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martes, 20 de agosto de 2013

Pipo sube a la montaña



Hoy, para variar, voy a poner un trozo de una de mis abruptas novelas (esto de abruptas ya lo he oído más de una vez). Es un trozo de Las estaciones –libro que data de hace siete u ocho años y se puede ver aquí–, y reconozco que el párrafo es muy bestia, más de tres mil palabras sin un solo punto y aparte, pero es el discurso de un chaval de catorce años (Pipo) que intentó subir a un pico con el guardaespaldas de sus padres (Sean), un medio escocés que había sido policía pero lo dejó porque no tragaba con las mafias, y le tuvo que salvar (al guardaespaldas). Al final la cosa acabó bien, como se va a ver.


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PIPO

A ver si te atreves, que hay que andar, ¿eh, Pipo?, hay que andar, esto no es para señoras, no, ya, pero eso no es problema, yo ando todo lo que tú quieras, bueno, pues venga, el sábado subimos, y Patricia dijo que le apetecía venir pero que no iba a poder hacerlo porque dos días después tenía el último examen, un examen muy importante, y se iba a quedar a estudiar, que estudiaba casi todas las noches pero por lo visto no era suficiente, así que Sean y yo cogimos un día el coche grande y subimos al monte, y por el camino me fue hablando de cuando había montes de verdad y había ciervos y había osos y otros animales, yo no conocí aquellos tiempos pero da igual, antes los había y de ello hablan los libros antiguos, ya, pero en la finca también hay, sí, pero allí están cercados y sólo hay alguno, y osos ninguno, claro, osos ya no hay en ningún lado, sólo quedan diez o doce en el norte, de allí no pueden salir y no es lo mismo; antes había bosques en los que no había entrado nunca nadie, únicamente los animales y algunos cazadores que iban de vez en cuando, y ahora sólo hay autopistas y urbanizaciones y cabinas de teléfonos, todo avanza, y dentro de poco no quedarán ni los osos del norte porque en donde viven la gente habrá hecho estaciones de esquí y más carreteras, y al final sólo quedarán en Siberia o en Canadá, pero eso es porque como son tan grandes va ser difícil que las llenen de gente, y además hace mucho frío y nadie va a querer ir a vivir allí. Bueno, ya casi hemos llegado, mira ahí arriba, ¿ves aquel pico?, ¿cuál?, pues aquél, el de la izquierda, ¡ah, sí!, pues hasta ahí arriba vamos a subir, ¿hasta ahí...?, ¡ah!, ¿no decías que ibas a subir a donde yo dijera?, sí, sí, no, si subo..., y dejamos el coche en un sitio que había y cogimos las botellas de agua y las mochilas, nos las pusimos y echamos a andar por un camino que se metía entre los árboles, en el pinar, un camino que se fue empinando poco a poco, y Sean me dijo, Pipo, pon las manos agarrándote los tirantes de la mochila, como lo hago yo, ¿así?, sí, así, ¿y eso?, pues porque si vas braceando se te va la sangre a las manos y al cabo de un rato parece que las llevas dormidas, ¿y en los bolsillos?, sí, en los bolsillos también sirve, pero si te caes con ellas en los bolsillos no te da tiempo a sacarlas y te das en la cara con las piedras, ¿no te da tiempo a sacarlas...?, no, cuando te caes no te da tiempo a nada, así que no andes con ellas en los bolsillos, bueno, vale, y seguimos, y al cabo de bastante rato empezaron a escasear los árboles, cada vez había menos y llegó un momento en que no había ninguno, y los pocos que se veían se habían quedado atrás, abajo, y delante de nosotros todo eran piedras, piedras cada vez más grandes, aunque el sendero se notaba aún y en varios sitios estaba señalado por mojones, algunos pintados de blanco y rojo pero muy lejos unos de otros. Durante toda la mañana seguimos subiendo, y allá arriba, siempre muy lejos, se veía la cumbre a la que íbamos. A veces hacíamos alguna parada y mirábamos el paisaje, que debajo de nosotros y hasta donde alcanzaba la vista todo eran pinos y pinos, todo era un pinar gigantesco que parecía no acabarse nunca, y luego seguíamos, y cuando ya parecía que habíamos avanzado algo y el pico al que íbamos estaba más cerca, Sean dijo que podíamos comernos los bocadillos que llevábamos porque ya estábamos a mitad de camino, o más, y que para bajar se tardaba mucho menos porque se baja más deprisa, y nos sentamos en unas piedras y abrimos los paquetes, que eran de tortilla de chorizo o algo parecido, desde luego el mío estaba buenísimo, y cuando estábamos comiendo se me ocurrió llamar a Patricia para contárselo, pero luego pensé que estaría estudiando y que era mejor que lo hiciera a Rosana, y cuando cogí el teléfono me di cuenta de que no se podía llamar porque la pantalla se había quedado casi en blanco y ponía no sé qué, y además no se oía nada, y entonces lo dejé y pensé, bueno, ya la llamaré luego, o mañana, total, le va a dar igual..., y seguí comiendo el bocadillo, y cuando acabamos y bebimos agua Sean dijo, bueno, qué..., ¿seguimos?, porque todavía nos falta un buen trecho, que tenemos que llegar ahí arriba, ¿qué?, ¿seguimos?, sí, vamos, y nos levantamos y echamos a andar siguiendo aquel sendero entre las piedras que a veces desaparecía y a veces volvía a aparecer, señalado aquí y allá casi imperceptiblemente, escalando alguna peña..., bueno, escalando tampoco, sólo había que trepar un poco, y a veces recorrer el borde de unas piedras que parecían cornisas antes de llegar de nuevo a lo que era el sendero, y luego, en uno de aquellos sitios estrechos, Sean de repente tropezó y se cayó, yo no sé qué hizo porque Sean no se caía nunca y llevaba unas botas muy buenas, pero el caso fue que de repente tropezó, rodó aparatosamente por el terraplén y llegó hasta abajo, que menos mal que no fue muy abajo, y allí movió un brazo y yo creí que se iba a levantar, porque tampoco había sido para tanto, pero luego el brazo se le cayó, rodó otro poco y se quedó allí tumbado boca arriba, y cuando me fijé vi que parecía que tenía sangre en la cabeza, aunque como yo estaba arriba no lo veía muy bien, y además me había quedado mudo del susto y ni siquiera acertaba a distinguirlo con claridad, y entonces le llamé, ¡Sean...!, ¡oye, Sean...!, pero él no me contestó sino que siguió allí echado, ¡oye, Sean...!, y no se movió en absoluto, como si no me hubiera oído, y yo me dije, ¡jolín!, ¿y ahora qué hago?, tengo que bajar ahí a ver qué le pasa, y no podía hacer nada más que mirarle aterrado porque estaba allá abajo y no sabía cómo bajar, aunque tampoco era muy abajo, pero luego vi que por un sitio sí iba a poder hacerlo, era difícil pero no imposible, y dejé en el suelo la mochila y agarrándome a las peñas bajé por aquel sitio que parecía más fácil y en seguida estuve a su lado, y lo primero que hice fue intentar despertarle moviéndole, oye, ¡Sean...!, pero no se despertaba, y entonces me fijé en que se había hecho una herida en la frente por la que salía algo de sangre y estaba allí como muerto, quieto, aunque respiraba, y miré al cielo y pensé que ya era por la tarde, y luego, aunque todavía faltaba bastante, iba a ser por la noche..., ¿y qué hago yo ahora?, porque el teléfono no funcionaba y el suyo tampoco, de forma que me dije, jo, tengo que ir a algún lado a buscar a alguien..., pero ¿adónde?, bueno, puedo bajar por donde hemos subido, que a lo mejor encuentro a alguien, o si no acabaré llegando a la carretera en donde dejamos el coche y por allí seguro que pasa alguno, pero luego volví a mirarle, y como le salían gotas de sangre de la frente y le escurrían por la cara no sabía que hacer, a lo mejor si le echo un poco de agua..., y le eché un poco de la que quedaba en su botella por la cara pero ni por esas se despertó, ni siquiera pareció que lo notara, aunque sangre le salía menos, y entonces volví a decirme, ¡jo, tengo que hacer algo, que si no bajo ahora se va a hacer de noche y ya no voy a encontrar a nadie, y menos en este sitio!, ¿y ahora, cómo subo?, porque tenía que volver a la senda que nos había traído que pasaba por encima de aquellas piedras, así que tras muchos sudores y esfuerzos conseguí escalarlas, y cuando estuve arriba miré hacia abajo, que Sean seguía allí caído, y me dije, no mires más, venga, baja todo lo deprisa que puedas, y di media vuelta y poco menos que corriendo, aunque por allí era difícil correr porque había muchísimas piedras sueltas, eché a andar hacia abajo procurando no salirme de la senda, no, es por allí, que allí hay una piedra blanca, ¿y ahora...?, pero en seguida veía por dónde iba el camino, y mientras bajaba, casi corriendo y saltando en los lugares que podía, y otras veces medio agarrándome a las peñas, iba pensando si hacía bien porque a lo mejor debía haberme quedado con él, pero si me quedo no va a venir nadie, y ni siquiera sabía hacia dónde tenía que ir, si hacia arriba o hacia abajo, y menos mal que ahora no hay osos..., ¡ya, desde luego!, no, para arriba no, mejor para abajo porque así llegaré a algún sitio, aunque sea a alguna carretera, y encima me he dejado el teléfono de Sean ahí arriba, porque el mío se ha quedado sin batería, aunque da igual porque aquí no funciona, que no ha funcionado en todo el día, ¡jo, pero a lo mejor hubiera funcionado el suyo al llegar a la carretera...!, es que soy idiota, bueno, ahora ya da igual porque no voy a volver a subir a buscarlo, mejor sigo, y así hasta que llegué a los primeros pinos por el sendero que casi no se distinguía entre las piedras, pero llegué y me dije, ¡bueno, yo creo que ahora ya no va a ser tan difícil!, y miré a mi alrededor y vi que el sol había bajado mucho y los pinos proyectaban sombras bastante largas, bueno, voy bien, yo creo que es por aquí por donde hemos subido, y yo cada vez más acelerado porque por allí ya se podía correr mejor, y pasó muchísimo rato, aunque como era bajar no te cansabas nada, e iba pensando en esto cuando oí un ruido, ¿qué es eso?, y aunque ya llevaba las rodillas machacadas de todas las veces que me había caído intentando bajar de las piedras, y hasta me había torcido una muñeca, aunque sólo un poco, aún corrí como pude y vi que debajo del siguiente barranco, que no era un barranco sino como un terraplén, pasaba una carretera, yo creo que la carretera por la que habíamos subido, y un autobús acababa de pasar y se iba a lo lejos levantando polvo blanco, y yo iba a gritar pero no lo hice sino que pensé, lo que tengo que hacer es bajar hasta ahí y ponerme en medio, yo creo que en seguida pasará alguien y a lo mejor lleva teléfono, y llegué a la carretera y estuve esperando un buen rato mientras el sol se iba, qué tarde es y no viene nadie, ¡pues vaya carretera!, y yo venga a mirar en las dos direcciones con ansia, y luego, cuando empezaba a pensar si no sería mejor andar un poco porque a lo mejor estaba cerca de algún sitio, a lo lejos apareció un coche bastante grande, de esos que andan por los montes, y paró porque yo me puse a dar saltos y a hacer toda clase de gestos, fui corriendo hacia él y me puse delante, y el señor que iba dentro me preguntó qué me pasaba y yo le dije, es que Sean se ha caído de una piedra y se ha hecho una herida en la cabeza y no se despierta, está ahí arriba, y el señor salió del coche porque creía que era allí al lado pero yo le dije que no, no, que lo que yo quiero es que llame usted por el teléfono, sí, bueno, pues llame a alguien, no sé, a un helicóptero de esos, o si no a mi padre, ¿dónde está tu padre?, no, mi padre estará en casa, pero es que hay que llamar a alguien y él tiene muchos amigos, ¿pero no dices que...?, no, es que Sean está lejos, que yo vengo de allí andando y he tardado como dos horas o más, ¡ah!, ¿dos horas...?, oye, ¿y qué le decimos al del helicóptero?, porque nos va a preguntar que dónde está, sí, es que hay una cosa roja, es mi mochila, que la dejé allí para no cargar con ella, ah, bueno, espera, vamos a llamar, y se puso y en seguida le contestaron, sí, hay una cosa roja, es la mochila del chico que se cayó allí, ¡no, que se cayó no..., que yo no me caí!, bueno, da igual, esa es una buena referencia, pero de noche no la van a ver, bueno, pero seguramente llegarán antes de que se haga del todo de noche, pero si no vienen, vamos nosotros a buscarle, ¿eh?, o por lo menos voy yo, sí, hombre, no te preocupes, si no vienen en seguida o no nos contestan, subimos nosotros, ¿tú vas a poder llegar?, sí, seguro, me sé el camino, sólo he pasado una vez, ahora, a la bajada, pero no puedo dejar ahí a Sean, bueno, tranquilo, y el sol bajaba cada vez más y ya estaba cerca de los pinos que había en el horizonte cuando de verdad que apareció un helicóptero que estuvo por allí revoloteando, lejos, y al cabo de un rato sonó el teléfono de aquel señor, y cuando estaba hablando con ellos, que por lo visto eran los que iban en el helicóptero, me preguntó si el sitio era por allí, ¿por donde está el helicóptero?, sí, pues no sé, igual más hacia acá, que ellos están muy lejos, y luego dejamos de oírlo, como si se hubiera parado, y estuvimos muchísimo rato esperando, yo mirando hacia allá pero sin atreverme a decir a aquel señor que los llamara otra vez a ver qué estaban haciendo, y cuando estaba pensando en eso apareció de nuevo el helicóptero, pero esta vez muy cerca, casi encima de nosotros, y volvió a sonar el teléfono y el señor dijo, no, si os estoy viendo, estáis casi encima, mira, y salió al centro de la carretera y se puso a hacer señas con la mano, y el helicóptero comenzó a bajar, y cuando aterrizó y se paró del todo, que lo hizo un poco más allá, en donde había una explanada grande, como un aparcamiento, resultó que salió Sean de él con una venda en la cabeza y cojeando un poco, vino hasta nosotros con un señor y me dijo, ¡Pipo, qué bien lo has hecho!, que si no es por ti me paso la noche en el monte, aunque ahora ya no hace frío y hubiera visto las estrellas y los planetas, ¿eh?, pero es mejor así, ¿pero no te pasa nada?, bueno, sí, un poco atontado sí estoy, y me duele una rodilla, pero ahora voy a llamar a casa para que vengan a buscarnos, que tú estarás cansado, ¿no?, y yo, como al final todo se había resuelto bien, incluso mejor que bien, de película, hasta con un helicóptero, dije, ¡qué va!, ¡si me lo he pasado muy bien...!, y Sean fue a dar las gracias al señor que había parado su coche, que estaba allí, y luego a los del helicóptero, que eran tres que iban de verde, como de uniforme, y me habían traído hasta la mochila, y luego uno de ellos se montó en nuestro coche con nosotros, que estaba allí al lado, dos curvas más allá, y lo llevó bastantes kilómetros hasta un sitio en el que había varias casas en la punta de un monte, en donde la carretera ya no subía más y por los dos lados se iba hacia abajo, todo lleno de pinares, y el helicóptero ya estaba allí esperándole y todo el mundo mirando porque era sábado y había bastante gente y pocas veces se ve aterrizar un helicóptero en un sitio de esos, así que el señor aparcó el coche delante de una de las casas y se despidió de nosotros y a mí me dio la mano y me dijo, ¡muy bien, chaval, muy bien!, y se fue, se subió al helicóptero y este despegó levantando mucho polvo y desapareció, y nosotros y más gente entramos en aquella casa, que era un bar, y como ya se había hecho de noche casi del todo Sean me dijo, bueno, ahora vamos a esperar a que venga tu padre, así que como tendrás mucha hambre, y yo también, vamos a cenar, ¿vale?, hombre, sí, claro, porque la verdad es que sí tenía hambre porque sólo habíamos comido el bocadillo cuando subíamos, y nos sentamos en una mesa de aquel comedor tan bonito, como antiguo, todo lleno de vigas de madera pintadas de rojo y de verde y no demasiada gente –aunque casi todos miraron porque Sean llevaba la venda en la cabeza–, y nos comimos unos trozos de carne grandísimos que me gustaron mucho, y Sean entonces dijo, está buena, ¿verdad?, ¡jo, sí, buenísima!, bueno, pues eso es porque es de oso, ¿síii..., de oso...?, y Sean se rió, no, hombre, ¡cómo va a ser de oso si ahora ya no hay osos...!, pero después de lo de esta tarde te puedes imaginar que es de oso, ¿a que sí?, y así te sabe mejor, y yo lo pensé, mastiqué un poco y de verdad que me pareció de oso, aunque yo no hubiera comido nunca oso, pero, como decía Sean, después de lo de aquella tarde me podía creer cualquier cosa, y luego, cuando habíamos acabado y Sean estaba tomando un coñac, apareció mi padre con el tío Mary, que habían venido en el Testarrosa, y entonces sí que miró la gente, sobre todo por el ruido que hacía, y el tío Mary se empeñó en que le contáramos lo que había pasado y cómo había sido la cosa, y mientras tanto se bebió dos gin-tonics y mi padre me pasaba la mano por la cabeza y decía lo mismo que el guardia, muy bien, Pipo, muy bien, de forma que al final llegamos a casa tardísimo y mamá estaba despierta y esperándonos, y Patricia y Azucena también, y les tuvimos que contar la historia otra vez, aunque ayudados por el tío Mary, que lo contaba como si él hubiera estado allí, o casi si como el que se hubiera caído por el barranco hubiera sido él, y además no hacía más que mirar a Patricia, como siempre.

