martes, 27 de marzo de 2012

Vacaciones de Semana Santa


Esta es la historia de Pipo y Azucena, dos hermanos de trece y catorce años que, conducidos por la mulata Patricia, una chica jamaicana guapísima a la que tienen de institutriz, hacen un viaje por Castilla la vieja aprovechando las vacaciones de Semana Santa.
Pertenece a una de mis novelas, la que lleva por nombre «Las estaciones», y, dadas las fechas, me ha parecido apropiado para meterlo aquí.
Si se mira bien, resulta que este fragmento también podría ser una glosa de las excelencias de la región aludida, o una página de la mejor publicidad sobre ella, tales son las cosas que se dicen.

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Vacaciones de Semana Santa

A los pocos días nos dieron las vacaciones de Semana Santa, pero antes nos dieron las notas, y como a Azucena le suspendieron no sé cuántas, mamá le dijo que de irse con Rosana y sus padres a la costa, nada, que mi hermana ya se las prometía muy felices y se quedó bastante triste, y entonces, al día siguiente, Patricia dijo que ya estaba bien de desgracias y de malas caras y de jugar con el ordenador –sobre todo a aquello de Némesis del Espacio Profundo, aunque seguía sin poder dejar a mi gusto a la mulata que allí salía y mucho menos ganar, que era lo bueno y cuando podías desvestir a la que habías elegido–, que me iba a quedar tonto y lo que teníamos que hacer era irnos a algún lado, a la playa o a cualquier otro sitio que estuviera lejos de casa, que andando por esos caminos se aprenden muchas cosas que vosotros no sabéis, así dijo, y ya que estás ahí, ante esa máquina, busca algún sitio al que podamos ir, y estuvimos mirando en internet y encontramos muchísimos, todos con fotos, y entre ellos uno que se llamaba El Confital, Azucena decía la confitería, la Casa de los Coroneles, una casa que, según Patricia, era como alguna de su pueblo, allá en Jamaica, en el Caribe.
–¿A que no sabes lo que es el Caribe?
–¡Hombre, no...! Un mar. El mar de tu tierra.
–Muy bien, Pipo, muy bien... Bueno, y ahora, ¿a que no sabes lo que es la ruta del románico?
–¿Del qué?
–¡Ah! ¿Ni siquiera sabes lo que es el románico?
–No. ¿Qué es?
–Pipo, no me extraña que te suspendan... Es un estilo arquitectónico del siglo XII.
–¿Y qué?
–Nada. A ver, busca la ruta del románico.
... y yo lo busqué y encontramos muchas cosas que a Patricia le interesaron, incluso montones de fotos con el cielo muy azul, y entonces ella se puso de acuerdo con mamá y al día siguiente por la mañana nos montamos en el coche los tres y nos fuimos de viaje, aunque no a la playa sino a aquello de la ruta del románico que yo no sabía lo que era, a Castilla la Vieja, que es muy grande y muy ancha y hay muchísimos sitios bonitos para ver. ¿Tú crees...?, le dijo Azucena, que no quería ir y separada de su amiga Rosana estaba bastante enfurruñada, y Patricia le contestó, pues claro, mujer, ya verás qué cantidad de pueblos y sitios nuevos vamos a encontrar, y Azucena dijo, ¡jo, pues vaya rollazo!, y Patricia, que no quería discutir, dijo, bueno, bueno, ya veremos, y como mi hermana llenó una maleta de ropa, Patricia le dijo que ni hablar, ¿quieres ir cargando con todo eso por el campo...?, porque nos vamos al campo, ¿eh?, y allí no te va a ver nadie; no, déjalo todo ahí, ponte unos zapatos buenos y unos vaqueros, coge unas camisetas y andando, y entonces Azucena dijo, ¡sí, anda, todos los días con lo mismo!, pero Patricia la convenció, y durante aquellos días, que no fueron muchos, sólo cinco o seis, Azucena fue vestida igual, que era raro, pero aquella vez lo hizo, y como de todas formas los vaqueros eran apretados y un poco cortos, o sea, que se le veían los calcetines y un trozo de pierna y le quedaban bien, estuvo todo el tiempo mirándose en los escaparates y en los cristales de los coches que estaban aparcados y casi no protestó. Luego resultó que lo que más le gustaba era un jersey de Patricia que le quedaba bastante grande, le sobraba por todas partes, sobre todo de largo y por las mangas, pero dijo que era lo que más le gustaba y que no se lo iba a quitar, y luego le preguntó que si se lo regalaba y Patricia se quedó sorprendida, ¿lo quieres?, pues para ti, mujer, ¡ay, sí, sí, gracias...!, ya verás, no me lo voy a quitar en todo el camino, ¡jo, es que es más guay...!, y no hacía más que mirarse en el espejo de la habitación y darse vueltas.
