres y nos fuimos de viaje, aunque no a la playa sino a aquello de la ruta del románico que yo no sabía lo que era, a Castilla la Vieja, que es muy grande y muy ancha y hay muchísimos sitios bonitos para ver. ¿Tú crees...?, le dijo Azucena, que no quería ir y separada de su amiga Rosana estaba bastante enfurruñada, y Patricia le contestó, pues claro, mujer, ya verás qué cantidad de pueblos y sitios nuevos vamos a encontrar, y Azucena dijo, ¡jo, pues vaya rollazo!, y Patricia, que no quería discutir, dijo, bueno, bueno, ya veremos, y como mi hermana llenó una maleta de ropa, Patricia le dijo que ni hablar, ¿quieres ir cargando con todo eso por el campo...?, porque nos vamos al campo, ¿eh?, y allí no te va a ver nadie; no, déjalo todo ahí, ponte unos zapatos buenos y unos vaqueros, coge unas camisetas y andando, y entonces Azucena dijo, ¡sí, anda, todos los días con lo mismo!, pero Patricia la convenció, y durante aquellos días, que no fueron muchos, sólo cinco o seis, Azucena fue vestida igual, que era raro, pero aquella vez lo hizo, y como de todas formas los vaqueros eran apretados y un poco cortos, o sea, que se le veían los calcetines y un trozo de pierna y le quedaban bien, estuvo todo el tiempo mirándose en los escaparates y en los cristales de los coches que estaban aparcados y casi no protestó. Luego resultó que lo que más le gustaba era un jersey de Patricia que le quedaba bastante grande, le sobraba por todas partes, sobre todo de largo y por las mangas, pero dijo que era lo que más le gustaba y que no se lo iba a quitar, y luego le preguntó que si se lo regalaba y Patricia se quedó sorprendida, ¿lo quieres?, pues para ti, mujer, ¡ay, sí, sí, gracias...!, ya verás, no me lo voy a quitar en todo el camino, ¡jo, es que es más guay...!, y no hacía más que mirarse en el espejo de la habitación y darse vueltas.
Patricia quería conocer Castilla porque decía que era el sitio en donde se había desarrollado buena parte de la historia de nuestro país, ese país tan grande y complicado que se llama España, la historia que ella estaba estudiando, que le interesaba mucho, y allá fuimos, pero a Patricia no le gustaban las ciudades, que decía que nunca sabía qué hacer en ellas con aquel coche tan grande y que dejándolo por ahí nos iban a romper un cristal y a robar todo lo que llevábamos, que en realidad no era casi nada, y con aquello resultó que a ciudades fuimos a pocas y estuvimos todo el tiempo de pueblo en pueblo. Llegábamos a uno, dejábamos el coche en una calle y nos íbamos a andar por él y a buscar el barrio antiguo y la plaza, y si es mayor, mejor, porque en todos estos sitios hay plaza mayor; fijaos, ayer estuvimos en dos en los que había plaza mayor, hasta una llena de soportales de piedra y con una iglesia muy antigua en un extremo, y hoy vamos a ver otras, ¿no?
En el coche había un mapa y Patricia fue todo el tiempo mirándolo, dando vueltas y diciendo, y ahora vamos a ir a Madrigal, y ahora a Peñaranda, y ahora a no sé dónde, y luego decía otros nombres y fuimos a todos, desde luego hicimos muchísimos kilómetros en aquellos días y vimos varias procesiones de las que hay en Semana Santa, la primera de casualidad porque la encontramos al llegar a uno de los pueblos, un sitio en el que no dejaban pasar a los coches y nos tuvieron bastante rato parados, y luego, buscándolas y preguntando en dónde había las más raras, nos encaminaron a un lugar que estaba por allí cerca y en el que la procesión era en las afueras, en mitad del campo, y además había que levantarse muy temprano, cuando amanecía o antes, y resultó que en aquel pueblo no había ningún hotel ni nada que se le pareciera, pero una señora de un bar nos dijo que si queríamos podíamos dormir en su casa, que tenía un cuarto con tres camas y que si aquello nos convenía que fuéramos, ustedes verán, y Patricia nos dijo, qué, ¿os atrevéis a dormir en una casa de un pueblo de verdad?, y Azucena le contestó, sí, ¿por qué no?, pero cuando entramos lo entendimos porque la casa era viejísima y todos los suelos rechinaban como si se fueran a hundir y tragarnos para siempre. La señora nos llevó a la habitación, que era enorme y muy baja, encendió la luz, una luz que colgaba del techo, y dijo, aquí es, ¿les gusta?, y aunque el sitio era bastante raro nosotros dijimos que sí, que claro, y nos fuimos a pasear por el pueblo, en donde cenamos.
Luego, cuando volvimos, a Azucena y a mí nos extrañó todo, los muebles, los cuadros llenos de polvo, las mantas de las camas, que eran como antiguas, y hasta las mismas camas, que estaban muy frías, y cuando hubimos revisado los objetos que contenía aquella gran habitación, Patricia dijo, niños, cada uno a su cama, y entonces Azucena casi chilló, ¡ah, no, que yo no me desvisto delante de ése!, y Patricia apagó la luz y dijo, venga, que ahora no te ve, y riéndose añadió, ¡venga, niña, que enciendo...!, y se oyó a Azucena desvestirse a toda velocidad y gritar, ¡ayyy...!, ¡oye, no, espera, espera...!, y luego dijo, ¡ya!, y cuando Patricia encendió la luz ella estaba tapada hasta el cuello y yo en mi cama. Entonces Patricia nos dijo, esto sí que es raro, ¿verdad? Fijaos, estamos en medio de Castilla la Vieja, en un pueblo perdido que casi no tiene luz, porque la han debido de poner hace poco, ni carretera ni nada..., ¡oye, carretera sí tiene!, que nosotros hemos venido por