sábado, 22 de diciembre de 2012

Las gemelas


Este es un trozo de una historia que he escrito últimamente (ya es la undécima o duodécima, he perdido la cuenta) y se llama Charli en Wonderland. Es un retrato de la generación española que nació alrededor de 1950 (la generación yeyé), y en ella se cuenta la historia de dos hermanos gemelos, uno de los cuáles (Pancho) tuvo a su vez dos hijas gemelas, las gemes, y el otro (Charli) ningún hijo, sólo sobrinas, que ya lo dice el refrán: a quien Dios no da hijos, el diablo le da sobrinos... Pero esto es una broma, puesto que las niñas (al menos las que aparecen en este libro) son un encanto, y para dejar constancia de ello ahí va una de las elucubraciones de estas elementas, es decir, uno de los capítulos de tan ingente narración, que podría situarse alrededor de la mitad de los años 90 del pasado siglo. La Prudencia que aparece en las líneas que siguen, por decirlo ya todo, es la chica que cuidó de ellas mientras fueron pequeñas, puesto que no tenían madre (se murió en un accidente de coche, episodio que también se cuenta en la novela, aunque no aquí)..., pero no digo más, que con esto está todo explicado. (La foto que antecede es una de las muchísimas que Charli, que era un fotógrafo habilidoso, hizo a las niñas).