Patricia quería conocer Castilla porque decía que era el sitio en donde se había desarrollado buena parte de la historia de nuestro país, ese país tan grande y complicado que se llama España, la historia que ella estaba estudiando, que le interesaba mucho, y allá fuimos, pero a Patricia no le gustaban las ciudades, que decía que nunca sabía qué hacer en ellas con aquel coche tan grande y que dejándolo por ahí nos iban a romper un cristal y a robar todo lo que llevábamos, que en realidad no era casi nada, y con aquello resultó que a ciudades fuimos a pocas y estuvimos todo el tiempo de pueblo en pueblo. Llegábamos a uno, dejábamos el coche en una calle y nos íbamos a andar por él y a buscar el barrio antiguo y la plaza, y si es mayor, mejor, porque en todos estos sitios hay plaza mayor; fijaos, ayer estuvimos en dos en los que había plaza mayor, hasta una llena de soportales de piedra y con una iglesia muy antigua en un extremo, y hoy vamos a ver otras, ¿no?
En el coche había un mapa y Patricia fue todo el tiempo mirándolo, dando vueltas y diciendo, y ahora vamos a ir a Madrigal, y ahora a Peñaranda, y ahora a no sé dónde, y luego decía otros nombres y fuimos a todos, desde luego hicimos muchísimos kilómetros en aquellos días y vimos varias procesiones de las que hay en Semana Santa, la primera de casualidad porque la encontramos al llegar a uno de los pueblos, un sitio en el que no dejaban pasar a los coches y nos tuvieron bastante rato parados, y luego, buscándolas y preguntando en dónde había las más raras, nos encaminaron a un lugar que estaba por allí cerca y en el que la procesión era en las afueras, en mitad del campo, y además había que levantarse muy temprano, cuando amanecía o antes, y resultó que en aquel pueblo no había ningún hotel ni nada que se le pareciera, pero una señora de un bar nos dijo que si queríamos podíamos dormir en su casa, que tenía un cuarto con tres camas y que si aquello nos convenía que fuéramos, ustedes verán, y Patricia nos dijo, qué, ¿os atrevéis a dormir en una casa de un pueblo de verdad?, y Azucena le contestó, sí, ¿por qué no?, pero cuando entramos lo entendimos porque la casa era viejísima y todos los suelos rechinaban como si se fueran a hundir y tragarnos para siempre. La señora nos llevó a la habitación, que era enorme y muy baja, encendió la luz, una luz que colgaba del techo, y dijo, aquí es, ¿les gusta?, y aunque el sitio era bastante raro nosotros dijimos que sí, que claro, y nos fuimos a pasear por el pueblo, en donde cenamos.