ella, bueno, sí, pero no es una carretera importante sino sólo una carretera que viene a este pueblo, o sea que por aquí no pasa nadie y no hay turistas ni nada de eso, sólo los de aquí y los de los pueblos de al lado que han venido a ver la procesión de mañana. Estamos casi como en el siglo XII, o el XIII, cuando aquello de la Reconquista y estas tierras cambiaban de dueño todos los años y los reyes de León y Castilla las repoblaban con gentes que traían de otras partes para que los musulmanes no volvieran a instalarse en ellas... ¿No os habéis fijado en que no se oye ni un ruido?, y nosotros prestamos oído y tuvimos que convenir en que era verdad porque no se oía nada, sólo algún golpe lejano de vez en cuando, que seguramente era la señora de la casa trajinando, un perro que ladró un par de veces y un coche que pasó a lo lejos, aunque casi ni se le oyó. Sí, no se oye nada, dijo Patricia, como en los lugares encantados, y menos ese rumor que se escucha siempre que estás en una ciudad, todos los coches lejanos y los motores de la civilización..., y allá arriba estarán las estrellas como siempre han estado y a nuestro alrededor los enormes bosques, esos pinares llenos de animales salvajes que llevan viviendo aquí desde el principio de los tiempos..., y ahora, fijaos en esto, y nosotros miramos y Patricia abrió las contraventanas de madera vieja, encendió unas velas que había encima de un mueble y apagó la luz, y entonces, con todas aquellas sombras y luces temblequeantes sí que de verdad me pareció que habíamos retrocedido en el tiempo y estábamos en algún lugar de los que aparecen en los programas de ordenador, en los de misterio..., bueno, y en los libros, para qué voy a decir otra cosa, que son de los pocos sitios en donde uno puede encontrar mundos nuevos, más rodeados por todos aquellos muebles viejísimos, y a través de la ventana, que era muy pequeña, vi que parpadeaban unas luces, esas luces que en la ciudad y entre sus nieblas casi nunca puedes distinguir...
Luego Patricia dijo, niño, ponte mirando a la pared, y yo pregunté, ¿para qué?, y ella dijo, venga, date la vuelta que ahora me toca a mí desvestirme, y yo hice como que hacía lo que me mandaba pero procuré no perder del todo el punto de vista, aunque ella se dio cuenta, claro, y dijo, Pipo, ¿quieres ponerte mirando a la pared?, y no me quedó más remedio que hacerlo, y luego, cuando estábamos los tres en la cama, pasamos horas hablando y riéndonos porque las camas eran rarísimas, muy antiguas y llenas de bultos, y ellas no sé, pero yo, desde luego, estuve la noche entera dando vueltas.
Por la mañana, que estaba todo oscuro, Azucena sí que protestó un poco porque decía que casi no había dormido, pero Patricia le quitó las sábanas y ella, aunque se enfadó y gritó, se tuvo que levantar, más que nada porque sólo tenía puesta una camiseta y unas bragas y decía que yo la miraba, y yo, para hacerla rabiar, me puse a mirarla y ella intentó darme, pero yo me aparté, y entonces, de pura rabia, llamó a Patricia no sé qué y Patricia hizo como que se enfadaba y le mandó que se levantara y se diera prisa, que si no, nos íbamos a perder la procesión, y al final fuimos, ellas bastante serias, que estaba todo nublado y como si fuera a llover. Nos pusimos al borde de una carretera estrecha, sentados en una tapia, aunque cuando aparecieron los primeros nos levantamos y los vimos pasar de pie, y al cabo de un rato desfiló la procesión entera, que era un montón de señores con la cara tapada, vestidos de negro y descalzos, todos con las velas apagadas y humeando porque hacía bastante viento, y entre ellos varios que tocaban el tambor, unos tambores grandes y en los que sólo daban un golpe, ¡pum!, y al cabo de un rato otro, ¡pum!, y luego otra vez, y todos callados y como mirando hacia el suelo y andando muy despacio, y al final, entre varios, traían una cruz de madera que debía de pesar bastante. Todos pasaron por allí, por la carretera, y se perdieron en dirección al pueblo, y nosotros y más gente que había mirando los seguimos y acabamos en una plaza que estaba atestada y en una de cuyas esquinas había una iglesia viejísima con toda la piedra carcomida por el agua –y por el tiempo; eso, y por el tiempo–, y allí se metieron los que pudieron, aunque la mayor parte de la gente se quedó en la calle, nosotros entre ellos, mientras la campana de la iglesia sonaba a cada poco, como antes los tambores, y luego no sé qué ocurrió que salieron todos otra vez y la gente entró en los bares que había por allí y Patricia dijo, bueno, pues habrá que desayunar, ¿no?, y entramos también nosotros en uno que estaba lleno de gente gritando, incluso algunos de los de la procesión, aunque entonces ya no llevaban la cara tapada, y pedimos cola caos y unas galletas muy raras y estuvimos en aquella mesa durante mucho rato mirando lo que sucedía a nuestro alrededor, toda la gente bebiendo copas y hablando en alto, y a Azucena, con lo del cola cao y el griterío, que en vez de las ocho de la mañana parecía que eran las doce, se le pasó todo y dijo a Patricia, oye, perdona, ¿eh?, que es que lo de antes no te lo quería decir..., y luego me miró bastante seria y dijo, y tú cállate, ¿eh?, que no estoy hablando contigo, y yo seguí con mi taza y las galletas e hice como que no la había oído, pero ellas se arreglaron y se pasaron el día entero andando cogidas de la mano, Azucena de lo más cariñosa y haciendo tonterías, que seguramente se había arrepentido de su arrebato y debía de querer hacer méritos, y por la tarde, sin que viniera a cuento, cuando estábamos viendo la puesta de sol en mitad de la llanura infinita y subidos en unas peñas, como ella estaba sentada a mi lado, fue y me dio un beso, yo creo que se lo había dicho Patricia, me cogió por un hombro y me dio un beso en la cara y luego se quedó mirándome mucho rato, seguramente a ver qué decía yo, pero yo no dije nada porque la había entendido de sobra, y es que Azucena es mi hermana, y aunque es bastante bruta, eso me da igual porque es mi hermana.