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GEMES

Yo soy Carina y mi hermana es Adriana, pero lo que voy a contar lo podría contar igualmente ella porque somos muy parecidas, somos gemelas, o mellizas, bueno, que eso no lo sabe nadie. Ahora soy Adriana, porque ya digo que da igual una cosa que otra, todo depende del color del vestido, o del cristal con que se mire, ¿quién eres?, pues soy Carina y voy a contar por las dos lo que sucedió en la boda de Prudencia, porque ella se casó, al fin, con uno que conocía desde pequeña y con el que llevaba de novia los últimos siete años, a ver si estas niñas crecen pronto, decía él, y ella le contestaba, ¿qué más te da?, si todavía no tenemos piso, pero papá les consiguió uno al lado de su pueblo, y no sé qué cambalaches hizo que les salió baratísimo, era un piso nuevo en un edificio que estaba en mitad del campo, y una tarde fuimos a verlo. ¿Os gusta este?, les preguntó, porque me parece que hay otro más grande, pero no da al sur, y ellos dijeron que sí, que querían aquel, y luego el novio de Prudencia, que se llama Serafín, dijo al jefe, no sabes lo agradecidos que estamos por lo que has hecho, no sabíamos si íbamos a tener dinero para pagarlo, pero esto ya es otra cosa, yo creo que ahora ya podemos, ¿verdad?, y Prudencia dijo, ¡jo, pues vaya regalo...!, tú ya has cumplido para lo de la boda, que si no es por ti..., y papá dijo, déjate de rollos que más me has resuelto tú, que estas niñas estaban sin madre y ese es un papel muy comprometido, hombre, tenían a Charli..., dijo ella, y todos nos reímos, ahora te casas, pero imagino que seguiréis viéndoos, hombre, eso espero, por lo menos hasta que vayan a la universidad, y luego nos fuimos a merendar a casa de los padres de Prudencia, que estaba allí al lado, adonde habíamos ido muchísimos fines de semana, desde pequeñas, cuando ella nos llevaba porque nos quedábamos solas en la casa de la plaza de La Aduana, ¡pero mira quién está aquí...!, Adriana, hija mía, y Carinita..., ¡pero qué guapísimas estáis!, y es que la madre de Prudencia es nuestra abuela, aunque no es como la de Cádiz, claro, es completamente distinta, va siempre vestida de negro y tiene los dedos deformados de trabajar la huerta, ¡ah, ya...!, pero ¿y los tomates?
Aquello sucedió cuando teníamos once años, y a nosotras nos vistió Prudencia con unos trajes de lo más historiado, como con muchos volantes, y le llevamos las arras. Charli hizo las fotos, y cuando estábamos allí, junto a los novios, con la música y todo lo demás, como él estaba detrás del cura, y no le veía, nos hacía muecas para que nos riéramos, y yo miraba a Adriana y ella miraba a otro lado, ¡jo, si es que está loco...!, y luego, en el comedor, nos pusieron cerca de la barra, junto al grifo de la cerveza, Serafín dijo, os ha tocado esta mesa, pero yo creo que es la mejor, y miró a Charli, está al lado del cañero. Mi padre todavía, pero Charli fue con vaqueros y nosotras le dijimos, ¡jo!, pero ¿tú estás mal?, ¿por qué no has traído otros pantalones?, pues porque no tengo, dijo él, y además da igual porque yo soy el fotógrafo y ya se sabe que los artistas somos muy raros, ¿tú crees que alguien se va a extrañar?, si Prudencia me conoce desde antes de que vosotras nacierais..., y además, ¿no os lo creéis?, pues vais a ver, señora madre de Prudencia, estas niñas dicen que vengo muy mal vestido, y ella se rió, ¡pero si eres el mejor de todos, qué tontería!, y nosotras nos miramos, ¿lo dices en serio?, por supuesto, hijas, tu tío es el más vistoso de los que hay por aquí cerca, ¿o no os lo parece a vosotras?, y luego le cogió por la cintura y le dijo, ¿te lo estás pasando bien?, hombre, claro, sobre todo con los langostinos, niñas, si os sobra alguno..., y la madre de Prudencia se reía y le dio a Charli en el culo, anda, anda, que no te confundan estas chavalas, y Charli nos sacó la lengua, ¿lo veis?
Luego, un día en que estábamos en casa, vi a mi padre y a mi tío juntos, estaban de pie en la cocina comiendo anchoas de un tarro y me puse con ellos, y mientras comía intenté explicarles mi punto de vista, pero volví a salir trasquilada, yo les dije, es que vosotros sois unos ordinarios..., y Charli se rió, niña, ¿dónde has aprendido esa palabra?, ¿por qué?, ¿está mal dicha?, no, qué va, está muy bien dicha, pero no se me había ocurrido que la supieras, y añadí, los padres de mis amigas van de corbata, y Charli se rió otra vez, ¿en casa?, ¡ay, no seas pesao...!, y así sucedía casi siempre, que me tomaba el pelo, pero un día él entró en casa sin que le viéramos, entró con su llave, se puso un traje de papá, uno azul oscuro, y camisa limpia y corbata de rayas, todo muy lujoso, volvió a salir y llamó al timbre. Fui a abrir y me encontré a un señor que no conocía..., ¿está don Francisco?, y yo me eché a reír, ¡aaay..., pero mira que eres tonto...!, y le cogí de la mano, entra, entra, que te tienen que ver Adriana y Prudencia, y ellas dijeron, ¡qué guaapo...!, ah, ¿nada más..?, pues sí, que te podías haber cambiado también de zapatos.
Ahora soy Adriana, y una vez que estaba con el violín en la mano Charli me dijo que tocara algo, toca algo, niña, que ya quiero oír algo serio, ¿algo de qué?, pues algo de Vivaldi, por ejemplo, ¿no sabes nada de Vivaldi?, y yo dudé, aunque al fin dije la verdad, sí, pero no tengo técnica suficiente, y Charli se rió, ¿no?, ¿tú que sabes, no tienes técnica suficiente?, ¿pues entonces cómo le llamas a lo mío?, y yo torcí el gesto, es que tú eres un aficionado..., aunque luego rectifiqué, bueno, pero tocas bien, ¿eh?, que a mí me gusta mucho escucharos cuando tocáis juntos..., sobre todo eso de Bach..., ya, el rondeau..., sí, y lo del tico tico...
Y ahora soy las dos, soy dúplice, soy Adrina y Cariana en una sola pieza, y digo que un día Charli nos dijo, venid aquí y haced lo que os diga, el tenía la cámara, a ver, ponte ahí y di a, ¿a?, sí, aaaa..., y ahora di e, eeee..., y ahora di i, y nos lo hizo a las dos, o a mí dos veces, y luego nos enseñó las fotos y en ellas aparecían Cariana y Adrina con cara de susto, ¿de susto?, bueno, y de alegría, con toda clase de caras, ¡huy, qué daño...!, ¿pues qué te pasa?, que me han pisado un pie..., y él dijo, esto son cosas antiguas, de cuando aún no habíais nacido, yo ya lo hacía entonces con otras niñas, y nosotras le miramos escamadas, ¿con otras...?, ¿con cuáles?, pues con una que tuve a mi cargo hace muchos años, era muy guapa, como vosotras, y ella me enseñó..., ¿qué te enseñó?, pues me enseñó lo que sois las niñas, imprevisibles seres de fábula que nunca dicen lo que esperas sino todo lo contrario, facultad que está al alcance de muy pocos, que yo tenía que practicar porque sabía que algún día apareceríais vosotras, ¡sí, anda...!, sí, es la verdad, y os puedo contar cosas más antiguas, ¿queréis oírlo?, sí, a ver, pues recuerdo que otra vez, cuando éramos muy pequeños, debíamos de tener ocho o nueve años, habíamos cogido el tranvía para ir a la casa de la playa, y subió una señora que llevaba pantalones, y el tranviario le dijo que ni hablar, que allí las mujeres no podían ir con pantalones, y la hizo bajarse, y eso que iba con dos niños..., ¿qué os parece?, pero es que aquellos eran otros tiempos, los tiempos del cuplé, y hablando de antigüedades, ¿a que no sabéis lo que es un coño?, y nosotras torcimos el gesto, ¿veis cómo no lo sabéis...?, pues un coño es un mechero de los que había entonces, había un modelo que llevaba una mecha de algo que parecía algodón, a aquellos también los llamaban jodevientos porque se encendían aunque hubiera un huracán, y otros que más que mecheros eran chisqueros, estos ya eran muy modernos porque se cargaban con gasolina, y los llamaban así porque, aunque entonces eran el último grito, todo el mundo tenía uno, y cuando alguien lo sacaba, los demás decían, ¡coño!, como el mío..., ¿y queréis que os cuente otra cosa aún más antigua? Pues esto sucedió un día que iba por el pasillo cuando debía de tener siete años, y al pasar junto a él sonó el teléfono, ese teléfono negro que todavía está ahí, y lo cogí y oí, su conferencia con San Sebastián tiene una demora de diez horas.
Ahora ya se os distingue mejor; por ejemplo, tú eres más alta, y por lo tanto, tú más baja, ¿yoooo...?, bueno, un centímetro o dos, que tampoco es demasiado, casi ni se nota, y además te puedes poner tacones para disimular, y ser baja también tiene sus virtudes porque el corazón no tiene que bombear la sangre tan arriba, pues tú eres alto, hombre, depende con quién me compares, si me comparas con Magic Johnson..., ¡anda, mía qué listo...!, y luego Charli, que siempre andaba enredando, se fue en pleno verano a los jardines del palacio de Aranjuez, que según ellos decían debía de ser un lugar maravilloso, todo lleno de fuentes y de flores y de árboles antiquísimos, a escuchar unas cantatas de la época del barroco, eran cantatas de Scarlatti, no puedo faltar, además, allí igual ligo, que va un personal muy raro, y cuando volvió le preguntamos, ¿ligaste con alguien?, pues no, había mucha gente, todos igualmente pijos y saltarines, pero macizas no vi ni una, no deben de andar por estos sitios, aunque la música estuvo muy bien..., ¡jo, y yo aquí, con los exámenes de septiembre!, bueno, pero ya te llevaré, no te preocupes, ¿cuándo?, en cuanto crezcas.


jueves, 17 de mayo de 2012

En una playa africana


Este es un trozo de uno de mis libros (el denominado Dios conmigo, ambientado en la Edad Media), y refiere cómo un personaje de fines del siglo XII, en el curso de sus aventuras se bañó en el Atlántico africano, seguramente por la parte sur de Marruecos.

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[...] y una vez que hubimos instalado el campamento en una solitaria ensenada de aquella costa, lugar en el que comenzaba un larguísimo arenal que se prolongaba hasta el lejano horizonte, tras dejar allí la tropa y recomendarles que me aguardaran...
...comencé a caminar por la playa hasta que perdí de vista a mis acompañantes. Hacia cualquier lado que mirara sólo veía la roja tierra de la ribera y el mar, pero al fin, armándome de valor, bajo el sol me despojé de todos aquellos atalajes y con suma precaución me dirigí hacia las alborotadas aguas marinas. No eran aquéllas mansas como las del Mare Nóstrum que conocí una buena tarde y tantas veces te he narrado, sino encrespadas por la fuerza de los constantes vientos, pero deseando dejar atrás cuanto antes mis dolencias, con infinitas precauciones y no sin haber rogado a Dios que me conservara a salvo en lo que pretendía, me introduje en su seno, en donde permanecí durante largo rato dejando que las tumultuosas olas me derribaran una y otra vez. No pienses que resultó incómodo, pues antes al contrario disfruté como nunca con el contacto del agua salada, y a cada momento creía percibir que seres de ese mundo, los tritones y nereidas que lo habitan, me acompañaban en mis torpes evoluciones. Tan sólo eché en falta tu presencia, que bien seguro sé que hubieras disfrutado en aquel lugar solitario como disfruté yo.
Más tarde anocheció con los mil colores del ocaso, pero no me apeteció volver al campamento sino permanecer allí, bajo el cielo de un lugar extraño, y observar fenómenos celestes en los que quizá encontrara alguna novedad. No fue tal el caso, pues acudieron las lumbreras del cielo que conocemos y todo pareció transcurrir dentro de la mayor de las armonías, aunque quizá mi vigilia fue favorecida por un mayor número de estrellas errantes. Aproveché las horas nocturnas para repetir mis inmersiones, y cuando amaneció me sumergí por última vez, y al mismo tiempo de ver nacer desde las aguas el astro rey pensé que aquellos achaques, aquellos sudores fríos que durante días me habían mantenido lisiado, se los habían llevado los habitantes del mar, por lo que les estoy agradecido. Después, sintiéndome totalmente curado, me rehice en mis vestiduras y me dispuse a presentarme de nuevo ante mis semejantes.
Dame noticias de nuestros hijos por este mismo conducto, y cuéntame cómo va todo y si ha sucedido alguna novedad que deba conocer. Nuestra travesía no se dilatará mucho más, pues lo que vinimos a tratar está cumplido y es seguro que en breve regresaremos...

martes, 27 de marzo de 2012

Vacaciones de Semana Santa


Esta es la historia de Pipo y Azucena, dos hermanos de trece y catorce años que, conducidos por la mulata Patricia, una chica jamaicana guapísima a la que tienen de institutriz, hacen un viaje por Castilla la vieja aprovechando las vacaciones de Semana Santa.
Pertenece a una de mis novelas, la que lleva por nombre «Las estaciones», y, dadas las fechas, me ha parecido apropiado para meterlo aquí.
Si se mira bien, resulta que este fragmento también podría ser una glosa de las excelencias de la región aludida, o una página de la mejor publicidad sobre ella, tales son las cosas que se dicen.