Luego, cuando volvimos, a Azucena y a mí nos extrañó todo, los muebles, los cuadros llenos de polvo, las mantas de las camas, que eran como antiguas, y hasta las mismas camas, que estaban muy frías, y cuando hubimos revisado los objetos que contenía aquella gran habitación, Patricia dijo, niños, cada uno a su cama, y entonces Azucena casi chilló, ¡ah, no, que yo no me desvisto delante de ése!, y Patricia apagó la luz y dijo, venga, que ahora no te ve, y riéndose añadió, ¡venga, niña, que enciendo...!, y se oyó a Azucena desvestirse a toda velocidad y gritar, ¡ayyy...!, ¡oye, no, espera, espera...!, y luego dijo, ¡ya!, y cuando Patricia encendió la luz ella estaba tapada hasta el cuello y yo en mi cama. Entonces Patricia nos dijo, esto sí que es raro, ¿verdad? Fijaos, estamos en medio de Castilla la Vieja, en un pueblo perdido que casi no tiene luz, porque la han debido de poner hace poco, ni carretera ni nada..., ¡oye, carretera sí tiene!, que nosotros hemos venido por ella, bueno, sí, pero no es una carretera importante sino sólo una carretera que viene a este pueblo, o sea que por aquí no pasa nadie y no hay turistas ni nada de eso, sólo los de aquí y los de los pueblos de al lado que han venido a ver la procesión de mañana. Estamos casi como en el siglo XII, o el XIII, cuando aquello de la Reconquista y estas tierras cambiaban de dueño todos los años y los reyes de León y Castilla las repoblaban con gentes que traían de otras partes para que los musulmanes no volvieran a instalarse en ellas... ¿No os habéis fijado en que no se oye ni un ruido?, y nosotros prestamos oído y tuvimos que convenir en que era verdad porque no se oía nada, sólo algún golpe lejano de vez en cuando, que seguramente era la señora de la casa trajinando, un perro que ladró un par de veces y un coche que pasó a lo lejos, aunque casi ni se le oyó. Sí, no se oye nada, dijo Patricia, como en los lugares encantados, y menos ese rumor que se escucha siempre que estás en una ciudad, todos los coches lejanos y los motores de la civilización..., y allá arriba estarán las estrellas como siempre han estado y a nuestro alrededor los enormes bosques, esos pinares llenos de animales salvajes que llevan viviendo aquí desde el principio de los tiempos..., y ahora, fijaos en esto, y nosotros miramos y Patricia abrió las contraventanas de madera vieja, encendió unas velas que había encima de un mueble y apagó la luz, y entonces, con todas aquellas sombras y luces temblequeantes sí que de verdad me pareció que habíamos retrocedido en el tiempo y estábamos en algún lugar de los que aparecen en los programas de ordenador, en los de misterio..., bueno, y en los libros, para qué voy a decir otra cosa, que son de los pocos sitios en donde uno puede encontrar mundos nuevos, más rodeados por todos aquellos muebles viejísimos, y a través de la ventana, que era muy pequeña, vi que parpadeaban unas luces, esas luces que en la ciudad y entre sus nieblas casi nunca puedes distinguir...
Luego Patricia dijo, niño, ponte mirando a la pared, y yo pregunté, ¿para qué?, y ella dijo, venga, date la vuelta que ahora me toca a mí desvestirme, y yo hice como que hacía lo que me mandaba pero procuré no perder del todo el punto de vista, aunque ella se dio cuenta, claro, y dijo, Pipo, ¿quieres ponerte mirando a la pared?, y no me quedó más remedio que hacerlo, y luego, cuando estábamos los tres en la cama, pasamos horas hablando y riéndonos porque las camas eran rarísimas, muy antiguas y llenas de bultos, y ellas no sé, pero yo, desde luego, estuve la noche entera dando vueltas.