Luego continuamos aquella excursión tan larga y atravesamos casi todos los pueblos, bosques, páramos y barrancos de Castilla, y cada vez que encontrábamos un pantano o un río Patricia paraba el coche, ¡vaya sitio más bueno...!, e íbamos hasta la orilla, y aunque a veces daba marcha atrás y decía que de bañarse en aquel sitio ni hablar, que nos podíamos ahogar los tres, otras veces, sobre todo en los ríos que tenían piedras en las orillas, decía que sí, y que si no teníamos mucho frío que nos metiéramos en el agua, y una tarde, en un sitio precioso y lleno de arboledas sin fin, al borde de un canal, porque aquello no era un río sino una presa pequeña que había en un canal, Azucena dijo que no le apetecía ponerse el traje de baño y que si se podía bañar así, ¿cómo así?, pues me quito la ropa y con la de debajo..., y Patricia dijo, bueno, si a tu hermano no le importa..., pero a Azucena aquello le daba igual, bueno, si le importa que se fastidie, además, ¡como no hace más que mirar...!, y se quitó las botas, luego los calcetines, luego los pantalones, todo esto haciéndose la desentendida, y luego, ya mirándome, también la camiseta, y aunque me miraba a ver si yo la miraba, me hice el loco y dije, ah, pues yo también, ¿para qué me voy a poner el traje de baño?, total, los calzoncillos son como un bermudas, ¿no?, ¿no qué?, que los calzoncillos son como unos bermudas de esos y a mí me da igual, bueno, pues báñate como quieras, y le dije, ¿y tú?, y entonces Azucena se rió, ¿lo ves?, ¿lo ves?, si es que no quiere más que verte..., pero Patricia dijo, no, yo así, y se quitó la ropa y ella sí que llevaba debajo un traje de baño, y nos metimos en el agua que estaba helada, vamos, estaba congelada y sólo pudimos entrar y salir, pero mientras estuvimos allí vinieron los pájaros a vernos y estuvieron todo el rato saltando y haciendo ruido en los árboles que había encima de nosotros, y luego salimos y Patricia dijo que no nos vistiéramos con la ropa mojada, que nos la quitáramos y nos pusiéramos la que traíamos, y Azucena le dijo, ¿pero así, sin nada debajo?, sí, qué más da, ahora te secas, y luego, cuando vayamos al hotel, te duchas y te vuelves a poner a tu gusto, ¡ya, pero es que no me voy a desnudar delante de éste...!, y Patricia dijo, no, delante no, os volvéis de espaldas y así ninguno ve al otro, ¡venga, niños!, que os vais a quedar helados, y de aquella manera fue la cosa. Azucena se volvió a encasquetar los vaqueros y el jersey grandísimo y dijo que iba a ir siempre vestida así, sin nada debajo, que era mucho mejor, y como tenía el pelo mojado hasta yo la encontré bien, el día que digo estaba más guapa que en otras ocasiones, cuando se maqueaba y pintaba para ir a la discoteca, aunque fuera poco.
Aquellos días fueron fantásticos, todo el tiempo de pueblo en pueblo y parando en todas partes, recorriendo calles y plazas y castillos y ruinas sin parar y Patricia haciendo fotos de todo lo que veía, algunas veces con nosotros delante y otras sólo el paisaje, comiendo sopas gordísimas y una cantidad de carne como nunca habíamos comido, sobre todo cordero churruscante, que era lo que más me gustaba, y también chuletas enormes, pero es que aquella carne era de la buena porque alrededor de nosotros todo eran mieses y relucientes campos con rebaños de vacas, y hasta Azucena, que al principio no quería venir, cuando el domingo por la mañana Patricia dijo que teníamos que volver a casa, contestó que no le apetecía nada y que prefería quedarse a vivir por allí, y entonces Patricia le dijo, oye, ¿y tu ropa?, porque estarás deseando cambiarte y ponerte algo más elegante, ¿no?, y Azucena dijo que no, que no le importaba nada y que prefería estar así vestida, con las botas y los pantalones vaqueros y el jersey grandísimo, que se estaba muy bien, y luego añadió, ¡jo!, es que ahora..., otra vez, volver a la ciudad, y a casa..., y Patricia movió los hombros, ¿qué pasa?, nada, que se está muy bien aquí, y se puso medio ñoña, se agarró a Patricia y le dijo, oye, ¿para qué vamos a volver?, nos podemos quedar unos días más, ¿no...?, ¡anda, llama a mamá y se lo dices!, pero Patricia dijo que ni hablar, ¡niña, que tienes que ir al colegio!, y tu hermano también..., ¡qué más quisiera yo que quedarme!, pero no puede ser..., y además, ¿no decías que no te gustaba esto y que era una pesadez?, y Azucena tuvo que reconocer que lo había pasado muy bien. Bueno, pero volvemos a la noche, ¿eh?, que hasta la noche aún podemos ir a algún sitio y comer en un bar de esos..., ¿de cuáles?, pues de esos de los pueblos, que la comida de aquí está buenísima, y Patricia se reía aún más, ¡pero, niña!, ¿se te han olvidado ya las pizzas...?