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Vacaciones de Semana Santa

A los pocos días nos dieron las vacaciones de Semana Santa, pero antes nos dieron las notas, y como a Azucena le suspendieron no sé cuántas, mamá le dijo que de irse con Rosana y sus padres a la costa, nada, que mi hermana ya se las prometía muy felices y se quedó bastante triste, y entonces, al día siguiente, Patricia dijo que ya estaba bien de desgracias y de malas caras y de jugar con el ordenador –sobre todo a aquello de Némesis del Espacio Profundo, aunque seguía sin poder dejar a mi gusto a la mulata que allí salía y mucho menos ganar, que era lo bueno y cuando podías desvestir a la que habías elegido–, que me iba a quedar tonto y lo que teníamos que hacer era irnos a algún lado, a la playa o a cualquier otro sitio que estuviera lejos de casa, que andando por esos caminos se aprenden muchas cosas que vosotros no sabéis, así dijo, y ya que estás ahí, ante esa máquina, busca algún sitio al que podamos ir, y estuvimos mirando en internet y encontramos muchísimos, todos con fotos, y entre ellos uno que se llamaba El Confital, Azucena decía la confitería, la Casa de los Coroneles, una casa que, según Patricia, era como alguna de su pueblo, allá en Jamaica, en el Caribe.
–¿A que no sabes lo que es el Caribe?
–¡Hombre, no...! Un mar. El mar de tu tierra.
–Muy bien, Pipo, muy bien... Bueno, y ahora, ¿a que no sabes lo que es la ruta del románico?
–¿Del qué?
–¡Ah! ¿Ni siquiera sabes lo que es el románico?
–No. ¿Qué es?
–Pipo, no me extraña que te suspendan... Es un estilo arquitectónico del siglo XII.
–¿Y qué?
–Nada. A ver, busca la ruta del románico.
... y yo lo busqué y encontramos muchas cosas que a Patricia le interesaron, incluso montones de fotos con el cielo muy azul, y entonces ella se puso de acuerdo con mamá y al día siguiente por la mañana nos montamos en el coche los tres y nos fuimos de viaje, aunque no a la playa sino a aquello de la ruta del románico que yo no sabía lo que era, a Castilla la Vieja, que es muy grande y muy ancha y hay muchísimos sitios bonitos para ver. ¿Tú crees...?, le dijo Azucena, que no quería ir y separada de su amiga Rosana estaba bastante enfurruñada, y Patricia le contestó, pues claro, mujer, ya verás qué cantidad de pueblos y sitios nuevos vamos a encontrar, y Azucena dijo, ¡jo, pues vaya rollazo!, y Patricia, que no quería discutir, dijo, bueno, bueno, ya veremos, y como mi hermana llenó una maleta de ropa, Patricia le dijo que ni hablar, ¿quieres ir cargando con todo eso por el campo...?, porque nos vamos al campo, ¿eh?, y allí no te va a ver nadie; no, déjalo todo ahí, ponte unos zapatos buenos y unos vaqueros, coge unas camisetas y andando, y entonces Azucena dijo, ¡sí, anda, todos los días con lo mismo!, pero Patricia la convenció, y durante aquellos días, que no fueron muchos, sólo cinco o seis, Azucena fue vestida igual, que era raro, pero aquella vez lo hizo, y como de todas formas los vaqueros eran apretados y un poco cortos, o sea, que se le veían los calcetines y un trozo de pierna y le quedaban bien, estuvo todo el tiempo mirándose en los escaparates y en los cristales de los coches que estaban aparcados y casi no protestó. Luego resultó que lo que más le gustaba era un jersey de Patricia que le quedaba bastante grande, le sobraba por todas partes, sobre todo de largo y por las mangas, pero dijo que era lo que más le gustaba y que no se lo iba a quitar, y luego le preguntó que si se lo regalaba y Patricia se quedó sorprendida, ¿lo quieres?, pues para ti, mujer, ¡ay, sí, sí, gracias...!, ya verás, no me lo voy a quitar en todo el camino, ¡jo, es que es más guay...!, y no hacía más que mirarse en el espejo de la habitación y darse vueltas.
Patricia quería conocer Castilla porque decía que era el sitio en donde se había desarrollado buena parte de la historia de nuestro país, ese país tan grande y complicado que se llama España, la historia que ella estaba estudiando, que le interesaba mucho, y allá fuimos, pero a Patricia no le gustaban las ciudades, que decía que nunca sabía qué hacer en ellas con aquel coche tan grande y que dejándolo por ahí nos iban a romper un cristal y a robar todo lo que llevábamos, que en realidad no era casi nada, y con aquello resultó que a ciudades fuimos a pocas y estuvimos todo el tiempo de pueblo en pueblo. Llegábamos a uno, dejábamos el coche en una calle y nos íbamos a andar por él y a buscar el barrio antiguo y la plaza, y si es mayor, mejor, porque en todos estos sitios hay plaza mayor; fijaos, ayer estuvimos en dos en los que había plaza mayor, hasta una llena de soportales de piedra y con una iglesia muy antigua en un extremo, y hoy vamos a ver otras, ¿no?
En el coche había un mapa y Patricia fue todo el tiempo mirándolo, dando vueltas y diciendo, y ahora vamos a ir a Madrigal, y ahora a Peñaranda, y ahora a no sé dónde, y luego decía otros nombres y fuimos a todos, desde luego hicimos muchísimos kilómetros en aquellos días y vimos varias procesiones de las que hay en Semana Santa, la primera de casualidad porque la encontramos al llegar a uno de los pueblos, un sitio en el que no dejaban pasar a los coches y nos tuvieron bastante rato parados, y luego, buscándolas y preguntando en dónde había las más raras, nos encaminaron a un lugar que estaba por allí cerca y en el que la procesión era en las afueras, en mitad del campo, y además había que levantarse muy temprano, cuando amanecía o antes, y resultó que en aquel pueblo no había ningún hotel ni nada que se le pareciera, pero una señora de un bar nos dijo que si queríamos podíamos dormir en su casa, que tenía un cuarto con tres camas y que si aquello nos convenía que fuéramos, ustedes verán, y Patricia nos dijo, qué, ¿os atrevéis a dormir en una casa de un pueblo de verdad?, y Azucena le contestó, sí, ¿por qué no?, pero cuando entramos lo entendimos porque la casa era viejísima y todos los suelos rechinaban como si se fueran a hundir y tragarnos para siempre. La señora nos llevó a la habitación, que era enorme y muy baja, encendió la luz, una luz que colgaba del techo, y dijo, aquí es, ¿les gusta?, y aunque el sitio era bastante raro nosotros dijimos que sí, que claro, y nos fuimos a pasear por el pueblo, en donde cenamos.
Luego, cuando volvimos, a Azucena y a mí nos extrañó todo, los muebles, los cuadros llenos de polvo, las mantas de las camas, que eran como antiguas, y hasta las mismas camas, que estaban muy frías, y cuando hubimos revisado los objetos que contenía aquella gran habitación, Patricia dijo, niños, cada uno a su cama, y entonces Azucena casi chilló, ¡ah, no, que yo no me desvisto delante de ése!, y Patricia apagó la luz y dijo, venga, que ahora no te ve, y riéndose añadió, ¡venga, niña, que enciendo...!, y se oyó a Azucena desvestirse a toda velocidad y gritar, ¡ayyy...!, ¡oye, no, espera, espera...!, y luego dijo, ¡ya!, y cuando Patricia encendió la luz ella estaba tapada hasta el cuello y yo en mi cama. Entonces Patricia nos dijo, esto sí que es raro, ¿verdad? Fijaos, estamos en medio de Castilla la Vieja, en un pueblo perdido que casi no tiene luz, porque la han debido de poner hace poco, ni carretera ni nada..., ¡oye, carretera sí tiene!, que nosotros hemos venido por ella, bueno, sí, pero no es una carretera importante sino sólo una carretera que viene a este pueblo, o sea que por aquí no pasa nadie y no hay turistas ni nada de eso, sólo los de aquí y los de los pueblos de al lado que han venido a ver la procesión de mañana. Estamos casi como en el siglo XII, o el XIII, cuando aquello de la Reconquista y estas tierras cambiaban de dueño todos los años y los reyes de León y Castilla las repoblaban con gentes que traían de otras partes para que los musulmanes no volvieran a instalarse en ellas... ¿No os habéis fijado en que no se oye ni un ruido?, y nosotros prestamos oído y tuvimos que convenir en que era verdad porque no se oía nada, sólo algún golpe lejano de vez en cuando, que seguramente era la señora de la casa trajinando, un perro que ladró un par de veces y un coche que pasó a lo lejos, aunque casi ni se le oyó. Sí, no se oye nada, dijo Patricia, como en los lugares encantados, y menos ese rumor que se escucha siempre que estás en una ciudad, todos los coches lejanos y los motores de la civilización..., y allá arriba estarán las estrellas como siempre han estado y a nuestro alrededor los enormes bosques, esos pinares llenos de animales salvajes que llevan viviendo aquí desde el principio de los tiempos..., y ahora, fijaos en esto, y nosotros miramos y Patricia abrió las contraventanas de madera vieja, encendió unas velas que había encima de un mueble y apagó la luz, y entonces, con todas aquellas sombras y luces temblequeantes sí que de verdad me pareció que habíamos retrocedido en el tiempo y estábamos en algún lugar de los que aparecen en los programas de ordenador, en los de misterio..., bueno, y en los libros, para qué voy a decir otra cosa, que son de los pocos sitios en donde uno puede encontrar mundos nuevos, más rodeados por todos aquellos muebles viejísimos, y a través de la ventana, que era muy pequeña, vi que parpadeaban unas luces, esas luces que en la ciudad y entre sus nieblas casi nunca puedes distinguir...
Luego Patricia dijo, niño, ponte mirando a la pared, y yo pregunté, ¿para qué?, y ella dijo, venga, date la vuelta que ahora me toca a mí desvestirme, y yo hice como que hacía lo que me mandaba pero procuré no perder del todo el punto de vista, aunque ella se dio cuenta, claro, y dijo, Pipo, ¿quieres ponerte mirando a la pared?, y no me quedó más remedio que hacerlo, y luego, cuando estábamos los tres en la cama, pasamos horas hablando y riéndonos porque las camas eran rarísimas, muy antiguas y llenas de bultos, y ellas no sé, pero yo, desde luego, estuve la noche entera dando vueltas.
Por la mañana, que estaba todo oscuro, Azucena sí que protestó un poco porque decía que casi no había dormido, pero Patricia le quitó las sábanas y ella, aunque se enfadó y gritó, se tuvo que levantar, más que nada porque sólo tenía puesta una camiseta y unas bragas y decía que yo la miraba, y yo, para hacerla rabiar, me puse a mirarla y ella intentó darme, pero yo me aparté, y entonces, de pura rabia, llamó a Patricia no sé qué y Patricia hizo como que se enfadaba y le mandó que se levantara y se diera prisa, que si no, nos íbamos a perder la procesión, y al final fuimos, ellas bastante serias, que estaba todo nublado y como si fuera a llover. Nos pusimos al borde de una carretera estrecha, sentados en una tapia, aunque cuando aparecieron los primeros nos levantamos y los vimos pasar de pie, y al cabo de un rato desfiló la procesión entera, que era un montón de señores con la cara tapada, vestidos de negro y descalzos, todos con las velas apagadas y humeando porque hacía bastante viento, y entre ellos varios que tocaban el tambor, unos tambores grandes y en los que sólo daban un golpe, ¡pum!, y al cabo de un rato otro, ¡pum!, y luego otra vez, y todos callados y como mirando hacia el suelo y andando muy despacio, y al final, entre varios, traían una cruz de madera que debía de pesar bastante. Todos pasaron por allí, por la carretera, y se perdieron en dirección al pueblo, y nosotros y más gente que había mirando los seguimos y acabamos en una plaza que estaba atestada y en una de cuyas esquinas había una iglesia viejísima con toda la piedra carcomida por el agua –y por el tiempo; eso, y por el tiempo–, y allí se metieron los que pudieron, aunque la mayor parte de la gente se quedó en la calle, nosotros entre ellos, mientras la campana de la iglesia sonaba a cada poco, como antes los tambores, y luego no sé qué ocurrió que salieron todos otra vez y la gente entró en los bares que había por allí y Patricia dijo, bueno, pues habrá que desayunar, ¿no?, y entramos también nosotros en uno que estaba lleno de gente gritando, incluso algunos de los de la procesión, aunque entonces ya no llevaban la cara tapada, y pedimos cola caos y unas galletas muy raras y estuvimos en aquella mesa durante mucho rato mirando lo que sucedía a nuestro alrededor, toda la gente bebiendo copas y hablando en alto, y a Azucena, con lo del cola cao y el griterío, que en vez de las ocho de la mañana parecía que eran las doce, se le pasó todo y dijo a Patricia, oye, perdona, ¿eh?, que es que lo de antes no te lo quería decir..., y luego me miró bastante seria y dijo, y tú cállate, ¿eh?, que no estoy hablando contigo, y yo seguí con mi taza y las galletas e hice como que no la había oído, pero ellas se arreglaron y se pasaron el día entero andando cogidas de la mano, Azucena de lo más cariñosa y haciendo tonterías, que seguramente se había arrepentido de su arrebato y debía de querer hacer méritos, y por la tarde, sin que viniera a cuento, cuando estábamos viendo la puesta de sol en mitad de la llanura infinita y subidos en unas peñas, como ella estaba sentada a mi lado, fue y me dio un beso, yo creo que se lo había dicho Patricia, me cogió por un hombro y me dio un beso en la cara y luego se quedó mirándome mucho rato, seguramente a ver qué decía yo, pero yo no dije nada porque la había entendido de sobra, y es que Azucena es mi hermana, y aunque es bastante bruta, eso me da igual porque es mi hermana.
Luego continuamos aquella excursión tan larga y atravesamos casi todos los pueblos, bosques, páramos y barrancos de Castilla, y cada vez que encontrábamos un pantano o un río Patricia paraba el coche, ¡vaya sitio más bueno...!, e íbamos hasta la orilla, y aunque a veces daba marcha atrás y decía que de bañarse en aquel sitio ni hablar, que nos podíamos ahogar los tres, otras veces, sobre todo en los ríos que tenían piedras en las orillas, decía que sí, y que si no teníamos mucho frío que nos metiéramos en el agua, y una tarde, en un sitio precioso y lleno de arboledas sin fin, al borde de un canal, porque aquello no era un río sino una presa pequeña que había en un canal, Azucena dijo que no le apetecía ponerse el traje de baño y que si se podía bañar así, ¿cómo así?, pues me quito la ropa y con la de debajo..., y Patricia dijo, bueno, si a tu hermano no le importa..., pero a Azucena aquello le daba igual, bueno, si le importa que se fastidie, además, ¡como no hace más que mirar...!, y se quitó las botas, luego los calcetines, luego los pantalones, todo esto haciéndose la desentendida, y luego, ya mirándome, también la camiseta, y aunque me miraba a ver si yo la miraba, me hice el loco y dije, ah, pues yo también, ¿para qué me voy a poner el traje de baño?, total, los calzoncillos son como un bermudas, ¿no?, ¿no qué?, que los calzoncillos son como unos bermudas de esos y a mí me da igual, bueno, pues báñate como quieras, y le dije, ¿y tú?, y entonces Azucena se rió, ¿lo ves?, ¿lo ves?, si es que no quiere más que verte..., pero Patricia dijo, no, yo así, y se quitó la ropa y ella sí que llevaba debajo un traje de baño, y nos metimos en el agua que estaba helada, vamos, estaba congelada y sólo pudimos entrar y salir, pero mientras estuvimos allí vinieron los pájaros a vernos y estuvieron todo el rato saltando y haciendo ruido en los árboles que había encima de nosotros, y luego salimos y Patricia dijo que no nos vistiéramos con la ropa mojada, que nos la quitáramos y nos pusiéramos la que traíamos, y Azucena le dijo, ¿pero así, sin nada debajo?, sí, qué más da, ahora te secas, y luego, cuando vayamos al hotel, te duchas y te vuelves a poner a tu gusto, ¡ya, pero es que no me voy a desnudar delante de éste...!, y Patricia dijo, no, delante no, os volvéis de espaldas y así ninguno ve al otro, ¡venga, niños!, que os vais a quedar helados, y de aquella manera fue la cosa. Azucena se volvió a encasquetar los vaqueros y el jersey grandísimo y dijo que iba a ir siempre vestida así, sin nada debajo, que era mucho mejor, y como tenía el pelo mojado hasta yo la encontré bien, el día que digo estaba más guapa que en otras ocasiones, cuando se maqueaba y pintaba para ir a la discoteca, aunque fuera poco.
Aquellos días fueron fantásticos, todo el tiempo de pueblo en pueblo y parando en todas partes, recorriendo calles y plazas y castillos y ruinas sin parar y Patricia haciendo fotos de todo lo que veía, algunas veces con nosotros delante y otras sólo el paisaje, comiendo sopas gordísimas y una cantidad de carne como nunca habíamos comido, sobre todo cordero churruscante, que era lo que más me gustaba, y también chuletas enormes, pero es que aquella carne era de la buena porque alrededor de nosotros todo eran mieses y relucientes campos con rebaños de vacas, y hasta Azucena, que al principio no quería venir, cuando el domingo por la mañana Patricia dijo que teníamos que volver a casa, contestó que no le apetecía nada y que prefería quedarse a vivir por allí, y entonces Patricia le dijo, oye, ¿y tu ropa?, porque estarás deseando cambiarte y ponerte algo más elegante, ¿no?, y Azucena dijo que no, que no le importaba nada y que prefería estar así vestida, con las botas y los pantalones vaqueros y el jersey grandísimo, que se estaba muy bien, y luego añadió, ¡jo!, es que ahora..., otra vez, volver a la ciudad, y a casa..., y Patricia movió los hombros, ¿qué pasa?, nada, que se está muy bien aquí, y se puso medio ñoña, se agarró a Patricia y le dijo, oye, ¿para qué vamos a volver?, nos podemos quedar unos días más, ¿no...?, ¡anda, llama a mamá y se lo dices!, pero Patricia dijo que ni hablar, ¡niña, que tienes que ir al colegio!, y tu hermano también..., ¡qué más quisiera yo que quedarme!, pero no puede ser..., y además, ¿no decías que no te gustaba esto y que era una pesadez?, y Azucena tuvo que reconocer que lo había pasado muy bien. Bueno, pero volvemos a la noche, ¿eh?, que hasta la noche aún podemos ir a algún sitio y comer en un bar de esos..., ¿de cuáles?, pues de esos de los pueblos, que la comida de aquí está buenísima, y Patricia se reía aún más, ¡pero, niña!, ¿se te han olvidado ya las pizzas...?