Por la mañana, que estaba todo oscuro, Azucena sí que protestó un poco porque decía que casi no había dormido, pero Patricia le quitó las sábanas y ella, aunque se enfadó y gritó, se tuvo que levantar, más que nada porque sólo tenía puesta una camiseta y unas bragas y decía que yo la miraba, y yo, para hacerla rabiar, me puse a mirarla y ella intentó darme, pero yo me aparté, y entonces, de pura rabia, llamó a Patricia no sé qué y Patricia hizo como que se enfadaba y le mandó que se levantara y se diera prisa, que si no, nos íbamos a perder la procesión, y al final fuimos, ellas bastante serias, que estaba todo nublado y como si fuera a llover. Nos pusimos al borde de una carretera estrecha, sentados en una tapia, aunque cuando aparecieron los primeros nos levantamos y los vimos pasar de pie, y al cabo de un rato desfiló la procesión entera, que era un montón de señores con la cara tapada, vestidos de negro y descalzos, todos con las velas apagadas y humeando porque hacía bastante viento, y entre ellos varios que tocaban el tambor, unos tambores grandes y en los que sólo daban un golpe, ¡pum!, y al cabo de un rato otro, ¡pum!, y luego otra vez, y todos callados y como mirando hacia el suelo y andando muy despacio, y al final, entre varios, traían una cruz de madera que debía de pesar bastante. Todos pasaron por allí, por la carretera, y se perdieron en dirección al pueblo, y nosotros y más gente que había mirando los seguimos y acabamos en una plaza que estaba atestada y en una de cuyas esquinas había una iglesia viejísima con toda la piedra carcomida por el agua –y por el tiempo; eso, y por el tiempo–, y allí se metieron los que pudieron, aunque la mayor parte de la gente se quedó en la calle, nosotros entre ellos, mientras la campana de la iglesia sonaba a cada poco, como antes los tambores, y luego no sé qué ocurrió que salieron todos otra vez y la gente entró en los bares que había por allí y Patricia dijo, bueno, pues habrá que desayunar, ¿no?, y entramos también nosotros en uno que estaba lleno de gente gritando, incluso algunos de los de la procesión, aunque entonces ya no llevaban la cara tapada, y pedimos cola caos y unas galletas muy raras y estuvimos en aquella mesa durante mucho rato mirando lo que sucedía a nuestro alrededor, toda la gente bebiendo copas y hablando en alto, y a Azucena, con lo del cola cao y el griterío, que en vez de las ocho de la mañana parecía que eran las doce, se le pasó todo y dijo a Patricia, oye, perdona, ¿eh?, que es que lo de antes no te lo quería decir..., y luego me miró bastante seria y dijo, y tú cállate, ¿eh?, que no estoy hablando contigo, y yo seguí con mi taza y las galletas e hice como que no la había oído, pero ellas se arreglaron y se pasaron el día entero andando cogidas de la mano, Azucena de lo más cariñosa y haciendo tonterías, que seguramente se había arrepentido de su arrebato y debía de querer hacer méritos, y por la tarde, sin que viniera a cuento, cuando estábamos viendo la puesta de sol en mitad de la llanura infinita y subidos en unas peñas, como ella estaba sentada a mi lado, fue y me dio un beso, yo creo que se lo había dicho Patricia, me cogió por un hombro y me dio un beso en la cara y luego se quedó mirándome mucho rato, seguramente a ver qué decía yo, pero yo no dije nada porque la había entendido de sobra, y es que Azucena es mi hermana, y aunque es bastante bruta, eso me da igual porque es mi hermana.