miércoles, 29 de febrero de 2012

Nuevo libro llamado "Ojos azules"



Me he sacado de la manga un nuevo libro, que no es mala manera de comenzar un nuevo año. En realidad no es que me lo haya sacado de la manga, sino que he dedicado el 2011 entero a escribirlo.
Por sus páginas desfilan flores, omómidos, australopitecos, neandertales (hasta aquí antecesores de las personas), nómadas, agricultores, guerreros, fenicios, romanos, bárbaros, clérigos y nobles, piratas en Tierra Firme, venecianos dieciochescos, especímenes del Homo ludens y androides, y cada uno de ellos cuenta su particular aventura..., o lo que es lo mismo, es un libro compuesto de episodios en el que, a muy grandes rasgos, se describe la evolución de nuestra especie.
Al principio se llamaba Eslabones de una cadena, y poco después Cómo hemos llegado hasta aquí (dado que es una sucesión de aventuras, también lo podría haber titulado Cuadros de una exposición), pero como todo lo anterior me parecía muy complicado y lo que engarza las diversas historietas es el hecho (esto son las leyes de Mendel) de que sus protagonistas, que descienden unos de otros, tienen los ojos azules, al final (un mes antes de acabar) le cambié el nombre y con ese (Ojos azules) se ha quedado.
Aquí debajo pongo un par de páginas del texto. Es el final de la aventura de los australopitecos, famélicos seres que, hace cinco millones de años y en las orillas de un lago, andan buscando cualquier cosa que les sirva de merienda.

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Australopitecos en las orillas de un lago (final)

[...]
A media tarde, cuando los rayos del sol declinan hacia el ocaso y el tropel de desconfiados seres comienza a preludiar la retirada hacia los cuarteles nocturnos, un nuevo golpe de suerte que completará tan provechosa jornada surge inopinado ante sus ojos. En el embarrado fondo de una de las angosturas que festonean las aguas lacustres se muestra, descarado y reciente, un sucio y monstruoso nido semejante al que acaban de devastar. Sin embargo, algo retiene a aquellos seres famélicos, que lo contemplan indecisos desde las peñas que circundan el lugar. Debajo de ellos reposa el deseado trofeo blanco y oval, inmóvil, a su inmediato alcance, pero ninguno se atreve a dar el primer paso y ventean el aire como si temieran una asechanza. Dudan, y alternativamente dirigen su mirada hacia el nido y el cielo, pero es tal su privación que al fin uno de ellos, seguramente el más hambriento, harto a regañadientes se descuelga por las rocas hasta casi rozar la charca, y alargando uno de los brazos intenta alcanzar el huevo más próximo. No lo consigue, y tras contemplarlo frunciendo los ojos y torciendo la cabeza repetidamente, regresa con prisa junto a sus expectantes compañeros en lo alto de la peña.
Es entonces el joven de pelo rizado quien toma la iniciativa. Resoplando con vigor desciende por la pared de piedra hasta el fondo del embudo y se arroja de pie a la poza. Allí mantiene precariamente el equilibrio, pero ahora los huevos están a su alcance, y tomando el más cercano hinca en la cáscara los dientes con avidez. Desde su interior se derrama la apetecida sustancia, cuya mayor parte cae sobre el agua cenagosa, y él levanta la vista hacia los demás, que le contemplan anhelantes, con un malicioso ademán de triunfo..., pero he aquí que la naturaleza, tan generosa en ocasiones, se muestra pérfida y cruel en otras, y nuestro personaje –héroe de aquel día, que dijimos– siente de improviso cómo bajo sus pies se descubre una oculta y quién sabe cuán profunda sima...
–El suelo no existe –piensa entre nieblas–, sino sólo la amarillenta sustancia capaz de saciarme. Es hora de absorber los dones que a costa de sudor y lágrimas de sangre encontramos los más fuertes, los más capaces...
Sus pies se hunden imperceptiblemente en el viscoso asiento, y mientras toma con avaricia otro de los huevos y lo tritura ruidosa y apresuradamente, algunos de quienes desde arriba le observan comienzan a darse cuenta de que algo no va bien. La inmovilidad los atenaza, y sus bocas permanecen abiertas por el asombro, pero de ellas sólo brotan apagados estertores en los que puede advertirse la alarma.
Un significativo burbujear surge de la laguna, y quien se deleita engullendo con regodeo la amarillenta y monstruosa yema se tambalea hasta casi perder el equilibrio, aunque se rehace, y con gesto feroz toma un nuevo huevo y lo levanta hacia el cielo. Luego, mientras se hunde en la ciénaga hasta las rodillas, lo estrella con rabia contra su cabeza dejando que los líquidos que contiene le chorreen cuerpo abajo, y al fin, tras soportar impávido y atragantado la avalancha, emite un ruido agudo y discordante que recuerda a la estúpida risa de los borrachos.
Los que observan la escena, antes envidiosos pero ahora enmudecidos, rebullen a cada momento más inquietos, y luego, como obedeciendo a una señal, prorrumpen en un coro de gritos desesperados que presagian la catástrofe final.
Ya el agua polvorienta llega hasta la cintura de quien en ella está sumergido, pero nuestro personaje ha entrado en un rapto de enajenación que le impide darse cuenta de lo que sucede. Arrebatado por una emoción difícil de definir, y ofuscados sus sentidos ante los elementos que le aferran, encadena histéricos e irracionales movimientos que recrudecen su comprometida situación, pues atiborrado por el hartazgo de la deseada sustancia, atropelladamente destroza los huevos acompañado de mayúsculo desenfreno, y mientras vociferando los tritura y disemina la sustancia en las aguas, otros se los arroja por encima y deja que el contenido se derrame sobre sus hirsutas y ensortijadas greñas. Su cuerpo se hunde a cada nuevo golpe en el charco de barro que parece absorberlo, y pronto no es sino la cabeza y los hombros y los brazos alzados al cielo lo que sobresale de la marisma.
Es aquella escena de gran confusión, y a la vez que el accidentado se debate desesperada e inútilmente, los espectadores se encogen y ni por asomo se les ocurre prestarle la necesaria ayuda, y mientras unos descienden de la peña por la parte trasera y clamando como energúmenos se internan en la espesura, otros se agrupan sobre ella y desde allí contemplan huraños y retraídos el último acto del infausto y disparatado drama.
Al final, entre burbujas y espumarajos desaparece en el barro la última mano gesticulante manchada de yema y sólo quedan delatoras trazas de color amarillo que flotan durante unos instantes sobre el agua turbia, y quienes desde la peña aún observan lo sucedido, olvidados al instante de la tragedia que se ha abatido sobre ellos gruñen de nuevo descontentos y con avidez, pues evocan con precisión las extraordinarias cualidades de la sustancia que irremediablemente se pierde.
Poco a poco se apartan y descienden de la piedra por lugar seguro, y volviendo repetidamente la mirada atrás regresan hacia el bosque, en cuyas fragosidades se encuentra el cubil que frecuentan durante aquellas noches, y cuando el último de los errantes y cariacontecidos seres desaparece entre la fronda, sólo queda el escenario silencioso, las lejanas y traidoras aguas del lago y sus orillas cenagosas, el aún burbujeante charco de barro, la selvática espesura y los pájaros que a todas horas revolotean sobre ella; la naturaleza indiferente, en suma, que nunca cesa en su eterno manifestarse, y es tal la quietud del paisaje, y su inalterable monotonía, que de verdad parece que nada ha sucedido.