miércoles, 29 de febrero de 2012

Nuevo libro llamado "Ojos azules"



Me he sacado de la manga un nuevo libro, que no es mala manera de comenzar un nuevo año. En realidad no es que me lo haya sacado de la manga, sino que he dedicado el 2011 entero a escribirlo.
Por sus páginas desfilan flores, omómidos, australopitecos, neandertales (hasta aquí antecesores de las personas), nómadas, agricultores, guerreros, fenicios, romanos, bárbaros, clérigos y nobles, piratas en Tierra Firme, venecianos dieciochescos, especímenes del Homo ludens y androides, y cada uno de ellos cuenta su particular aventura..., o lo que es lo mismo, es un libro compuesto de episodios en el que, a muy grandes rasgos, se describe la evolución de nuestra especie.
Al principio se llamaba Eslabones de una cadena, y poco después Cómo hemos llegado hasta aquí (dado que es una sucesión de aventuras, también lo podría haber titulado Cuadros de una exposición), pero como todo lo anterior me parecía muy complicado y lo que engarza las diversas historietas es el hecho (esto son las leyes de Mendel) de que sus protagonistas, que descienden unos de otros, tienen los ojos azules, al final (un mes antes de acabar) le cambié el nombre y con ese (Ojos azules) se ha quedado.
Aquí debajo pongo un par de páginas del texto. Es el final de la aventura de los australopitecos, famélicos seres que, hace cinco millones de años y en las orillas de un lago, andan buscando cualquier cosa que les sirva de merienda.