Luego continuamos aquella excursión tan larga y atravesamos casi todos los pueblos, bosques, páramos y barrancos de Castilla, y cada vez que encontrábamos un pantano o un río Patricia paraba el coche, ¡vaya sitio más bueno...!, e íbamos hasta la orilla, y aunque a veces daba marcha atrás y decía que de bañarse en aquel sitio ni hablar, que nos podíamos ahogar los tres, otras veces, sobre todo en los ríos que tenían piedras en las orillas, decía que sí, y que si no teníamos mucho frío que nos metiéramos en el agua, y una tarde, en un sitio precioso y lleno de arboledas sin fin, al borde de un canal, porque aquello no era un río sino una presa pequeña que había en un canal, Azucena dijo que no le apetecía ponerse el traje de baño y que si se podía bañar así, ¿cómo así?, pues me quito la ropa y con la de debajo..., y Patricia dijo, bueno, si a tu hermano no le importa..., pero a Azucena aquello le daba igual, bueno, si le importa que se fastidie, además, ¡como no hace más que mirar...!, y se quitó las botas, luego los calcetines, luego los pantalones, todo esto haciéndose la desentendida, y luego, ya mirándome, también la camiseta, y aunque me miraba a ver si yo la miraba, me hice el loco y dije, ah, pues yo también, ¿para qué me voy a poner el traje de baño?, total, los calzoncillos son como un bermudas, ¿no?, ¿no qué?, que los calzoncillos son como unos bermudas de esos y a mí me da igual, bueno, pues báñate como quieras, y le dije, ¿y tú?, y entonces Azucena se rió, ¿lo ves?, ¿lo ves?, si es que no quiere más que verte..., pero Patricia dijo, no, yo así, y se quitó la ropa y ella sí que llevaba debajo un traje de baño, y nos metimos en el agua que estaba helada, vamos, estaba congelada y sólo pudimos entrar y salir, pero mientras estuvimos allí vinieron los pájaros a vernos y estuvieron todo el rato saltando y haciendo ruido en los árboles que había encima de nosotros, y luego salimos y Patricia dijo que no nos vistiéramos con la ropa mojada, que nos la quitáramos y nos pusiéramos la que traíamos, y Azucena le dijo, ¿pero así, sin nada debajo?, sí, qué más da, ahora te secas, y luego, cuando vayamos al hotel, te duchas y te vuelves a poner a tu gusto, ¡ya, pero es que no me voy a desnudar delante de éste...!, y Patricia dijo, no, delante no, os volvéis de espaldas y así ninguno ve al otro, ¡venga, niños!, que os vais a quedar helados, y de aquella manera fue la cosa. Azucena se volvió a encasquetar los vaqueros y el jersey grandísimo y dijo que iba a ir siempre vestida así, sin nada debajo, que era mucho mejor, y como tenía el pelo mojado hasta yo la encontré bien, el día que digo estaba más guapa que en otras ocasiones, cuando se maqueaba y pintaba para ir a la discoteca, aunque fuera poco.
Aquellos días fueron fantásticos, todo el tiempo de pueblo en pueblo y parando en todas partes, recorriendo calles y plazas y castillos y ruinas sin parar y Patricia haciendo fotos de todo lo que veía, algunas veces con nosotros delante y otras sólo el paisaje, comiendo sopas gordísimas y una cantidad de carne como nunca habíamos comido, sobre todo cordero churruscante, que era lo que más me gustaba, y también chuletas enormes, pero es que aquella carne era de la buena porque alrededor de nosotros todo eran mieses y relucientes campos con rebaños de vacas, y hasta Azucena, que al principio no quería venir, cuando el domingo por la mañana Patricia dijo que teníamos que volver a casa, contestó que no le apetecía nada y que prefería quedarse a vivir por allí, y entonces Patricia le dijo, oye, ¿y tu ropa?, porque estarás deseando cambiarte y ponerte algo más elegante, ¿no?, y Azucena dijo que no, que no le importaba nada y que prefería estar así vestida, con las botas y los pantalones vaqueros y el jersey grandísimo, que se estaba muy bien, y luego añadió, ¡jo!, es que ahora..., otra vez, volver a la ciudad, y a casa..., y Patricia movió los hombros, ¿qué pasa?, nada, que se está muy bien aquí, y se puso medio ñoña, se agarró a Patricia y le dijo, oye, ¿para qué vamos a volver?, nos podemos quedar unos días más, ¿no...?, ¡anda, llama a mamá y se lo dices!, pero Patricia dijo que ni hablar, ¡niña, que tienes que ir al colegio!, y tu hermano también..., ¡qué más quisiera yo que quedarme!, pero no puede ser..., y además, ¿no decías que no te gustaba esto y que era una pesadez?, y Azucena tuvo que reconocer que lo había pasado muy bien. Bueno, pero volvemos a la noche, ¿eh?, que hasta la noche aún podemos ir a algún sitio y comer en un bar de esos..., ¿de cuáles?, pues de esos de los pueblos, que la comida de aquí está buenísima, y Patricia se reía aún más, ¡pero, niña!, ¿se te han olvidado ya las pizzas...?

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