lunes, 29 de agosto de 2011

Baño al atardecer




Aprovechando que decae el verano (ya se nota que el ocaso se presenta más temprano), coloco aquí esta foto, una de las de la estación que declina. Y aprovechando que pongo esta imagen (trucada hasta lo inverosímil, pues ni yo sé lo que he hecho durante alguna de las noches que nos han precedido), me largo uno de mis textos, que en esta ocasión es una de las múltiples escenas de el Viaje al verano. (Uno de los primeros libros que escribí, que data de 1996).

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Pablito clavó un clavito era un periodista del corazón más simple que un ser unidimensional y con peores ideas que un caimán del Caribe. Pablito clavó un clavito creía en la redención del género humano por los ordenadores, y tenía en la cabecera de la cama una foto del Reverendo Microondas, un broker significado. Gastaba chaqueta de cuadros y gafas de montura de titanio, y a sus escasos años ya se le adivinaba una alopecia importante. Pablito clavó un clavito paraba a veces por el establecimiento de Paco el negro, nadie sabía para qué. Cuando, una de aquellas veces, vio a Laura bailando en el bar, una noche en que por casualidad estaba allí antes de irse a acostar, primero se sobresaltó, y luego una luz, cosa rara, se encendió en su cerebro.
–(La próxima vez me traigo la cámara) –pensó, y eso fue lo que hizo.
Al día siguiente se colocó con pinzas una cámara de espía detrás de la corbata y se acercó a «El Paraíso Terrenal» a probar fortuna. Laura, aquella noche, no hizo acto de presencia porque estaba cenando en la suite amarilla con Tamara, que era una de sus preferidas, y un banquero.
Tamara, que era rubia, de un rubio pajizo, y tenía los ojos verdes, estaba como loca.
–Fíjate, ¡es como si tuviéramos una niña...! –le decía al banquero.
Éste no acababa de entender.
–Oye, pero que yo venía...
Tamara se levantaba de la silla a todo correr y le tapaba la boca con la mano.
–Para el carro, tritón..., que hay moros en la costa.
Laura, que se estaba metiendo entre pecho y espalda una perdiz a la souvaroff –rellena de foie-gras y trufas–, se divertía muchísimo con aquellas escenas.
–Otra vez, ¡házselo otra vez...!
El banquero estaba como acogotado. No había ni empezado su perdiz.
–¡Come! –le decía Laura–. Venga, ¡come...!
El banquero miraba alternativamente a Tamara y a Laura y no daba crédito a sus ojos. No entendía nada, pero nada, y Tamara se escandalizaba.
–Pero bueno, ¿es que a ti no te gustan las cosas nuevas?
(Al día siguiente, el banquero se lo contaba en el ascensor a su director general, mientras subían. «Si le digo a usted lo que me sucedió anoche...». El director general se interesó bastante. «¿Y dónde dice usted que hacen esos números?»).
Pablito clavó un clavito volvió la noche siguiente, y la siguiente, y la siguiente..., pero Laura no aparecía nunca. Los de la puerta estaban bastante moscas.
–No sé qué demonios quiere ese tipo de la chaqueta de cuadros. Se sienta ahí, en la barra...
–Déjale, será un voyeur. Mientras pague...
Al fin, una noche, Laura pasó delante de él de la mano de Vanesa, que era una negra como de dos metros y vestida de cuero de pies a cabeza. Pablito clavó un clavito se puso tan nervioso que tapó el objetivo con las manos y las pocas fotos que pudo hacer no salieron en absoluto. Sin embargo, por pura casualidad, en una de ellas se adivinaba algo, algo se veía. Luego, convencido de que iba a ganar un montón de puntos, se la llevó a su director. El director, que ya tenía sus tablas, no se creyó ni una palabra.
–¿Y dices que esta foto es de una niña que trabaja en una casa de putas? ¡Venga ya!
–Señor director, por mis muertos...
–Mira, Pablito, ¿tú quieres que me quemen el periódico?
Pablito clavó un clavito no quería descubrir sus fuentes, pero su proverbial torpeza no le dejó otra alternativa.