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Australopitecos en las orillas de un lago (final)

[...]
A media tarde, cuando los rayos del sol declinan hacia el ocaso y el tropel de desconfiados seres comienza a preludiar la retirada hacia los cuarteles nocturnos, un nuevo golpe de suerte que completará tan provechosa jornada surge inopinado ante sus ojos. En el embarrado fondo de una de las angosturas que festonean las aguas lacustres se muestra, descarado y reciente, un sucio y monstruoso nido semejante al que acaban de devastar. Sin embargo, algo retiene a aquellos seres famélicos, que lo contemplan indecisos desde las peñas que circundan el lugar. Debajo de ellos reposa el deseado trofeo blanco y oval, inmóvil, a su inmediato alcance, pero ninguno se atreve a dar el primer paso y ventean el aire como si temieran una asechanza. Dudan, y alternativamente dirigen su mirada hacia el nido y el cielo, pero es tal su privación que al fin uno de ellos, seguramente el más hambriento, harto a regañadientes se descuelga por las rocas hasta casi rozar la charca, y alargando uno de los brazos intenta alcanzar el huevo más próximo. No lo consigue, y tras contemplarlo frunciendo los ojos y torciendo la cabeza repetidamente, regresa con prisa junto a sus expectantes compañeros en lo alto de la peña.
Es entonces el joven de pelo rizado quien toma la iniciativa. Resoplando con vigor desciende por la pared de piedra hasta el fondo del embudo y se arroja de pie a la poza. Allí mantiene precariamente el equilibrio, pero ahora los huevos están a su alcance, y tomando el más cercano hinca en la cáscara los dientes con avidez. Desde su interior se derrama la apetecida sustancia, cuya mayor parte cae sobre el agua cenagosa, y él levanta la vista hacia los demás, que le contemplan anhelantes, con un malicioso ademán de triunfo..., pero he aquí que la naturaleza, tan generosa en ocasiones, se muestra pérfida y cruel en otras, y nuestro personaje –héroe de aquel día, que dijimos– siente de improviso cómo bajo sus pies se descubre una oculta y quién sabe cuán profunda sima...
–El suelo no existe –piensa entre nieblas–, sino sólo la amarillenta sustancia capaz de saciarme. Es hora de absorber los dones que a costa de sudor y lágrimas de sangre encontramos los más fuertes, los más capaces...
Sus pies se hunden imperceptiblemente en el viscoso asiento, y mientras toma con avaricia otro de los huevos y lo tritura ruidosa y apresuradamente, algunos de quienes desde arriba le observan comienzan a darse cuenta de que algo no va bien. La inmovilidad los atenaza, y sus bocas permanecen abiertas por el asombro, pero de ellas sólo brotan apagados estertores en los que puede advertirse la alarma.
Un significativo burbujear surge de la laguna, y quien se deleita engullendo con regodeo la amarillenta y monstruosa yema se tambalea hasta casi perder el equilibrio, aunque se rehace, y con gesto feroz toma un nuevo huevo y lo levanta hacia el cielo. Luego, mientras se hunde en la ciénaga hasta las rodillas, lo estrella con rabia contra su cabeza dejando que los líquidos que contiene le chorreen cuerpo abajo, y al fin, tras soportar impávido y atragantado la avalancha, emite un ruido agudo y discordante que recuerda a la estúpida risa de los borrachos.
Los que observan la escena, antes envidiosos pero ahora enmudecidos, rebullen a cada momento más inquietos, y luego, como obedeciendo a una señal, prorrumpen en un coro de gritos desesperados que presagian la catástrofe final.
Ya el agua polvorienta llega hasta la cintura de quien en ella está sumergido, pero nuestro personaje ha entrado en un rapto de enajenación que le impide darse cuenta de lo que sucede. Arrebatado por una emoción difícil de definir, y ofuscados sus sentidos ante los elementos que le aferran, encadena histéricos e irracionales movimientos que recrudecen su comprometida situación, pues atiborrado por el hartazgo de la deseada sustancia, atropelladamente destroza los huevos acompañado de mayúsculo desenfreno, y mientras vociferando los tritura y disemina la sustancia en las aguas, otros se los arroja por encima y deja que el contenido se derrame sobre sus hirsutas y ensortijadas greñas. Su cuerpo se hunde a cada nuevo golpe en el charco de barro que parece absorberlo, y pronto no es sino la cabeza y los hombros y los brazos alzados al cielo lo que sobresale de la marisma.
Es aquella escena de gran confusión, y a la vez que el accidentado se debate desesperada e inútilmente, los espectadores se encogen y ni por asomo se les ocurre prestarle la necesaria ayuda, y mientras unos descienden de la peña por la parte trasera y clamando como energúmenos se internan en la espesura, otros se agrupan sobre ella y desde allí contemplan huraños y retraídos el último acto del infausto y disparatado drama.
Al final, entre burbujas y espumarajos desaparece en el barro la última mano gesticulante manchada de yema y sólo quedan delatoras trazas de color amarillo que flotan durante unos instantes sobre el agua turbia, y quienes desde la peña aún observan lo sucedido, olvidados al instante de la tragedia que se ha abatido sobre ellos gruñen de nuevo descontentos y con avidez, pues evocan con precisión las extraordinarias cualidades de la sustancia que irremediablemente se pierde.
Poco a poco se apartan y descienden de la piedra por lugar seguro, y volviendo repetidamente la mirada atrás regresan hacia el bosque, en cuyas fragosidades se encuentra el cubil que frecuentan durante aquellas noches, y cuando el último de los errantes y cariacontecidos seres desaparece entre la fronda, sólo queda el escenario silencioso, las lejanas y traidoras aguas del lago y sus orillas cenagosas, el aún burbujeante charco de barro, la selvática espesura y los pájaros que a todas horas revolotean sobre ella; la naturaleza indiferente, en suma, que nunca cesa en su eterno manifestarse, y es tal la quietud del paisaje, y su inalterable monotonía, que de verdad parece que nada ha sucedido.

miércoles, 20 de abril de 2011

Personajes de mis novelas

Estas son Nastasia y Crucita, 
dos hermanas que protagonizan la novela llamada "Crucita y yo"

Esto de meter páginas en internet es el cuento de nunca acabar. Ahora se me ha ocurrido hacer una con este título (Personajes de mis novelas), puesto que como he escrito varias ha aparecido mucha gente que hace poco no existía, y aunque no tienen una fisonomía definida (cada uno que lo lee se imagina las cosas de manera diferente), no he querido dejar pasar la ocasión. Además, ellos son mis hijos, puesto que los he creado casi de la nada (o me los he sacado de la manga, vamos...). Al principio sólo había una hoja de papel en blanco, y luego, con el tiempo...

El enlace de marras es el siguiente:




miércoles, 9 de junio de 2010

Huevos con patatas


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A veces sucede que uno no sabe qué hacerse para cenar, y entonces tiras de comodín: ¡huevos con patatas...!, que son buenísimos. Lo mismo suele ocurrir con otras manifestaciones del espíritu, y lo que sucede entonces es que buscas en la carpeta de desechos de tienta hasta encontrar algo que cumpla la función.
Comodines, desechos de tienta... Bueno, pues sí, que esto que va a continuación tiene bastante de ello. Es un cuento que escribí in illo témpore sin pies ni cabeza. Como en esto de internet hay gente que le gustan las cosas raras, lo pongo aquí. Va de unos que quieren abrir un bar.