–Pero, señor director, si lo he visto con mis propios ojos... ¡Si es en «El Paraíso Terrenal»...! ¡Y ya he ido catorce veces!
Al oír aquello el director aguzó el oído. ¿En «El Paraíso Terrenal»? ¡Vaya! ¿Cuánto tiempo hacía que no iba por allí...? Bueno, mientras la cosa se definía, podía encargar un trabajillo acerca de aquello a Pérez. Pérez sí que...
–Y óigame, Pérez, óigame bien... ¡Mucho cuidado!, ¿eh?, mucho cuidado, que ya sabe cómo las gasta esa gente.
Pérez, que era igualito que Humphrey Bogart, sólo que más bajo y bastante más feo, chasqueó los dedos y se tocó el ala del sombrero.
–Tranquilo, hefe, usté tranquilo...
A Pablito clavó un clavito, que tenía sus contactos en la capital del reino –en la figura de un colega, que en lo calvo y lo inútil era talmente como su hermano gemelo–, y convencido como estaba de que aquel asunto era de los de pelas, le faltó tiempo para enviarle la foto y añadir una nota de cuatro líneas.
La agencia de su colega, que se dedicaba no ya a materias del corazón, sino del recto, recibió la nota y la fotografía como una más de las muchas que llegaban al cabo del día. El director, que se pasaba la vida revisando noticias que sólo tenían interés para sus autores, bramaba.
–¡A la basura, envíelo usted a la basura!
El colega de Pablito clavó un clavito, que superficialmente tenía aspecto de no haber roto un plato en toda su vida, tampoco veía nada de particular en aquella historia, y mucho menos en la fotografía. Lo que a él le gustaba eran las noticias relacionadas con el bestialismo y, si podía ser, la coprofagia, y con las fotos bien detalladas. La pederastia, ¡estaba tan pasada de moda...! Sin embargo, por hacer bulto lo acabó metiendo en la lista del teletipo.
Lo que sucedió fue que a un periódico del otro extremo del país le falló un asunto de publicidad relacionado con unas pastillas milagrosas, y para rellenar el hueco lo metieron a última hora, de mala manera y como un suelto. ¡Qué cosas tiene la vida! A la mañana siguiente, aquel periódico del otro extremo del país decía en su página duodécima: «¡Una niña trabajando en una casa de putas!», con foto y a una columna. De ahí a una revista de ámbito nacional no hubo más que cuatro días. En la revista de ámbito nacional, además, figuraba la firma: «Texto y foto: Pablo de Borja Bermúdez».
Pablito clavó un clavito, que era gilipollas al cubo y ni por lo más remoto se enteraba de lo que sucedía a su alrededor, estaba muy orgulloso de su hazaña.
–¡Sí, hombre!, es que estas cosas hay que denunciarlas...
Luego, ya más sereno, añadía,
–Esto puede ser el principio de mi carrera –y lo decía a quien quisiera oírle.
Invitó a la peña con la que solía reunirse, y todos brindaron en la barra del bar por la carrera de aquel joven periodista del corazón de provincias...
Pablito clavó un clavito, del que ya decimos que no se enteraba de nada, se encontró, al salir del bar, con que alguien le había rajado las cuatro ruedas del coche. En la puerta del conductor, a media altura, grabado con una llave, o con una navaja, podía leerse: «No duermas». A Pablito clavó un clavito le dio tal ataque de histeria que acabaron viniendo hasta los guardias, y si no llega a ser porque los rezagados del bar le echaron una mano, aquella tarde hace merienda cena en comisaría en compañía del cabo yudoka. Luego cogió el dos y desapareció.
Pérez, por su parte, apareció una mañana flotando en el río, y el caso de la niña que trabajaba en una casa de complacencia se convirtió en «El misterioso asesinato del reportero Pérez», suficiente para un periódico modesto. El director, que había vendido treinta y cinco mil ejemplares extras de una tacada, no abrió la boca, pero el subsiguiente revuelo se lo llevó todo por delante. [...]