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EL BAR INFINITO

Érase una vez que treinta amigos, como los días del mes, querían abrir un bar. Lo malo de querer abrir un bar seis mil cuatro años después del principio del mundo –según las cuentas que echó aquel arzobispo de enrevesado nombre y que lo fue de Armagh, pintoresca localidad irlandesa, aunque de esto hace ya bastante tiempo– es que la burocracia existe, y si son treinta... Así, al pronto, parece que bastaría con tener ganas y dónde, pero la realidad es muy otra.
Para aclarar conceptos, los treinta amigos (digo amigos, pero las mujeres, las señoras y señoritas, que de todo había, tenían una cuota normal, una cosa como del cincuenta por ciento) convocaron una asamblea en la botica del boticario, que era un lugar como cualquier otro. Eso sí: todos aquellos armarios de nogal y castaño, y todos aquellos frascos de loza blanca con su letrerito... (¿Y qué decir del olor a alcanfor...?).
–¡Qué de gente!
–Claro, mujer...
Los que habían llegado antes ya estaban de palique.
–Lo malo de ponerse a trabajar es que te conviertes en un ser extrañísimo que está todo el día dando gritos.
El asesor fiscal, al que unas veces se llama don Bernabé y otras Orlando furioso –aunque la mayor parte de la gente le conoce como don Facundo, vaya usted a saber por qué–, y que es uno más de los miembros de la amplia y ecléctica pandilla, esperó a que la gente hubiera tomado asiento. Luego, tras pensarlo un poco, dio unos golpecitos en el atril.
–Señores...
En principio sólo había dos formas de encarar el asunto: o por lo legal, o en plan pirata. Eso ya lo sabían algunos, y los demás se supone que lo imaginaban, pero siempre está bien decir las cosas en voz alta; por si acaso.
Si lo hacían por lo legal, bueno... Como iban a trabajar todos, un día cada uno –que ya son ganas de complicar las cosas–, existía un inconveniente, un inconveniente que, a primera vista, parecía insalvable: tenían que fundar, dar de alta y poner en funcionamiento, una gestoría dedicada a surtirles a diario de papeles diversos. La baja del de ayer, el alta del de hoy, etc. Cosas del Auxilio Social, esa institución moderna que, a pesar de sus muchas y evidentes ventajas para los más desfavorecidos, tiene como última finalidad complicarlo todo; y si no la tiene, lo parece.
–¿Y no se puede recurrir a una gestoría ya existente?
–Se puede, pero entonces, ¿qué ganamos?
–Pues a ver quién toma el testigo.
–Eso. A ver.
Esta era una cuestión, pero se podría hablar de un sinfín de ellas. Lo de la basura, por poner un ejemplo.
–¿La basura? Bueno, cada día la saca uno.
Don Bernabé ya lo sabía: que la mayor parte de la gente no tiene ni idea de nada. No hablamos ya de cosmología, no: de nada de nada.
–Sí... El problema es que luego viene el camión de la basura y su mariachi y se la llevan...
Don Facundo hizo una pausa. La concurrencia le observaba expectante.
–... y a fin de mes pasa el Ayuntamiento con la rebaja.
La mayoría, como acabamos de decir, no tenía ni idea de qué iba la fiesta. Vamos, que ni les sonaba, lo que suele ser muy normal.
–Cómo... ¿Que cobran por llevarse la basura?
–Pues claro, hombre, ¿no lo sabías?
En el fondo se dejaron oír unos murmullos. Orlando furioso miró por encima de las gafas y continuó.
–Ahora vamos a hablar de la radicación.
Lo de la radicación solo lo escucharon algunos. Radicarse, menudo verbo, reflexivo... Arras, uno de esos melenudos que parece que se han escapado de alguna historieta de nuestro viejo amigo Shelton, o sea, que por el aspecto llevaba un retraso de unos treinta años, y que además era un etimologista aficionado y le encantaban las reiteraciones, empezó a darle vueltas en el coco.
–(Radicación... Radical... Raíz..., del latín radix, radicis. ¡Eureka! ¡La raíz de la raíz...! ¡La cuadratura del círculo!).
Arras no dijo nada, sólo lo pensó, pero empezó a rebullir en la silla.
–Qué..., ¿te estás quieto?
Arras, el melenudo, se estuvo quieto.
–Y ahora del iva...
La mayoría de los asistentes, oído que hubieron aquello, se hacían cruces y meneaban la cabeza... ¿Era posible que la cosa fuera tan complicada? Los pensamientos de don Facundo iban en otra dirección. Él pensaba, ¿será posible que tan pronto cunda el desánimo? Don Bernabé, alias Orlando furioso, que había bregado en muchas y muy difíciles batallas, lo tenía claro: esto pasa por trabajar con aficionados. Pues a ver qué dicen ahora.
–Además será necesario que uno se convierta en correo, en niño mensajero... Éste deberá tener moto, don de gentes y ser experto en las difíciles artes de lidiar con las cajeras de las Haciendas públicas.
El grito, llegados a este punto, era unánime.
–¡Imposible! ¡O si no, que vayan Andrea y Laura...!
Andrea y Laura, nuestros angelotes de siempre, protestaban.
–Oye, ¿por qué nosotros...?
–Hijos, vosotros no tendréis moto, pero tenéis alas.
A don Facundo no se le había acabado la cuerda, ni mucho menos.
–Pues eso no es nada. Todo el que se vaya a poner detrás de la barra deberá sacar, por ley, el denominado «carné de manipulador de alimentos»..., luego hay que añadir treinta carnés de manipuladores de alimentos.
–Pero ¿cómo es eso? ¿Te hacen un examen?
–No, te echan un vídeo y luego te preguntan. Sacárselo es una chorrada. Sólo tienes que jurar –o prometer– que te vas a lavar las manos cada vez que vayas al baño y unas cuantas cosas así...; y pagar, claro.
–¿También se paga por eso?
–También. Como ya se sabe, el Estado mete las narices donde puede, que de eso vive. Yo siempre pongo como ejemplo las tasas. ¿Que va usted a renovar el carné de conducir? Pues tasa al canto. ¿Que va a pescar truchas? Lo mismo. ¿Que va a...?, etc. El Estado funciona porque hay gente que hace cosas, que si nos estuviéramos todos en casa quietos viendo la televisión y respirando sólo lo imprescindible, otro gallo le cantara.
–¡Muera la televisión!
El grito, anónimo, partió del fondo.
–Muy bien dicho, pero aquí no hemos venido a hablar de política.
En esto, como en todo, había diversidad de criterios.
–Hombre, y ¿por qué muera? A mí me gusta...
Quien lo dijo lo dijo en voz baja, como si no estuviera muy de acuerdo. Aquello dio pie para todo un cúmulo de consideraciones.
–Bueno, ¿y los telediarios? Primero sale una gallina bastante repeinada, una gallina de colores eléctricos en un estudio de televisión, y luego otra gallina en un páramo, ésta ni peinada, mirando a la cámara, cacareando y aguantando un micrófono con la mano. ¡Y a eso le llaman información...!
Chiquita del Paraná, secundada por algunas mujeres, protestaba.
–¡Qué machista! Pero ¡qué machista...!
–Sí, desde luego, hay que ver... ¡Métete con los de arriba!
–¿Con los de arriba? Pero si todos los jefes de redacción son del bello sexo...
–¿Del bello sexo? Éste es gilipollas...
Don Bernabé, en su calidad de moderador, y no porque le importara lo más mínimo lo que allí estaba sucediendo, se afanaba en poner orden...
–Haya paz, señoras y señores.
... aunque nadie le hiciera caso.
–Oye, ¿y con éste vamos a montar un bar?
Don Facundo, viendo venir el nublado, decidió cortar por lo sano.
–Si no os calláis, no puedo acabar. Ahora mismo iba a decir lo de María.
Hubo un momento de expectación, sí, porque hasta María (lo han adivinado ustedes: precisamente María la superpija, que, viendo cómo están las cosas, no podía faltar) llevaba su parte.
–Y tú, María –lo de superpija no se lo decía–, que estás acostumbrada a hacer la tortilla de patatas –esa majestuosa tortilla de patatas con que nos deleitas– según las normas DIN..., ¿sabes lo que te espera?
María la superpija no tenía ni la menor idea, pero para algo estaba allí Orlando furioso.
–Pues yo te lo diré: el Estado, con su poder omnímodo, su largo brazo y su burocracia impía –o sea, que no tiene piedad– te obligará a hacerla según las normas ISO. Qué, ¿qué te parece?
María no se lo podía creer, aunque bueno, en realidad tanto le daba; ya hemos visto que a esta chica no le perturbaban demasiado semejantes extremos.
–Bueno, pues así es todo.
Don Bernabé, viendo las caras, tuvo un rasgo de humor.
–Ahora un descanso de diez minutos para echar un cigarro. ¡Pueden fumar, señores!
Todo el mundo se levantó, los más con cara de cansados. Alguno hasta bostezaba, y es que esto de los discursos...
–¿No te ha gustado el speech?
–No, si lo malo no es el speech. Yo, es que antes de empezar, ya estoy cansado. Y además, es que anoche me cogí una...
Emilio el pasta, que era sobrino lejano del general Martínez Campos, se expresaba, por lo común, con obviedades.
–¿Un sobao?
–Bueno, si no es de Martínez...
Emilio el pasta tenía un saque criminal: se tomaba el bacalao con sobaos. Además conocía otras mezclas.
–Te digo yo que al gazpacho se le puede echar coca cola: se lo he visto hacer a los japoneses en Sevilla.
Iulius, Iulius Saint-Tropez, por su parte, estaba rindiendo cuentas. Como cuando se mamaba no sabía lo que decía, pues eso, luego pasaba lo que pasaba.
–Pero, ¿no habíamos quedado el martes para lo de la merluzada?
Lo de la merluzada consistía en cocer la cabeza y las espinas, y con el caldo, salsa de tomate, arroz, una cebolla, un par de huevos duros y lo que se le pudiera sacar a los despojos, hacer una sopa. La cola se cocía ligeramente, y con una mayonesa como Dios manda, segundo plato, y los filetes se rebozaban, se freían sólo lo justo y se comían de tercero. Iulius rebuscaba en su memoria.
–Hija, me parece que el otro día quedé contigo, con Carola, con Néstor, con Nadine (la de la verdulería), y con el novio de la concejala de festejos.
–Pero ¿va a dar para todos? Las merluzas buenas sólo suelen pesar tres o cuatro kilos.
–No, con Carola fue para hacer un tayín; con Néstor un pil-pil que no tarde tres cuartos de hora en ligar; con Nadine (la de la verdulería) había hablado de castañas con chorizos, y con el novio de la concejala de festejos, naturalmente, de alubias con morcilla de Villarcayo; todo esto si no me falla la memoria.
A Iulius, Iulius Saint-Tropez, en cuanto se mamaba le entraba un hambre fenomenal. Lo de la memoria, de todas formas, está claro que no le fallaba; todo lo contrario que a Sacristán, que había sido camarero en un bar que se llamaba «La tuna». Sacristán era cocinero de verdad, y además amigo de la infancia del alcalde de su pueblo. El alcalde de su pueblo, que era de los que opinaban que como lo de casa, nada, contrataba a Sacristán con cargo a los fondos municipales para que instruyera a las marujas de su pedanía en las artes culinarias. Sacristán estaba especializado en cocidos, pero con el tiempo, viendo que nadie se enteraba de nada y que las tales amas de casa aprovechaban sus charlas para darse al cotilleo, acabó por hartarse.
–No, yo ya no hablo nunca de los cocidos, ya estoy harto de hablar de cocidos. Ahora sólo doy conferencias acerca de un tema: «Sobre el bicarbonato».
–¿Sobre el bicarbonato? Pero, ¿tan duros te salen que tienes que tomar bicarbonato?
Sacristán elevaba los ojos al cielo y, pese a que se consideraba un agnóstico, pensaba,
–(Señor, perdónales, porque no saben lo que dicen).
Sacristán conocía estos asuntos del colegio; lo de la cocina lo había aprendido después.
Al cabo de los diez minutos la peña volvió a ocupar sus sitios y don Facundo a subirse al estrado, aunque esta vez para despedirse.
–Señores, ya hemos visto, con cierta extensión, el aspecto legal del asunto. En mi modesta opinión..., también se deberían estudiar las posibles alternativas, todas bordeando la ilegalidad, que se abren ante nosotros, pero esto ya no me compete, por lo que aquí arriba no pinto nada. Que hable otro.
Y se bajó. Pablito clavó un clavito (a veces don Pablo), alias el chapuzas e improvisador nato, decidió dirigir el cotarro.
–Venga, sí, que hable el chapuzas.
El arquitecto Pablito clavó un clavito, alias el chapuzas...
(Una de sus especialidades consistía en tallar a punta de navaja zanahorias en forma de caballito de mar. Además estaba empeñado, ¡como tantos!, en construir una escalera al cielo, y se hallaba allí porque su novia pertenecía a la vasta pandilla).
... subió al estrado. A Pablito clavó un clavito aquello ni le iba ni le venía, pero si lo iban a hacer en plan pirata... Ahí va.
Primero, la decoración. Como quiera que el asunto tenía el cariz de ir a durar unos dos cuartos de hora mal medidos, un requisito indispensable era hacerlo con lo puesto. Pablito clavó un clavito, dado su oficio, se sabía algunos trucos.
–Una solución puede ser forrarlo con papel de periódico.
–Con papel de periódico, con papel de periódico... ¿Dónde se ha visto un bar serio forrado con papel de periódico?
Sin embargo, a otros no les parecía tan descabellado.
–Pero ¿quién ha dicho que vayamos a montar un bar serio?
–No. Yo es que si no, me borro.
–Bueno, bueno..., si todavía no se ha apuntado nadie...
A Pablito clavó un clavito le gustaba mucho el papel, los papeles en general.
–También se puede hacer de otra manera. Traemos a todos los niños que tengamos... A ver, ¿cuántos niños tenemos?
–Eso, que se sumen.
–Yo tres.
–Yo dos...
Al final resultó que había veintitantos.
–Bueno, pues la cosa es así: traemos a todos los niños, les damos un montón de rollos de papel de water para que hagan bolas, y éstas, mojadas en agua, se tiran contra paredes y techo. El resultado se deja secar un par de días. Queda bien y es barato.
La mayor parte de aquella gente era de lo más sosa.
–¡Pero éste qué dice...!
Y además, no hay que olvidarlo, los detalles. Por ejemplo, las actividades. Unos querían poner parchís y otros ajedrez. También estaba ese juego chino..., como se llame. Y las cartas, las barajas, las fichas, ¡los amarracos...! Los tapetes verdes también salieron a relucir.
–Yo tengo un primo en Lorca (Murcia), que nos los dejaría muy baratos.
–Lo malo es que se queman. En seguida les salen esas manchas negras con un agujerito en mitad...
–Y ¿por qué no ponemos un bar en pelotas? Todo vacío, las paredes blancas... Sólo la caja registradora.
A la seño de Mariquita, que era gorda y coloretuda, llevaba pañuelos de marca de los que las funcionarias usan como toquillas y se llamaba como una canción de Peppino di Capri (Roberta), la idea le pareció de perlas.
–¡Eso! ¡Viva el bar en pelotas...! ¡Y viva el churro de oro!
Aquello del churro de oro era, sin duda, una reminiscencia infantil, de las que ya se sabe que cada cuál tiene las suyas. Sí, algunos no beben pero eso no quita, que aquí todo el mundo tiene sus locuras.
Lo de la música era aparte. Unos que si música clásica y otros que si moderna... Jazz, barrocos, rock and roll, bossa nova, todo salió allí a relucir. Mariano el gandul era más partidario de la música moderna. De la del siglo XXI, como él decía.
–Ah, pero es que a ti, ¿no te gusta la música clásica?
–¿A quién? ¿A mí...? Yo, macho, es que cuando oigo música clásica..., ¡vomito!
Mariano (el gandul) era muy exagerado, la verdad.
–¡Vomito, macho, vomito...!
Mariano (el gandul) ponía tal cara de angustia que todos le creían.
... y aun otros ninguna música: el bar, en tal caso, se podría llamar «El silencio».
–«El silencio»..., «El silencio»..., pues ¡vaya nombre! –decía una garduña metida a menestral.
–¡Vaya! ¿Es usted una garduña metida a menestral?
La garduña se quedaba un poco cortada. ¡Hay que ver lo que saben algunos!
El pirata de las gafas de sol, que por un lado era como el del martini –claro, por las gafas–, lo que era muy propio para un bar, y por otro inventor reconocido, prueba suerte ahora.
–Yo tengo un nombre mejor...: «Los guerreros de mirada oscura de la toma de Cavite».
El nombre cayó como una bomba entre los que había por allí cerca, pero el pirata de las gafas de sol no estaba dispuesto a dejarse amilanar.
–Aunque ustedes no se lo crean, era una alpargatería que uno de mis bisabuelos tenía en Mombeltrán, Ávila.
Además, la limpieza.
Agamenón, que, como su nombre indica, era gallego y nacionalista, ¡hala!, ¡tararí!
–Patrón no friega.
Aunque era gallego lo dijo en castellano, contradiciéndolo todo.
–Pero, ¡hombre!, ¿no decías...?
Agamenón, que, además de gallego y nacionalista –y estudiante– era marino, lo repitió; por si no había quedado claro.
–Patrón no friega.
Aquello ponía las cosas difíciles.
–Cada uno según sus posibilidades y a cada cual según sus necesidades.
Eso. Y bueno, por último, las bebidas. El complicado cubata de los pobres, la amarga cerveza rubia y la dulce cerveza negra, el ron ultramarino, el vermú italiano y el orujo rascador, el gin-tonic de los señoritos...
–¡Qué de cosas! Y ¿hay que aprenderse todo eso?
–Digo yo... Si vamos a ser barmans...
–Pues habrá que montar una academia...
El tío Pepe, que estaba al fondo hablando de su tema preferido, la música, fue interrumpido. Al tío Pepe, que ya no cumplía los cuarenta, le gustaban las chavalas; normal.
–¿Has visto que tía?
–Na... Esa es muy mayor pa mí...
–¿Muy mayor pa ti...? ¿Entonces tú...?
–Mira, hermano, por si no te has enterado: las de treinta y muchos, como esa a la que aludes, hace ya tiempo que no me dicen nada. A mí me gustan las de quince.
–Hombre, ¡también tú...!
–¿Qué pasa con las de quince? A ver, ¿a ti cuáles te gustan?
–¿A mí...?
–Qué..., ¿no lo sabes? Bueno, pues yo sí. A mí me gustan las de quince.
El tío Pepe no discutía estas cosas. ¡Si lo sabría él...! Y hablaban de lo que hablaban.
–Bueno, pues lo que te decía... De entre las innumerables versiones que conozco de «Noche de paz», las mejores son: una, la de los niños cantores de Viena, en concreto una grabación de los años cincuenta que tengo en casa, y dos, la que canta una niña desconocida en «La taberna del irlandés», película, como usted sabe, de John Ford y ambientada en los mares del sur.
El tío Pepe pasaba del tú al usted con toda naturalidad. Honorio, apellidado de Ardanza, alias Cabezolín, era de lo más fantástico. Claro...
–(Ahora llaman a la puerta y...).
Efectivamente, llamaron a la puerta: toc, toc, toc. Melania, cuyo padre había sido hacía tiempo un gran forofo de aquella cantante que se llamaba Melanie y en la actualidad era la que estaba más cerca de la entrada, abrió. Un sujeto con aspecto de sargento (uniforme de campaña, gafas rayban, botas, fusil ametrallador bajo el brazo y galones, ¡ay, galones!), estaba allí, de pie. Entró sin preguntar nada.
–¡Eh!, ¿quién es ése? ¡Que no estamos en carnavaal...!
El sargento, que no tenía voz de actor de doblaje sino más bien de extraterrestre, o, ya puestos, de Pato Donald, hizo caso omiso.
–Señores, soy El Reverendo Microondas y estoy aquí buscando mis señas de identidad.
Como es lógico, aquello se lo tomaba todo el mundo a cachondeo.
–Sí, las señas de identidad... ¡Ponte las pilas, macho!
–¡Bueno, mira a éste..!
El Reverendo Microondas, que aquella tarde había decidido disfrazarse de sargento, levantó un brazo.
–Señores, hemos recibido informaciones de que aquí se está cometiendo un atropello..., una injusticia..., ¡sí..., una ilegalidad, un desafuero!, y he sido comisionado para impedirlo. Por si alguien tiene pensado hacer alguna tontería, les diré que me he traído la División Acorazada.
Lo que faltaba: ¡un sargento mandando una división...! Los que había alrededor del estrado se sublevaron.
–Pero, bueno, ¿es que ya no se puede ni discutir sobre la forma de encauzar los asuntos burocráticos?
–Sí, sí, los asuntos burocráticos... Ustedes –y no me digan que no, porque lo sabemos todo– están planeando abrir un bar sin autorización; eso lo primero... Y además y por ejemplo, ¿qué era eso de las niñas de quince años? ¿Y lo de las tasas? ¿Y lo del bicarbonato...? Señores, están ustedes faltando a todas las reglas del más elemental juego democrático. ¡Venga!, saliendo a la calle de uno en uno y con el carné en la boca.
La calle estaba llena de tanques con el motor encendido y soldados armados con la cara pintada de negro. ¡Honorio, Honorio de Ardanza –o sea, Cabezolín– no sabía en dónde meterse!
Desde el estrado se reclamaba seriedad.
–Oye, qué..., ¿seguimos con esto?
... pero a aquellas alturas ya nadie se enteraba de nada.
– Hablando de parejas, la cohabitación no conduce a ningún fin práctico. La pareja, como tú dices, puede que mole, pero si cohabita, está llamando a la puerta de su ocaso.
–Bueno, ese es una parecer.
–No sé quién –me parece que Stendhal– leía todas las noches dos páginas del Código Civil para pulir el estilo. A mí me pasa lo mismo con la mecánica cuántica. ¿Será malo?
–Oye, ¿y tú te acuerdas de Sylvie Vartan?
Fernando, el padre de Mariquita, sólo era un poco fotógrafo, pero, para que se vea cómo cambian las cosas, a estas alturas del relato tenía una novieta canaria que gastaba nombre de estrella. Tania, la piba de nombre de estrella –que por cierto, nadie sabe de dónde ha llegado– tenía la extraña manía, o afición, de agarrarle por las solapas.
–Anda, enséñame a hacer fotos.
–Bueno, mira. La luz entra por este agujerito y deja embarazada a la cámara.
–¡Tonto!
Al final, como no se ponían de acuerdo, y por las trazas no se iban a poner nunca, el boticario, que aún no había despegado la boca, se levantó.
–Señores, ¿saben lo que digo? Que como se hace de noche, me voy a tomar unas copas. El último, que apague la luz.

sábado, 20 de marzo de 2010

Crucita y yo

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Crucita es una niña superguai (tocada por el dedo de los Dioses, podría decirse) que cuenta sus andanzas desde la cuna hasta que cumple veinte años; infancia y juventud, es decir, la mejor edad, pues después ya nos ponemos todos muy pesados y no hacemos otra cosa que protestar y repetirnos. Su narración ocupa 400 páginas y es cualquier cosa menos normal, porque Crucita, a quien también se conoció como rubia, niña pequeña, bella durmiente, especie de maciza y otros varios adjetivos de parecido tenor, estaba tocada por el dedo de los Dioses, y de esos hay muy pocos, y por el cariz que están tomando los acontecimientos (pornografía, política, cotilleo, fútbol y otras lindezas con que nos obsequia el systema), cada vez va a haber menos.

Bueno, pero no es mi intención poner aquí debajo alguna parte de este libro (una novela novela, ¿eh?; a ver si alguien se va a pensar lo que no es...), sino que, mucho mejor, coloco los enlaces de varios trozos que he ido poniendo en los blogs, y así, el que quiera, puede conocerla. Imagino que pocos lamentarán poner la vista encima a tan significado personaje, y no sólo por lo guapísima que es, que eso ya se nota, sino por las cosas que dice, que pocos serán capaces de imaginar antes de leerlas.

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Crucita la parlanchina comienza su andadura

Monólogo de la niña cuando le tuvo que poner nombre a su perro

Receta de fabada que el Rockero (que es asturiano) explica a Crucita

Cuando Crucita cumplió quince años

Luna de miel de Crucita