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Más cosas relacionadas con el verano: la foto que va a continuación, que habla por sí sola, y el siguiente enlace:


 

viernes, 17 de junio de 2011

La fortaleza califal de Gormaz



Esto era, probablemente, lo que veían las avanzadas de las huestes castellanas cuando se aproximaban a la fortaleza califal de Gormaz, uno de los castillos más interesantes que hay en España. Y todo lleno de amapolas, además... Seguro que alguna de ellas es una Papáver somniferum, esa especie tan solicitada. Habría que decir que el opio castellano, como dice el protagonista de una de mis novelas (no un yonqui, sino un niño diablo, un hijo de un cometa y un lobo solitario )...
-¿Cómo dice...?
-¡Ah, sí! Pues dice,

(Téngase en cuenta que esto sucede a principios del siglo XIX, alrededor de la cama de un herido y en la recién liberada [de los ocupantes franceses] plaza de Ciudad Rodrigo, texto que está en la "Era de las máquinas", tercer libro de las memorias de Juan Evangelista).
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    La voz blanca simuló no hacerme caso y continuó con su letanía.
    -Hace trescientos años, cuando los barcos portugueses iban a traficar a Oriente, como moneda de cambio no llevaban dineros de una u otra nación, no, que allí no les interesaba el metal acuñado en lugares tan lejanos, sino una mercancía infinitamente más preciosa, y esta mercancía, ¿sabe Su Ilustrísima cuál era? Pues yo se lo diré, que era opio castellano, la emanación de las majestuosas Papáver somniferum que en sus llanuras crecen, la mejor y más poderosa variedad del planeta.
    -¡Opio castellano...! -dijo con admiración Mendoza, el maestro y constructor de vías de comunicación, que sin duda conocía aquel asunto.
    -Sí, opio castellano -continuó la voz-, preciosa materia prima de mis experimentos. Yo vivo para rescatar a los soldados de su dolor, ya sean ingleses, españoles, franceses...
    -¿Franceses? -dijo Juan Amadeo, el primero de mis hijos peruanos, que de alguna forma había conseguido colarse también en aquella habitación-. La canalla no merece estos cuidados, y son sus ínfulas imperiales quienes les han colocado en tales circunstancias.
    -¿Sus ínfulas imperiales? -terció la criada de la princesa, que aún seguía allí-. De ninguna manera se puede hablar de un pueblo que elige su Destino, sino de las decisiones de quien les gobierna. ¡Nadie, excepto los muy locos, van a la guerra con entusiasmo, sino que son arrastrados a ella por los poderosos y la amenaza de sus represalias!
    Hubo un hondo silencio, y cuando creí que se había disuelto aquella tertulia que tan inopinadamente se había formado alrededor de mi cama, la voz, la voz cristalina que yo no sabía de quién era, dijo,
    -Sí, así es, y aún añadiremos otras cosas, porque parece que Su Señoría cree que la Revolución Francesa fue la más importante de las revoluciones, pero en ello se equivoca, pues, ¿no es preferible para el pueblo, que todo lo paga con sudor y sangre, la Revolución comercial que al compás de los tiempos y merced a sus barcos han puesto a punto los atrasados e incultos ingleses? Piénselo. Esa revolución hará crecer la riqueza de las naciones, no solamente la de las clases privilegiadas, como siempre sucedió hasta ahora, y todos participaremos de ella. Uno de sus frutos es este reciente producto, esta decantación milagrosa de los principios activos de la planta que nos ocupa y que desde los laboratorios de Inglaterra han hecho llegar a mis manos, la panacea con la que siempre hemos soñado quienes batallamos para que decaiga el dolor que asola el Universo..., y a ti te aliviará mejor que los remedios antiguos, la endemoniada Datura stramonium o los inanes cocimientos de cresta de gallo.
    Una mano muy fría pasó de nuevo por mi frente.
    -Tu cabeza, por otra parte, ni siquiera se rompió del todo; la tienes muy dura .
    Hubo una pausa durante la que ella, como buena mujer, fuera la que fuera, arregló los embozos de mis sábanas, y al fin, contemplando su obra, dijo,
    -Yo no soy esa Marifló por la que suspiras, sino miss Gold, ayudante de farmacia del ejército inglés, que me admitió por mis méritos..., aunque tú puedes llamarme Alessandra.
    Yo abrí los ojos y miré a aquella chica rubia que no era Marifló, aunque quizá fuera una de las criadas de la princesa.  
  -¿Cómo se llama? -dije débilmente, y ella me contempló con sorpresa.
   -¿Como se llama quién?
    Yo dudé.
    -Esa panacea maravillosa de que hablabas...
    -Se llama morfina.
    -¡Ah...!
    ... y volví a mi ya largo sopor, en el que permanecí un cuantioso tiempo que no podría precisar.
    Luego, cuando desperté de aquel sueño inacabable y creí que en seguida podría abandonar el lecho, me encontré con que no podía ni tomar la cuchara que me ofrecían, tal era mi debilidad. No podía ni incorporarme, casi ni abrir la boca, de forma que era alimentado con lo que parecían purés y otras preparaciones cremosas. Eran mujeres quienes me atendían, y algunas de ellas fueron quienes me contaron lo que había olvidado.
    -¿Dónde estoy? -pregunté en una ocasión a dos muchachas, casi niñas, que barrían mi habitación haciendo muchísimo ruido.
    -¡Anda éste..., qué cosas dice! -dijo una de ellas mirándome pasmada, y muertas de risa salieron corriendo de la estancia.
    Una señora mayor que vi después, no obstante, accedió a informarme sobre algunos extremos, pero sospecho que ella no sabía mucho más que yo.
    -¿Dónde está la chica?
    La señora me contempló maternalmente.
    -¿Qué chica?
    -Esa chica rubia que a veces viene a verme. ¿Es de veras Marifló?
   ... y ella no contestó a mi pregunta, pero se irguió y dijo,
    -Descanse. Descanse y no hable -y salió.

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El que quiera enterarse del conjunto de la historia, que vaya a este enlace:

sábado, 14 de mayo de 2011

Flor junto a una cascada




Me ha dado por escribir una nueva historia. Esta no es como las anteriores, que o bien eran un refrito de artículos sin destino claro, o bien la narración de la vida de alguien; biografías noveladas... No; esta está a medias entre los documentales de TV y una solemne perorata sobre la evolución de la materia.
No de toda la evolución de la materia, pues para eso habría que remontarse al Big Bang, hace quince mil millones de años, pero sí de la materia viva en la Tierra. Baste decir que el primer capítulo está relatado por una flor que, junto a una cascada y hace quinientos millones de años, piensa..., o medita sobre lo que advierte en sus más inmediatos alrededores, y lo cuenta..., y el último se llama Mutantes en la exosfera y está narrado por una chica que está a punto de salir de nuestro planeta en un viaje a los espacios siderales, lo que se podría fechar alrededor de 2050 o algo más.
Es, por tanto, una historia que se extiende durante los últimos quinientos millones de años, y por ella, aparte de flores y mutantes, desfilan australopitecos junto a un lago, nómadas en la llanura amarilla, fenicios en busca de minas de estaño o niños en la Venecia dieciochesca, y todo para llegar a la conclusión de siempre, es decir, que los humanos, que tan importantes nos creemos, somos únicamente eslabones de una cadena, la cadena de la evolución de la materia.

Una página de lo que se podría llamar Neandertales en la boca de una cueva figura a continuación. Está recién escrita, o sea que imagino que estará fatal, pero da igual; lo pongo por si alguien se enrolla con ello.

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Más tarde aún oscurece como si cayera la noche, y del oscuro dominio se desprenden misteriosas y fluctuantes luces, ora verdes y relampagueantes, ora erizados y fugaces destellos rojos o amarillos que se muestran acá y allá sobre la arbolada llanura y retumban con el fragoroso estruendo propio de los fenómenos eléctricos. Pocos son los capaces de soportar semejante visión, y la mayoría se refugia en lo más profundo de la gruta, vociferando, cubriéndose los ojos con las manos y esperando resignadamente el fin del mundo, pero los que desde la peña resisten la acometida de los elementos son testigos de un acontecimiento excepcional. Una deslumbrante luz, algo que los ciega por completo y los obliga a apartarse, acompañada del más estrepitoso ruido que jamás pudieron escuchar se despliega efímera y atronadoramente en sus más cercanas proximidades iluminando cuanto les rodea. Todos caen al suelo abatidos por la descarga, y durante un momento parece no suceder nada, fuera de los ecos del horrísono estruendo que los ha derribado, pero luego, cuando el fragor ha decrecido y se atreven a levantar la vista, con sorpresa observan cómo, poco a poco, algo se incendia allá abajo, en el oscuro sotobosque, y aparecen por doquier las luces y los humos delatores de lo que pronto será impetuoso fuego.
La conmoción que el suceso les ha producido es mayúscula, y durante algunos instantes permanecen aturdidos sin comprender lo acontecido, pero luego, cuando avivado por el fuerte viento el incendio prospera y algunos arbolillos comienzan a arder lanzando su acre humo hacia el cielo, de un brinco se ponen en pie, lo contemplan estupefactos, y al fin patalean y se contorsionan como aquejados de incontenible frenesí. La agitación se lee en sus caras, y los quejidos de terror son pronto sustituidos por alaridos de alegría que recorren el aire y anuncian a los demás el acontecimiento. Quienes se ocultaban en la cueva salen de ella y contemplan deslumbrados las incipientes llamas que les proporciona el azar, y cuando una cercana arboleda comienza a humear, y luego, contagiada por el incendio y el viento, se consume en gigantescas candeladas, algunos de ellos bajan corriendo y gritando por la ladera pese al huracán que aviva furiosamente las llamas, y cuando las alcanzan cabriolean y brincan alrededor de los árboles ardientes.
Los más atrevidos toman ramas llameantes y corren con ellas en las manos, mientras otros, arrebatados de una actividad extrema, comienzan a amontonarlas en la linde del bosque, en donde acaban por levantar una cuantiosa pira ante la que danzan durante largo rato. Cuando comienza a arder se postran ante ella sin osar levantar la mirada en clara actitud de veneración, pero luego gritan, la contemplan fijamente, parecen querer taladrarla, y al fin, arrodillados en el suelo, prorrumpen en apagados apóstrofes que le dirigen, imprecaciones de las que desconocemos por completo el significado. 
Durante toda la tarde el bosque se quema como una enorme tea atizada por el furor del viento huracanado...


miércoles, 20 de abril de 2011

Personajes de mis novelas

Estas son Nastasia y Crucita, 
dos hermanas que protagonizan la novela llamada "Crucita y yo"

Esto de meter páginas en internet es el cuento de nunca acabar. Ahora se me ha ocurrido hacer una con este título (Personajes de mis novelas), puesto que como he escrito varias ha aparecido mucha gente que hace poco no existía, y aunque no tienen una fisonomía definida (cada uno que lo lee se imagina las cosas de manera diferente), no he querido dejar pasar la ocasión. Además, ellos son mis hijos, puesto que los he creado casi de la nada (o me los he sacado de la manga, vamos...). Al principio sólo había una hoja de papel en blanco, y luego, con el tiempo...

El enlace de marras es el siguiente: