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sábado, 20 de octubre de 2012

Recetas de cocina de mis libros


Estas son recetas de cocina que aparecen en algunos de mis libros, pues en las novelas de aventuras cabe todo.

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Sobre la vichyssoise.

Esto lo dicen Eduguá y Sandy en La aventura de las luces azules:

Eduguá:
[...] Una de aquellas noches en el Puerto de las Nieves, Louis nos enseñó a los demás a hacer vichyssoise, esa especie de sopa que dicen que inventaron los franceses  y constituye el mejor depurativo de la sangre que nunca he conocido. Nos bebíamos litros. Para desayunar, después de una noche sin dormir, no hay nada que se le pueda comparar; quizá el chocolate con churros y compota de manzana, pero eso allí era difícil de conseguir. A él le había enseñado a hacerla su madre, que era francesa, y luego yo enseñé a otras personas, porque estas cosas no conviene que se pierdan. [...]

Sandy:
[...] Eduguá, además, fue quien me enseñó a hacer vichyssoise; a él le enseñó su amigo Louis, que también estaba muy bien, y a Louis, su madre, que era francesa, de la parte de Lyon. Está tirado. Se cuece en caldo puerro, cebolla y patata, todo picado, y luego se mete la batidora y se le añade leche para aclararlo. La vichyssoise está buenísima fría, sobre todo para desayunar. [...]

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Sobre la fabada:

Receta de fabada que cuenta el Rockero en Crucita y yo:

[...]
Uno de aquellos días Crucita cometió la imprudencia de decir a Monticola lo siguiente.
–Oye, ¿cuándo nos vas a hacer una fabada? Llevas años diciéndome que vas a hacer una y aún no la he probado –y entonces el Rockero hilvanó una de las suyas.
–Hacer una fabada es muy fácil, escúchame bien, yo sólo te digo tres cosas: las fabes deben brillar. Si su piel es mate te han engañado, te han vendido del ejercicio anterior; esa es la primera... Oye, ¿no me has dicho que te lo cuente? Pues escucha. ¿Tú sabes qué es un cerdo granillero? Pues es el cerdo que necesitas, un cerdo que se ha alimentado de las bellotas y castañas caídas en el suelo; esta, la segunda. Te costará encontrarlos, pero cuando tengas ambos ingredientes, ya puedes ponerte a cocinar. Con un poco de cebolla, otro poco de ajo y unos chorros de aceite de oliva, no puedes fallar, te quedará bien hasta el pantruque. Y al final, cuando vayas a servirla, ten en cuenta que las fabes se sacan a la mesa en una sopera del siglo XVIII, una sopera del Barroco; si no, no es lo mismo... ¡Ah!, y la tercera, que se me olvidaba. Si se toma café debe ser de puchero, y, en plan de rizar el rizo, es mejor tomarlo por el culo; hace muchísimo menos daño. Sí, no os riáis. El café, a partir de ciertas edades, es mal admitido por el estómago y se debe tomar directamente por el intestino grueso en forma de lavativa. ¿Os seguís riendo? Bueno, ya os enteraréis de mayores de lo que vale un peine. ¡Qué atrevidas sois las jóvenes! [...]

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Carta de un restaurante y manejos culinarios que Juan Evangelista cita en el último libro de sus aventuras, Perpétuum móbile.

[...]
¿Qué decir, por ejemplo, de las patatas meneás, cuyos únicos condimentos son ingredientes tan humildes como el laurel y el pimentón, o del limón de la Peña de Francia, esa inhabitual ensalada de los días de fiesta en las remotas dehesas de mis antepasados? Aquello, seguramente, se aderezaba ya a finales del siglo XVII, y cuando la probé percibí una oleada de viejos recuerdos que me trasladaron hasta mi más antigua infancia.
Allí estaba el aya, y a su lado la cocinera que oficiaba en casa de mis padres, señora de abundante aspecto y ojos llenos de curiosidad. Las dos me contemplaban con asombro, pues mis tempranas anomalías, de las que tanto dije, eran la mayor preocupación de cuantos habitaban en mi primera morada, pero cuando vieron que aceptaba sin reparos lo que en aquella ocasión habían preparado, que no habían sido pocos los experimentos anteriores que rechacé –y ello sin decir nada de la repugnancia que me provocaba la leche materna–, el clamor nació en el primer piso, ¡el niño ha comido!, ¡el niño ha comido...!, se trasladó a los cuartos de la servidumbre y desde allí llegó a la planta baja, a la ingente cocina y sus dependencias, a la huerta, los cobertizos, almacenes y tinglados que había adosados a la altísima pared de piedra que nos separaba del mundo exterior, y como todo ello sucediera un buen día a la hora del Ángelus, fue tomado como un prodigioso signo de la voluntad divina y celebrado con raciones extras para la servidumbre y el ganado, y poco faltó (ahora que lo pienso) para que repicaran también las campanas de la vecina catedral.
¿Y qué era ello? Antes le di el farragoso nombre de puré de la manzana del amor añadido de tenues, abundantes y transparentes tirillas de jamón, pero hoy, cavilando sobre ello, creo que se le podría aplicar otro más parco y acorde con su índole, cual es el de gazpacho de pastor, pues tal es la forma en que actualmente se conoce esta mixtura en los restaurantes y lujosos paradores de mi país.
Tiempo me faltó, una vez que recordé con precisión semejante episodio, para poner manos a la obra, y armado de batidoras y afilados cuchillos dar punto acertado a tan suculento manjar, por supuesto desconocido en nuestras latitudes, lo que constituyó uno más de los experimentos que por aquellos tiempos llevé a cabo y culminé bautizando como origen de la vida, golosina que disfrutó de perdurable éxito entre la clientela extranjera, que nunca había podido imaginar algo semejante.
Luego inventé la paella de ajo, simple conjunción del arroz mediterráneo y la sopa de ajo, que llegó a mi cabeza como descendida de los cielos durante una de mis habituales ensoñaciones de perpetuo insomne, y más tarde puse a punto la olla ferroviaria, que se componía de carne, patatas, alubias y berza, y que quienes hayan seguido mis pasos recordarán como producto de aquella noche en que, habiendo comenzado a nevar de manera inopinada, nos quedamos atascados en la locomotora del ferrocarril que nos trasladaba por las llanuras norteñas de la provincia de Palencia, cuando hicimos el potaje con carne de lobo.
Pocas comidas de enjundia son típicas del país que entonces me acogía, pero fiado en mis artes y recuerdos, pues una larga vida aporta multitud de conocimientos, transformé la carta que había escrito la negra en historiado documento, y allí se daban cita y se encontraban los orígenes de la vida con el nuégados y el alajú, las costradas con los ajoarrieros y las sopas de bestia cansada, y los lomos y perniles, puro magro añejo de gigantesco cerdo negro como los que en aquellos tiempos hozaban en libertad en los encinares y dehesas de los campos que me vieron nacer, con las chuletas del campo charro, que mis corresponsales de la vieja Miróbriga, con quienes me había puesto en contacto, me enviaban por avión.
Pero no quiero seguir con fastidiosos comentarios acerca de lo que de sí puede dar una cocina, de forma que, saltándonos buena parte de lo que cabría decir, hablemos para finalizar de la leche búlgara.
–Tómese este bebedizo, que le arreglará el cuerpo.
El pipío Marlowe miraba con prevención el vaso que le presentaba.
–¿Qué es esto?
–Lactobacíllum bulgáricum con mermelada de tomate. Le aseguro que se parece a la droga de la eterna juventud, y aunque a usted no le importe semejante extremo, le sentará de maravilla a su hígado.
El pipío Marlowe lo probó, hizo una mueca y apuró lo que quedaba. Luego se limpió la boca con el dorso de la mano.
–¿Puede ponerme un poco más? Creo que me vendrá bien antes de las cervezas. Ta güeno, cuñao...
–Sí, claro, y le pondré también un acompañamiento de gajos de mandarina, que es usted cliente distinguido de la casa; ya lo sabe. Además, ¿le parece si nos tomamos esas cervezas en la terraza? Creo que la brisa de hoy nos refrescará.
... pero a la postre mis manejos eran muy limitados, sobre todo si los comparaba con las cosas que pude leer en los libros que trataban tales asuntos, a los que pronto me aficioné. El gran Leonardo da Vinci, por ejemplo, que siempre desatendió su trabajo de artista pues no le producía sino sinsabores, distinguía sobre todas las cosas el artefacto mecánico para confeccionar espaguetis, que era su invento preferido; tenía en la más alta estima su labor como jefe de cocinas de Ludovico Sforza, Gran Duque de Milán, y para los banquetes contrataba a cuantos escultores podía y los empleaba en tallar zanahorias y nabos en forma de caballitos de mar, y, en fin, con ocasión de algún regio y nupcial acontecimiento, confeccionó con mazapán un modelo del Palacio Ducal del tamaño de un campo de tenis. Díganme ustedes si tan altas empresas admiten comparación con mis modestos tejemanejes, pero ello nunca me desanimó y procuré en todo momento superarme. Y ahora, dejémonos de comentarios y prosigamos con el interminable cuento, del que aún restan algunas secuencias.
[...]

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 Si queréis más, podéis seguir en este enlace:


 


jueves, 17 de mayo de 2012

En una playa africana


Este es un trozo de uno de mis libros (el denominado Dios conmigo, ambientado en la Edad Media), y refiere cómo un personaje de fines del siglo XII, en el curso de sus aventuras se bañó en el Atlántico africano, seguramente por la parte sur de Marruecos.

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[...] y una vez que hubimos instalado el campamento en una solitaria ensenada de aquella costa, lugar en el que comenzaba un larguísimo arenal que se prolongaba hasta el lejano horizonte, tras dejar allí la tropa y recomendarles que me aguardaran...
...comencé a caminar por la playa hasta que perdí de vista a mis acompañantes. Hacia cualquier lado que mirara sólo veía la roja tierra de la ribera y el mar, pero al fin, armándome de valor, bajo el sol me despojé de todos aquellos atalajes y con suma precaución me dirigí hacia las alborotadas aguas marinas. No eran aquéllas mansas como las del Mare Nóstrum que conocí una buena tarde y tantas veces te he narrado, sino encrespadas por la fuerza de los constantes vientos, pero deseando dejar atrás cuanto antes mis dolencias, con infinitas precauciones y no sin haber rogado a Dios que me conservara a salvo en lo que pretendía, me introduje en su seno, en donde permanecí durante largo rato dejando que las tumultuosas olas me derribaran una y otra vez. No pienses que resultó incómodo, pues antes al contrario disfruté como nunca con el contacto del agua salada, y a cada momento creía percibir que seres de ese mundo, los tritones y nereidas que lo habitan, me acompañaban en mis torpes evoluciones. Tan sólo eché en falta tu presencia, que bien seguro sé que hubieras disfrutado en aquel lugar solitario como disfruté yo.
Más tarde anocheció con los mil colores del ocaso, pero no me apeteció volver al campamento sino permanecer allí, bajo el cielo de un lugar extraño, y observar fenómenos celestes en los que quizá encontrara alguna novedad. No fue tal el caso, pues acudieron las lumbreras del cielo que conocemos y todo pareció transcurrir dentro de la mayor de las armonías, aunque quizá mi vigilia fue favorecida por un mayor número de estrellas errantes. Aproveché las horas nocturnas para repetir mis inmersiones, y cuando amaneció me sumergí por última vez, y al mismo tiempo de ver nacer desde las aguas el astro rey pensé que aquellos achaques, aquellos sudores fríos que durante días me habían mantenido lisiado, se los habían llevado los habitantes del mar, por lo que les estoy agradecido. Después, sintiéndome totalmente curado, me rehice en mis vestiduras y me dispuse a presentarme de nuevo ante mis semejantes.
Dame noticias de nuestros hijos por este mismo conducto, y cuéntame cómo va todo y si ha sucedido alguna novedad que deba conocer. Nuestra travesía no se dilatará mucho más, pues lo que vinimos a tratar está cumplido y es seguro que en breve regresaremos...

miércoles, 29 de febrero de 2012

Nuevo libro llamado "Ojos azules"



Me he sacado de la manga un nuevo libro, que no es mala manera de comenzar un nuevo año. En realidad no es que me lo haya sacado de la manga, sino que he dedicado el 2011 entero a escribirlo.
Por sus páginas desfilan flores, omómidos, australopitecos, neandertales (hasta aquí antecesores de las personas), nómadas, agricultores, guerreros, fenicios, romanos, bárbaros, clérigos y nobles, piratas en Tierra Firme, venecianos dieciochescos, especímenes del Homo ludens y androides, y cada uno de ellos cuenta su particular aventura..., o lo que es lo mismo, es un libro compuesto de episodios en el que, a muy grandes rasgos, se describe la evolución de nuestra especie.
Al principio se llamaba Eslabones de una cadena, y poco después Cómo hemos llegado hasta aquí (dado que es una sucesión de aventuras, también lo podría haber titulado Cuadros de una exposición), pero como todo lo anterior me parecía muy complicado y lo que engarza las diversas historietas es el hecho (esto son las leyes de Mendel) de que sus protagonistas, que descienden unos de otros, tienen los ojos azules, al final (un mes antes de acabar) le cambié el nombre y con ese (Ojos azules) se ha quedado.
Aquí debajo pongo un par de páginas del texto. Es el final de la aventura de los australopitecos, famélicos seres que, hace cinco millones de años y en las orillas de un lago, andan buscando cualquier cosa que les sirva de merienda.

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Australopitecos en las orillas de un lago (final)

[...]
A media tarde, cuando los rayos del sol declinan hacia el ocaso y el tropel de desconfiados seres comienza a preludiar la retirada hacia los cuarteles nocturnos, un nuevo golpe de suerte que completará tan provechosa jornada surge inopinado ante sus ojos. En el embarrado fondo de una de las angosturas que festonean las aguas lacustres se muestra, descarado y reciente, un sucio y monstruoso nido semejante al que acaban de devastar. Sin embargo, algo retiene a aquellos seres famélicos, que lo contemplan indecisos desde las peñas que circundan el lugar. Debajo de ellos reposa el deseado trofeo blanco y oval, inmóvil, a su inmediato alcance, pero ninguno se atreve a dar el primer paso y ventean el aire como si temieran una asechanza. Dudan, y alternativamente dirigen su mirada hacia el nido y el cielo, pero es tal su privación que al fin uno de ellos, seguramente el más hambriento, harto a regañadientes se descuelga por las rocas hasta casi rozar la charca, y alargando uno de los brazos intenta alcanzar el huevo más próximo. No lo consigue, y tras contemplarlo frunciendo los ojos y torciendo la cabeza repetidamente, regresa con prisa junto a sus expectantes compañeros en lo alto de la peña.
Es entonces el joven de pelo rizado quien toma la iniciativa. Resoplando con vigor desciende por la pared de piedra hasta el fondo del embudo y se arroja de pie a la poza. Allí mantiene precariamente el equilibrio, pero ahora los huevos están a su alcance, y tomando el más cercano hinca en la cáscara los dientes con avidez. Desde su interior se derrama la apetecida sustancia, cuya mayor parte cae sobre el agua cenagosa, y él levanta la vista hacia los demás, que le contemplan anhelantes, con un malicioso ademán de triunfo..., pero he aquí que la naturaleza, tan generosa en ocasiones, se muestra pérfida y cruel en otras, y nuestro personaje –héroe de aquel día, que dijimos– siente de improviso cómo bajo sus pies se descubre una oculta y quién sabe cuán profunda sima...
–El suelo no existe –piensa entre nieblas–, sino sólo la amarillenta sustancia capaz de saciarme. Es hora de absorber los dones que a costa de sudor y lágrimas de sangre encontramos los más fuertes, los más capaces...
Sus pies se hunden imperceptiblemente en el viscoso asiento, y mientras toma con avaricia otro de los huevos y lo tritura ruidosa y apresuradamente, algunos de quienes desde arriba le observan comienzan a darse cuenta de que algo no va bien. La inmovilidad los atenaza, y sus bocas permanecen abiertas por el asombro, pero de ellas sólo brotan apagados estertores en los que puede advertirse la alarma.
Un significativo burbujear surge de la laguna, y quien se deleita engullendo con regodeo la amarillenta y monstruosa yema se tambalea hasta casi perder el equilibrio, aunque se rehace, y con gesto feroz toma un nuevo huevo y lo levanta hacia el cielo. Luego, mientras se hunde en la ciénaga hasta las rodillas, lo estrella con rabia contra su cabeza dejando que los líquidos que contiene le chorreen cuerpo abajo, y al fin, tras soportar impávido y atragantado la avalancha, emite un ruido agudo y discordante que recuerda a la estúpida risa de los borrachos.
Los que observan la escena, antes envidiosos pero ahora enmudecidos, rebullen a cada momento más inquietos, y luego, como obedeciendo a una señal, prorrumpen en un coro de gritos desesperados que presagian la catástrofe final.
Ya el agua polvorienta llega hasta la cintura de quien en ella está sumergido, pero nuestro personaje ha entrado en un rapto de enajenación que le impide darse cuenta de lo que sucede. Arrebatado por una emoción difícil de definir, y ofuscados sus sentidos ante los elementos que le aferran, encadena histéricos e irracionales movimientos que recrudecen su comprometida situación, pues atiborrado por el hartazgo de la deseada sustancia, atropelladamente destroza los huevos acompañado de mayúsculo desenfreno, y mientras vociferando los tritura y disemina la sustancia en las aguas, otros se los arroja por encima y deja que el contenido se derrame sobre sus hirsutas y ensortijadas greñas. Su cuerpo se hunde a cada nuevo golpe en el charco de barro que parece absorberlo, y pronto no es sino la cabeza y los hombros y los brazos alzados al cielo lo que sobresale de la marisma.
Es aquella escena de gran confusión, y a la vez que el accidentado se debate desesperada e inútilmente, los espectadores se encogen y ni por asomo se les ocurre prestarle la necesaria ayuda, y mientras unos descienden de la peña por la parte trasera y clamando como energúmenos se internan en la espesura, otros se agrupan sobre ella y desde allí contemplan huraños y retraídos el último acto del infausto y disparatado drama.
Al final, entre burbujas y espumarajos desaparece en el barro la última mano gesticulante manchada de yema y sólo quedan delatoras trazas de color amarillo que flotan durante unos instantes sobre el agua turbia, y quienes desde la peña aún observan lo sucedido, olvidados al instante de la tragedia que se ha abatido sobre ellos gruñen de nuevo descontentos y con avidez, pues evocan con precisión las extraordinarias cualidades de la sustancia que irremediablemente se pierde.
Poco a poco se apartan y descienden de la piedra por lugar seguro, y volviendo repetidamente la mirada atrás regresan hacia el bosque, en cuyas fragosidades se encuentra el cubil que frecuentan durante aquellas noches, y cuando el último de los errantes y cariacontecidos seres desaparece entre la fronda, sólo queda el escenario silencioso, las lejanas y traidoras aguas del lago y sus orillas cenagosas, el aún burbujeante charco de barro, la selvática espesura y los pájaros que a todas horas revolotean sobre ella; la naturaleza indiferente, en suma, que nunca cesa en su eterno manifestarse, y es tal la quietud del paisaje, y su inalterable monotonía, que de verdad parece que nada ha sucedido.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Episodio en el medievo

 



Como sabe alguno de los que leen, resulta que un servidor ha escrito varias novelas (yo diría que voy por la decimocuarta, aunque esto sea difícil de explicar...), y de una de ellas, que transcurre a caballo de los siglos XII y XIII, traigo hoy un fragmento escogido: sucede cuando la chica liga con el protagonista, es decir, al principio de sus relaciones, que suele ser la mejor época. Bueno, pues semejante trozo dice así:


Nosotros continuamos con nuestra cómoda vida en aquel lugar apartado en el que tan pocos sucesos ocurrían, dedicados a las obras de reconstrucción de antiguas paredes y saliendo algunos días a cazar, ejercicio que nos divertía a Lope y a mí, pero yo permanecí en todo momento absorto por la cercana presencia de tantos y tan importantes recuerdos, y mientras me preguntaba cuáles iban a ser las consecuencias y de qué forma iban a desarrollarse los acontecimientos futuros, llegué a concluir que, de inexplicable manera, pocas cosas me importaban... excepto ella, a la que sólo había visto durante escasos días y con la que únicamente tuve ocasión de mantener una escueta conversación, tan extraños son los senderos que la vida nos lleva a recorrer, y aunque durante meses no supe nada de su paradero, recibí algunos mensajes, el primero de los cuales me lo trajo una mañana la señora Mayor, quien me dijo,
–Leonor dejó esto para ti antes de marcharse, y me encargó que te lo diera pasados unos días. Escóndelo donde mejor puedas, o quizá sea preferible que lo quemes.
–Sí, señora Mayor, haré como usted dice. Y le agradezco mucho que se interese por mí.
La señora Mayor, que se movía con viveza pese a su edad y aspecto, me hizo una caricia en la cara que al pronto me sobresaltó, aunque en seguida se encaminó hacia su lugar de procedencia a través de los campos, en donde la vi desaparecer.
A mí me faltó tiempo para encerrarme en el cuchitril que tenía en el mismo taller y abrir aquel mensaje que me llegaba desde un momento anterior en el tiempo, y en él, con una caligrafía que me recordó a la de Ermentrude, entre otras muchas cosas pude leer,
«¡Pobre encuentro ha sido el nuestro, que sólo duró un momento, y ni siquiera sé si fui capaz de expresar lo que acometí, así que me digo, Leonor, que crees en fantasmas del pasado..., ¡estás loca!, como siempre lo estuviste y tantas veces te dijeron cuando eras pequeña. Sin embargo, aún te diré lo que quiero contarte.
Mientras fui pequeña mi vida discurrió regalada, pero ahora, cuando en redondo me he negado a acatar las órdenes de mi padre, que por codicia pretende unirme a ese mentecato que conoces, mis familiares me envían una embajada tras otra para rogarme, incluso suplicarme, que ceda a las razones paternas, como si no supiera cuáles son los títulos que se ocultan tras el venturoso paisaje que me muestran...»
Escondí como mejor pude aquel acusador documento, que leí y releí en días posteriores, y al final, inquieto ante la idea de que pudiera llegar a manos de alguien, lo quemé con harto dolor de corazón, puesto que era lo único que de ella tenía. Sin embargo me dije, «te lo sabes de memoria, y las letras comienzan a desgastarse de tanto recorrer la vista sobre el papel. ¿No es esto una imprudencia que quizá dé al traste con sus ilusiones...?», y en lo más profundo de uno de los encinares que nos rodeaban, una tarde soleada le arrimé fuego y lo vi consumirse en mi mano. Luego lo recité una vez más, y estuve seguro de que nunca lo iba a olvidar.
–¿Qué saldrá de todo esto –me pregunté mientras regresaba–, y por qué ella se ha confiado a mí, en vez de hacerlo, por ejemplo, a su hermano...?
... pero tras considerarlo tuve que convenir en que quizá sus manejos fueran acertados, pues Lope, pese a ser mi amigo, dejaba mucho que desear en los puntos que tocaban a la discreción. Otras circunstancias adornaban a Yúsuf, y, por lo que parecía, a la señora Mayor, por lo que, al fin y al cabo, parecía que podía contar con algunos aliados en tan difícil trance.
Se sucedieron los días y las semanas sin que hubiera novedades, y al fin, un atardecer, cuando los braceros y peones de la obra se habían retirado a las alquerías, recibí la visita de la señora Mayor, quien me traía un nuevo mensaje. Aquel rezaba,
«Estoy en Toledo y voy a ir a Yebel. Haz lo que te indique quien tú sabes y encomendémonos a los Cielos.
Si los sellos de este mensaje están rotos, ello significa que mi padre está al tanto de lo sucedido, por lo que es preciso que te guardes.»
Yo interrogué con la mirada a la señora Mayor, y ella me dijo,
–No te preocupes. Nadie sabe nada y ella vendrá mañana. Yúsuf se llevará a cazar a Lope, y tú deberás estar en el gran claro del encinar por la tarde.
La señora Mayor me contempló con parsimonia.
–¿Entiendes lo que digo? ¿Conoces el lugar?
Yo me apresuré a asentir, y ella añadió,
–Vete sin que nadie te vea y llévate a Jacobo contigo. Él te avisará de los peligros.
Jacobo era uno de los alanos que teníamos con nosotros, del que Lope me había contado que había sido criado por Leonor, por lo que la indicación no carecía de sentido.
Yo me despedí de la señora Mayor, y al día siguiente por la tarde, nublada tarde, acompañado por el perro, armado hasta los dientes y procurando evitar los lugares descubiertos me acerqué caminando hasta el lugar que me había dicho.
El encinar era un extenso bosque que se levantaba dentro de la hacienda y no lejos de las casas, y el claro al que se refería, una despejada zona entre los árboles, pues de ella se extraían en otoño grandes cantidades de leña. Era asimismo un lugar agradable y a resguardo de quien por las cercanías pudiera encontrarse, pero al propio tiempo escenario perfecto para capturar a un incauto, que no otro papel me parecía a veces representar, pues aunque mis ganas de verla eran enormes, ello no conseguía apagar del todo mis recelos.
Oculto entre los árboles de la linde avizoré el lugar, que se mostraba tan desierto como lo estaban todos aquellos andurriales lejos de las tierras habitadas, que raramente veían transitar a alguien, y no percibí nada que despertara mis sospechas. El perro husmeaba las cuatro direcciones de los vientos, pero su interés no estaba en las personas sino en los animales salvajes.
Allí permanecimos, y un buen rato llevábamos cuando observé que el animal levantaba las orejas.
–¿Qué sucede, Jacobo?
El perro, lejos de adoptar una actitud agresiva, comenzó a gemir y a mover el rabo.
–¡Ah, la has olido...!
Jacobo aulló lastimero y luego corrió silencioso siguiendo el sendero que nos había traído. Se escucharon ladridos de alegría, y un momento después, Leonor, sobre un hermoso caballo, apareció en el claro mirando a su alrededor.
Yo salí de mi escondrijo y ella vino a mi encuentro, descabalgó, contempló mi pertrechado aspecto y sonrió.
–¿Creías que era una trampa? Pero sí, que más vale estar prevenido...
El perro hacía toda clase de fiestas a Leonor, y ella se volvió hacia él.
–Jacobo, corre a vigilar... ¡Corre, corre! –y el perro, que en apariencia comprendía a la perfección lo que de él se esperaba, correteó por el claro y luego se internó silencioso en la espesura.
–Estamos solos –dijo ella–, y si alguien se acerca lo sabremos en seguida. Ven, vamos a sentarnos y escúchame, que te voy a contar qué es lo que me ha traído hasta este lugar.
Nos acercamos a donde surgían los primeros árboles y ella se sentó sobre un tronco caído. Durante un instante nos contemplamos, pero luego, tras pensarlo y mirando al infinito, comenzó a hablar.
–Nuestros antepasados –dijo cautelosa– vinieron de las lejanísimas llanuras de Asia, ese enorme lugar en donde nació la vida. Eran seres primitivos que, oleada tras oleada, subidos en sus rucios cochambrosos y persiguiendo el sol que se pone, poblaron la Tierra... Sólo les guiaba un afán, y éste es el de ir siempre más allá de los lugares que habían descubierto. Generación tras generación se desplazaron persiguiendo al Astro Rey, conquistando lo que encontraban y poblando los campos baldíos..., y yo, como ellos, quiero ir al más allá... No me satisface que me impongan lo que debo hacer, y se equivocan quienes piensan que voy a transigir con lo que ordene mi padre. En el convento me enseñaron a leer y a escribir, pero también que siempre hay que correr hacia el horizonte. Mi convento está en el Poitou, tierra de trovadores, y allí es costumbre cantar las hazañas imposibles...
Leonor se irguió y durante un momento me miró inquisitiva.
–Y ahora dime, ¿no seré yo capaz de escapar a esa pasión que mis familiares pretenden que escriba con mi sangre?
Leonor, como dije, se había sentado en un tronco caído, y yo, de pie ante ella, la contemplaba atónito. Mis recelos anteriores se habían desvanecido, porque lo que escuchaba... ¿Quién era capaz de hablar de aquella precisa manera...?, pues ni aun mis hermanitas, a las que yo tenía por impares..., y en ello estaba, cuando una inoportuna gota interrumpió mis admiraciones. La tarde aparecía nubosa e insegura, y de allí a un momento comenzó a llover y luego a diluviar. Gruesos goterones caían del cielo y producían ruido en la vegetación. Leonor se levantó presto y gritó,
–¡Llueve, llueve...! ¡Corre, ven...! –y tomándome de la mano me arrastró hacia la espesura.
A cubierto de grandes y frondosas encinas y mientras escuchábamos el fragor de la lluvia derramándose sobre las copas de los árboles encontramos un lugar en el que refugiarnos, y yo, caballerosamente, me despojé del capote que me cubría y protegí a aquella muchacha que de tan desusada forma se descubría ante mí. Leonor, sin embargo, me obligó a guarecerme a su lado, y de tal forma me encontré de repente casi abrazado a ella en la penumbra del bosque...
Pero no cesaron allí los memorables prodigios que aquel día me tenía reservados, pues cuando en tal actitud estábamos, no atreviéndome ni a respirar y con el corazón latiéndome desbocado, un enorme arco iris, que se mostraba entre nubes tormentosas que iban y venían y descubrían retazos del azul del cielo, apareció en lo más alto. Aquella magnífica y luminosa curva se extendía de horizonte a horizonte, y los lugares en que tocaba a la tierra, ¿señalaban la presencia de tesoros escondidos...? Así lo había oído decir, y el repentino espectáculo no tuvo otro efecto que el de confirmar tales presunciones.
Embebidos en la contemplación de la maravilla que nos regalaban los cielos transcurrieron los momentos. Yo la sentía a mi lado y no quería que concluyese el chubasco que de tal manera nos había hermanado, pero al fin, cuando el fenómeno cesó y el jarrear del agua disminuyó hasta convertirse en simple llovizna, las palabras acudieron a mi boca.
–¿Tu padre...? –acerté a decir.
–No te preocupes –dijo Leonor apretándose contra mí–, pues nadie sabe esto, y si acaso se enterara le diré que fui a visitar a la señora Mayor, que posee eficaces remedios que nadie conoce... Hasta aquí me han acompañado dos escuderos, pero son de mi confianza, pues con el dinero que les he dado están emborrachándose a sus anchas... mientras yo visito a la señora Mayor. ¡Por nada del mundo se atreverían a investigar lo que está sucediendo en ese chamizo...! Y mi padre está convencido de que mi salud no anda muy cabal, pues llevo casi un mes sin salir de mis aposentos y le he hablado de sangrías y otros sucesos para él catastróficos, lo que le tiene en vilo. Esta ha sido mi excusa para ir a Toledo, en donde están los mejores cirujanos del reino... ¡Qué estarán haciendo mis dueñas, que me creen en la consulta de un judío que no admite más que pacientes incurables!, pero le he comprado con buenos dineros y no abrirá la boca, pues aún me resta pagar lo convenido.
Ella se rió.
–Este viaje me ha salido caro, pero ¿qué importa? Es dinero de mi padre, y me ha servido para venir a verte...
Leonor me miró con chanza y añadió,
–Y para besarte –y uniendo la acción a la palabra se apoyó en mí y, en efecto, me besó suavemente.
Yo no pude decir una palabra, pues nada deseaba más y todo parecía suceder al compás de mis anhelos, aunque aún me pregunté si no habría un ballestero espiándonos en la sombra y con su arma a punto...
–Tenía enormes ganas de hacerlo –dijo ella tras rehacerse–. Ha sido la primera vez, y de esta forma te he dicho lo que deseaba.
Hubo un pausa obligada por el pasmo que sentía, y ella añadió,
–¿Me entiendes? Nuestros antepasados, aquellos que tras muchos esfuerzos llegaron desde las lejanas estepas de Asia, tropezaron con esa barrera infranqueable que es el océano, pero nosotros no tropezaremos con ella...
Yo, obligado por los impulsos del amor y la juventud, la apreté contra mí y la besé a mi vez. Luego Leonor dijo,
–Sí, te he dicho lo que quería decirte, y de la más expresiva manera posible. Ahora eres tú quien deberá ser cortés con las damas hablándoles de amor...
El amor cortés, el amor de los trovadores de las cortes europeas, por lo que yo sabía de mis lecturas en la academia y las antiquísimas indicaciones que sobre el asunto me había dado Ermentrude, era un amor a distancia en el que el amante nunca traspasaba los límites que impuso Platón, reduciéndose todo a un mero intercambio de palabras nacidas del ingenio y quedando a salvo las formas, que no de otra forma podía ser, pues solía establecerse entre las más altas damas y algunos criados, cual eran los trovadores. A Leonor, con todo, no parecía importarle aquello mucho, y se me ocurrió que, escondidos como estábamos en lo más profundo de un bosque, las formas eran lo de menos, puesto que sólo la naturaleza nos contemplaba. Sin embargo, no podía echar en saco roto aquellas palabras, pues inmediatamente después de que ella habló apareció un enorme arco iris, y me pregunté si una cosa tenía relación con la otra...
Luego las nubes que habían producido la tormenta se alejaron en dirección al horizonte y nosotros abandonamos nuestro refugio y volvimos al claro, en donde el caballo de Leonor triscaba con paciencia las hierbas que encontraba. Olía a tierra mojada, a musgo y a agua salada, y en el cielo distante las aves de presa dejaban oír sus gritos de alegría. El arco iris había desaparecido, pero entre las nubes que corrían por el cielo aparecieron rayos de sol que iluminaban la escena aquí y allá.
Yo no sabía qué decir, pues continuaba absorto ante lo acontecido, pero tampoco podía apartar la vista de aquella muchacha que los Hados habían puesto en mi camino de tan azarosa manera. Leonor era guapa, y me atraía como si dentro de su cuerpo contuviera la piedra imán de los antiguos, pero mi desconcierto era aún mayor y me impedía hablar e incluso pensar.
Durante un rato nos contemplamos en silencio, y al fin ella dijo,
–Tengo que irme. Vine a decirte algo que no podía callar, y ya lo hice; misión cumplida. Lo que suceda desde ahora, ¿quién podrá asegurarlo?, aunque tú seguramente me ayudarás... ¿Verdad que me ayudarás?
Yo asentí mudamente, aunque luego dije,
–Señorita Leonor... Haré lo que usted me diga, pero no veo cómo puedo ayudarla. Una sola palabra de su padre..., y si se enterara de lo que aquí ha sucedido...
–Sí, tienes razón, pero no se enterará. Ya he decidido cómo va a ser mi vida y poco me importa lo que he dejado atrás. Me iría contigo ahora mismo a descubrir qué es lo que hay más allá del océano, pero aún no ha llegado el momento.
Leonor bajó la voz.
–Antes de irnos, dime que harás lo que te diga.
Yo así se lo aseguré, y luego ella subió al caballo.
–Adiós. Guárdate y permanece prevenido. Yúsuf está de mi parte, pues sabe lo que sucede y ha asegurado que me va a ayudar. Tendréis noticias mías –y dando media vuelta y levantando la mano espoleó su montura hacia el lejano extremo del claro.
Jacobo apareció entre la vegetación, ladró persiguiendo al caballo y ella refrenó su recién iniciada carrera y le gritó,
–¡Vuelve, vuelve con él...! –y luego miró hacia donde yo permanecía, agitó la mano y se perdió entre la arboleda.
El perro, cuando llegó a mi lado, me contempló expectante.
–Jacobo, ¡en bonito lío nos hemos metido...!
Él ladró y me interrogó con la mirada.
–Vámonos, vámonos a casa y que sea lo que Dios quiera.




miércoles, 12 de mayo de 2010

Una botella en el océano

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Todo el mundo ha oído hablar de botellas en el océano. Unos las arrojan y otros las encuentran. Es lo mismo, o tan improbable una cosa como la otra, porque hoy en día poca gente tira botellas al mar, y no digo nada de los que casualmente se topan con ellas, que se pueden contar con los dedos de la mano... Esto serviría como metáfora de lo que sucede en internet con las cosas que escribe la gente (los pocos que ponemos algo aquí, que los demás se limitan a chupar rueda), y es que navegan en un océano tan enorme que encontrarlas es parecido a lo de la aguja en el pajar.
Bueno, pues el caso es que yo he escrito acerca de ambas situaciones, las dos veces en la misma novela ("Europa barroca"), y para que veáis que no me tiro faroles, ahí van los trozos a los que me refiero:


Cuando alguien las arroja (página 363 de Europa barroca):

Sandy y yo tuvimos una temporada, una temporada cortita, de rollo macabeo, de rollo patatero, ¿qué íbamos a tener?, yo le llevaba casi veinte años... Sandy vivía en su casa de siempre, con Claudia y Pedro, pero tenía otra alquilada, un ático viejo en un tejado que daba a un patio, y fuimos allí a veces. Tal y como quería le hice un montón de fotos, fotos caminando por la calle, fotos en las mesas de los bares, fotos al lado del mar una vez que hicimos una excursión hasta un lugar desde el que, aunque lejos, se veía África, una excursión que duró varios días y en la que lanzamos al mar un mensaje en una botella. Esto era algo de lo que habíamos hablado cuando era pequeña pero nunca habíamos llevado a cabo.
–¿Quieres que lo hagamos ahora?
–¡Huy, sí!
–Bueno, pero ¿cuál va a ser el mensaje?, ¿qué vamos a escribir...? Escribe tú algo, que ya eres mayor.
Sandy lo estuvo pensando durante una mañana tumbada en una playa de piedras, y luego, tras buscar un papel marrón que parecía antiguo, con un pincel y su fantástica letra, toda llena de adornos y jeribeques, escribió,

¡Cuántas veces, durmiendo en la floresta,
reputándolo yo por desvarío,
vi mi mal entre sueños, desdichado!
Soñaba que en el tiempo del estío
llevaba, por pasar allí la siesta,
a beber en el Tajo mi ganado;
y después de llegado,
sin saber de cuál arte,
por desusada parte
y por nuevo camino el agua se iba;
ardiendo yo con la calor de estiva,
el curso, enajenado, iba siguiendo
del agua fugitiva.


Sandy me miraba ávidamente.
–¿Te gusta? ¿Tú crees que sirve...?
Yo me quedé por completo ensimismado. Cuando lo leí estaba sentado en una terraza mirando al mar solitario, y de repente me encontré totalmente distendido, como si me hubiera enchufado al bálsamo de las huríes... Siempre he tenido mucho miedo a la magia propia de las mujeres, de forma que la miré, me reí y le dije,
–Tú me quieres liar.
Sandy me miró también; mejor dicho, se me arrimó.
–¿Sabes de quién es?
Yo contesté,
–Sí... Bueno, de alguien del Siglo de Oro.
A Sandy no le costó nada decirlo, y lo dijo como hay que decir estas cosas.
–En realidad lo he escrito para ti. ¡Tú eres el del agua fugitiva! ¡Y el que ve su mal entre sueños, desdichado!
A mí me dio la risa. Sandy era una verdadera artista, todas sus manifestaciones lo eran.
–Hija mía, haz algo mal, que no quiero enamorarme de ti.
Sandy se apoyó aún más.
–¿Ah, no? ¿Y yo qué...? Cuando era pequeña estaba enamorada de ti, y no me hiciste ningún caso.
–Ja, ja... ¡Pero tú eras una niña!, y las niñas...
Sandy me agarró de un brazo.
–¿Quieres saber quién eras tú? Cuando yo era pequeña, tú eras el demonio. Tú eras un tío que, cuando te cortaban el pelo, a los pocos días ya volvías a tenerlo todo disparado; te salían rabos por todas partes, igual que a los demonios en los cuadros del Bosco... ¡Esa era una facultad tuya diabólica!
Allí, en la hamaca, al final, medio agarrados, le dije,
–Oye, vamos a portarnos bien, ¿verdad?
Conseguimos una botella vieja, una botella buenísima y de cristal gordo, encerramos dentro aquel poético pergamino que glosaba las asechanzas del maligno, la cerramos con un corcho que casi no cabía y nos costó mucho meter, y la lanzamos al mar desde la orilla de la playa.
–¿Qué pensará el que la encuentre?
–¿Tú crees que la encontrará alguien?
–A lo mejor... O a lo mejor un pez martillo rompe el cristal y el papel es recogido por una sirena...
Todo esto sucedió al atardecer, sentados en una duna, mirándonos de reojo y cogidos de la mano, mirándonos incluso demasiado...
Al fin, ¿quieren saber ustedes cómo se resolvió aquella azarosa y volandera relación? Muy sencillo: Sandy, que era muy lista, tenía una amiga en California, y resultó que se casó de repente, o sea, que desapareció de la noche a la mañana; Sandy, fue Sandy la que desapareció de mi vida, y su amiga la que se casó. Tardó cerca de un mes en volver –un mes en el que me sorprendí comiéndome ligeramente los puños y mirando por la ventana, buscándola...–, y cuando volvió, un día en que me la encontré en su casa, la de Claudia, sonriente como ella era me dijo, oye, ¿sabes que mañana me voy?, ¿adónde, mujer?, a Noruega; ¡fíjate!, ¡vamos a hacer cabañas de troncos!, y de aquel viaje tardó tres meses en volver. Bueno, yo la entendí perfectamente, y lo de los puños se me pasó en seguida. Sandy siempre fue un modelo de discreción y buen hacer, siempre fue una niña buenísima.


Cuando alguien las encuentra (pagina 591):

María, mimada por sus padres, creció como crecen todos los seres vivos, y una tarde en que habíamos ido a dar nuestro vespertino paseo, una tarde cualquiera en que, haciendo tiempo para contemplar la imaginable puesta de sol transitábamos por la interminable playa que había frente a nuestra casa, encontramos una botella tirada en la arena. La botella era verde y oscura, pequeña y gruesa, vieja y pulida, y tenía un tapón de corcho, un tapón muy bueno, porque seguramente había resistido tempestades y turbonadas. La botella había llegado conducida por las olas, y tras rodar por la playa se había quedado milagrosamente frenada en el lugar más visible por la presencia de una piedra oportuna. María, que más que pasear, correteaba, fue hasta ella y se agachó a mirarla. Yo llegué a su lado, me agaché a mi vez y allí permanecimos los dos un rato, contemplándola sin saber qué decir.
–Tiene dentro un papel... ¿Tú crees que estará escrito? ¡Mira que si es un papel en blanco!
María me miraba ansiosamente sin atreverse a tocarla, pero yo la cogí y dije,
–Ven, vamos a abrirla –y fuimos hasta la duna y nos sentamos en su falda.
Me costó sacar el corcho, para lo que tuve que utilizar una herramienta que llevaba en el bolsillo, pero al final la destripamos sin romperla.
–¿Y ahora qué?
En su interior, doblada y húmeda, había una inconfundible hoja de amarillento papel.
–Sácala –y María, con los nervios a flor de piel, la sacó y me la dio.
Con toda la prosopopeya de que fui capaz, y muchísimo cuidado de no romperla, la desplegué y la miramos. Desde el ángulo superior izquierdo, una nereida dibujada por algún artista, una nereida burbujeante y muy finamente trazada con tinta que seguramente era china, nos contó un cuento de nereidas redactado en un idioma muy sencillo, tan fácil que hasta yo pude leerlo de corrido.
«A quien pueda interesar este mensaje escrito en papel de algas por una nereida del Mar de India. Aquí estoy con mis compañeras. Nuestro atolón no viene en las cartas, pero eso no importa; es un arrecife carmesí rodeado por lobos marinos que son nuestros amigos, que nadie tema nada. El Firmamento nos observa y atentamente escucha nuestros cantos, los cantos de las nereidas del Mar de India. A vosotros que me habéis encontrado, os pregunto: ¿tenéis vosotros también un sátrapa? El sátrapa es a quien hay que temer. Es un patricio gordo, sí, un patricio entrado en años, de escaso pelo blanco y túnica palmada. Estos eran personajes muy importantes durante el Imperio Romano; quienes fabricaban las armas, todo el armamento que utilizaban las legiones romanas, que eran muchas y nutridas. El patricio está recostado en un triclinio, y a su alrededor varias diminutas cortesanas le rendimos pleitesía. El patricio, que es gigantesco comparado con su entorno, y gordo y calvo, está a punto de comerse un bocadito. El bocadito es un ser humano convenientemente churruscado del tamaño de las cortesanas, del tamaño de nosotras mismas: este es nuestro sátrapa, y sólo come bocados escogidos. A veces se siente magnánimo y se nutre a base de cabras y niños diminutos, pero cuando se le va quedando caducada la munición, se molesta y suele llevarse a la boca el cadáver, convenientemente preparado, de una de nosotras; para eso es quien fabrica las armas...»
Llegado a este punto miré al horizonte marino, en donde con gran derroche de colores se ocultaba el sol, y tras dudarlo, dije,
–Una vez hice algo de esto con Sandy. ¿Alguien lo encontraría...? Nuestro mensaje era aún más raro que este. Sucedió hace mucho tiempo y también estábamos en una playa, y se ponía el sol. Fuimos hasta la orilla con otro enigmático papel metido dentro de una botella parecida a la que hemos encontrado –lo escribió ella con su fantástica letra–, y lo lanzamos al mar abierto lo más lejos que pudimos. Luego se perdió en lontananza y nos estuvimos mirando a los ojos. ¡Hija, qué tiempos aquellos...! ¿Tú no sabes quién era Sandy? Pues Sandy no era, que es tu seudoprima y anda por ahí con sus estudios a cuestas. Sandy la etimóloga y Sandy la polígrafa...
»Sí, en esta familia, que es la tuya, a las mujeres les ha dado por estudiar y a lo mejor a ti te sucede lo mismo. Por si acaso ya sabes leer, y dentro de poco aprenderás a escribir, que no conviene dejar pasar el tiempo en balde. La negra, tu madre, me dice que no te maree, ¿no crees que es muy pequeña?, y yo le digo, no, no lo creo, para la ilustración nunca es temprano, y más valdría que, paralelamente, tú le enseñaras a leer en inglés; los niños tienen ansia de aprender, y si tienen alguien que los contemple, les haga caso y les enseñe... Eso fue lo que Claudia y el jefe hicieron conmigo, y no es difícil; basta con adornarse y disfrazarlo de cuento de hadas.
Además, yo, al propio tiempo, le he enseñado a leer música, lo que tampoco es difícil porque la música es un lenguaje más, otro lenguaje con sus reglas y signos. Con el mismo esfuerzo que se aprenden las letras, y para un niño esto no es un esfuerzo insuperable, se pueden aprender las notas musicales. A, e, i, o, u ó do, re, mi, fa, sol, ¿qué más da...? Si lo hubieran hecho conmigo no me hubiera costado tanto aprenderlo de mayor. Además, estos idiomas son intercambiables y se puede jugar a las traducciones.
–¿Be a ce hache? Pues... –y María me miraba asombrada.
–¿Qué es hache?
–La siguiente a la ge.
–¡Ah, sí! ¿Es esta? –y golpeaba con saña el si de la octava superior; lo hacía en el piano, entendámonos, y sentada encima de mí, y yo le decía,
–Sí, esa es. Toca be a ce hache –y María, con la envidiable soltura de quien ha aprendido de muy pequeña, tocaba be a ce hache, be a ce hache, be a ce hache...
–¿Te suena a algo?
María volvía a tocarlo y decía,
–No... Bueno, sí... ¿A la música de las estrellas? –porque yo le había compuesto, naturalmente fusilándolas de los maestros, una serie de piezas a su alcance.
Las escribimos en un auténtico cuaderno de papel pautado, en la tapa caligrafiamos, «Música del cielo estrellado», y ella lo iluminó, según su recto entender, con lápices de colores. Allí se hablaba de la música de Orión, de la música del Centauro, de la música de Casiopea, de la música de los Planetas y de la de los Cúmulos Estelares... ¿Quieren ustedes oír más? Pues también estaba la Música de la Galaxia del Remolino, que era mi preferida y estaba basada, lógicamente, en un coral de Bach endiabladamente difícil. Ella, mi niña, aun antes de aprender a escribir, juntaba las manos y tocaba el acompañamiento tan pronto con la izquierda como con la derecha. Yo me quedaba embobado, pero ya se sabe que las niñas...
Cuando miré, por ver el efecto que todas aquellas solemnes palabras le habían causado, me encontré con que se había quedado dormida apoyada en la pared de la duna y el dedo gordo metido en la boca, su embetunado aspecto, su incipiente coleta, sus gafas y su parche de pirata, y tal era su expresión de placidez que no me atreví a interrumpir mi arenga. Antes bien añadí,
–Además, ya lo dice la canción: una voz bella quién la tuviera para cantarte toda la vida, pero mi estrella me dio este acento y así te canto, niña querida... –y acto seguido, procurando que no se despertara, la levanté en vilo, y con ella en brazos y nuestro fabuloso tesoro en el bolsillo, la botella verde conteniendo la fábula del sátrapa armamentista de las nereidas, tomé el camino de casa.
Sí, mucha gente lanza mensajes a la inmensidad marina, y otra mucha acaba encontrándolos en una playa desnuda y se vuelve a casa pensándolo. Yo, por si acaso, por si aquel fuera alguna suerte de mensaje cósmico, coloqué la botella, con el mensaje en su interior, en una vitrina en la que conservaba algunos fetiches: dos antiguas máquinas de fotos que me habían hecho harta compañía, una maqueta de nuestro barco, una navaja que tenía cuatrocientos años y varios objetos más de este jaez. Aquella fue una tarde enriquecedora, porque estas no son cosas que sucedan todos los días.

sábado, 20 de marzo de 2010

Crucita y yo

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Crucita es una niña superguai (tocada por el dedo de los Dioses, podría decirse) que cuenta sus andanzas desde la cuna hasta que cumple veinte años; infancia y juventud, es decir, la mejor edad, pues después ya nos ponemos todos muy pesados y no hacemos otra cosa que protestar y repetirnos. Su narración ocupa 400 páginas y es cualquier cosa menos normal, porque Crucita, a quien también se conoció como rubia, niña pequeña, bella durmiente, especie de maciza y otros varios adjetivos de parecido tenor, estaba tocada por el dedo de los Dioses, y de esos hay muy pocos, y por el cariz que están tomando los acontecimientos (pornografía, política, cotilleo, fútbol y otras lindezas con que nos obsequia el systema), cada vez va a haber menos.

Bueno, pero no es mi intención poner aquí debajo alguna parte de este libro (una novela novela, ¿eh?; a ver si alguien se va a pensar lo que no es...), sino que, mucho mejor, coloco los enlaces de varios trozos que he ido poniendo en los blogs, y así, el que quiera, puede conocerla. Imagino que pocos lamentarán poner la vista encima a tan significado personaje, y no sólo por lo guapísima que es, que eso ya se nota, sino por las cosas que dice, que pocos serán capaces de imaginar antes de leerlas.

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Crucita la parlanchina comienza su andadura

Monólogo de la niña cuando le tuvo que poner nombre a su perro

Receta de fabada que el Rockero (que es asturiano) explica a Crucita

Cuando Crucita cumplió quince años

Luna de miel de Crucita


viernes, 6 de noviembre de 2009

Cuando le cortaba las uñas de los pies...

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Este es un trozo de una de mis novelas, "Las estaciones", que está contada por un chaval de trece años. Él tiene una hermana de su edad, y ella una amiga que se llama Rosana. Están de veraneo en un sitio con lago y bosque y todo eso que tanto le gusta a los críos, y un día, jugando, a él se le ocurre una cosa...

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... y los dejé allí e hice como que me iba a la casa, hasta luego, hasta luego, pero cuando ya no me veían torcí y, entre los árboles, escondiéndome, bajé hacia el embarcadero del lago, y cuando pude verlo resultó que Rosana no estaba allí como yo creía y me dije, ¿dónde estará?, y entonces la vi entre los árboles, lejos, que andaba muy despacio y mirando al suelo, como si fuera pensando, y sin que me viera la estuve siguiendo muchísimo rato, de árbol en árbol y procurando no hacer ruido. Rosana llegó hasta la cabaña que había al lado de la tapia y se sentó en el suelo, se abrazó las rodillas con las manos y estuvo cantando bajo y mirando el lago, aunque desde donde estaba escondido se la oía un poco, y yo estuve sin poder dejar de mirarla hasta que las voces de los gemelos se perdieron a lo lejos, que seguramente se habrían ido a perseguirse al pinar, y tras pensarlo salí de detrás del árbol y, como hacía ella, o sea, muy despacio, fui andando hasta la cabaña, y ella no se movió sino que me miró llegar.
–Hola.
–Hola. ¿Qué haces?
–Nada.
Yo me senté a su lado.
–Hoy hace poco calor, ¿verdad?
–Sí, ¡se está más bien aquí...!
Entonces estuvimos un rato callados, yo mirándola de reojo, y Rosana, como sabía que la estaba mirando, arrancó una hierba del suelo y se la metió en la boca y empezó a chuparla.
–¡Jo, qué bueno hace...!
–Sí... –y como no dejaba de mirarla llegué hasta los pies y vi que llevaba sandalias, que las llevaba siempre.
–¿Nos bañamos en el lago?
–¿Ahora?
–Bueno, pues vamos al pueblo.
–No, que Patricia dice que no vayamos ahora, que hace mucho calor. Mejor luego.
–Ya, pero de todas formas podíamos hacer algo... –y de repente me vino una idea–. ¡Ya sé...! Oye, ¿quieres que te corte las uñas de los pies, como aquella vez?
–¡Ah!, ¿como aquella vez...?
–Sí.
Rosana lo pensó.
–Pero es que aquí no tenemos tijeras –y a mí se me ocurrió otra idea.
–Bueno, pues con los dientes... –y Rosana se asustó un poco, aunque luego dijo,
–¿Con los dientes...? ¿Tú crees que se podrá?
–No sé, podemos probar. ¿Probamos?
–Bueno, a ver –y se echó en la hierba mirándome.
–¿Así?
–No. Yo creo que mejor boca abajo –y Rosana, que llevaba unos pantalones cortos y una camiseta, se dio la vuelta.
–¿Así?
–Sí, así. Ya verás, levanta el pie –y dobló la rodilla y yo le cogí el pie con la mano, le quité la sandalia y ella dio un respingo.
–¡Huy...!
–¿Qué pasa?
–No sé... Que me ha dado como una cosa..., así...
–Bueno, espera, que no pasa nada, a ver si puedo –y me llevé el pie a la boca y sin poderlo evitar me metí un dedo dentro, y Rosana respingó de nuevo como nunca le había visto hacerlo.
–¡Ayyy...!
... y la cabeza se le cayó sobre la hierba, pero como no decía nada ni quitaba el pie yo seguí, se lo miré y seguí, mordí un poco la uña, por el extremo, y no era demasiado dura y parecía que se podía cortar bien, pero claro, al hacerlo le chupaba el dedo, o sea, tenía que chupárselo obligadamente, aunque fuera poco, porque si no, a ver cómo iba a hacer aquello, pero no me importaba porque estaba buenísimo, y seguí royendo hacia adentro y observé que a Rosana le daban como calambres y clavaba las manos en la hierba mientras hacía, ¡mmmhhh...!, y se movía un poco, y entonces le dije, oye, ¿te hago daño?, y ella no se dio ni la vuelta, sólo dijo otra vez, ¡mmmhhh...!, pero más fuerte, y con la cabeza parecía que decía que no, y yo entonces apreté los dientes más y le corté un trozo y ella dijo, ¡huy...!, y pegó otro respingo porque a lo mejor notó cómo se desprendía, y luego, después de observar mi obra, que sólo quedaba media, me volví a llevar el pie a la boca y seguí apretando con cuidado y pensé, es que lo tengo que hacer más despacio, y así estuve un rato, mordisqueando con mucho cuidado lo que quedaba, y ya parecía que lo había logrado cuando resultó que Rosana se había puesto muy nerviosa y se le movía el culo, no mucho, sólo un poco arriba y abajo, y como yo creía que se iba a soltar y ya no me quedaba nada, sólo una esquina, y ella seguía con las uñas clavadas en la hierba y se movía tanto, al final casi grité.
–¡No, espera, espera, que ya está! –y tras tantas contorsiones y no menos visajes, que ella se retorcía como si le estuviera dando algo, aunque se aguantó y pude cortársela del todo, fui y le solté el pie.
–Mira, ya está. ¿Está bien?
... y Rosana se dio media vuelta y no se miró la uña sino que me miró a mí despavorida, y luego se levantó a toda prisa y salió corriendo. Hizo, ¡huy..., huy...!, y se levantó muy apresurada y se fue sin despedirse ni coger su sandalia ni nada, salió corriendo y se fue hacia la casa, en donde desapareció.
Yo no entendí lo que había sucedido, claro, aunque por la noche, cuando estábamos cenando, ella no me miraba, y cuando durante un segundo lo hizo, o sea, que nos miramos, bajó la mirada a toda velocidad y se puso a mirar el plato como si le interesara mucho lo que había allí, que era gazpacho. Yo, sin embargo, conseguí mirarle los pies y descubrí que se las había cortado todas, las tenía otra vez todas perfectas y no se notaba nada lo que había sucedido aquella tarde.

sábado, 17 de octubre de 2009

Sobre "Crucita y yo"

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"Crucita y yo" es una novela que escribí hace años y en la que se cuenta la vida de dos hermanas, Nastasia y Crucita, que se llevan veinte años; como su madre se ha muerto, Nastasia hace de madre de Crucita. El Rockero, el Rockero solitario, también conocido como Monticola solitarius, es el novio de Nastasia y quien, por lo tanto, representa el papel de padre de Crucita. Quimera, por último, es una señora cubana que hace de chacha para todo y cuidó de Crucita mientras esta fue pequeña.
La novela tiene 650 páginas, y, por lo que yo sé, se lee de un tirón, o la gente la lee de un tirón y luego me dice, ¡pero qué burro eres, macho...!, porque a todo el mundo le gusta mucho y se lo pasan en grande con las aventuras de esta elementa, de la que, en la contraportada se dice lo siguiente:

Crucita, niña rizosa, poetisa, trigueña, ojizarca...; esto es lo que se dice de Crucita, pero además se dice: chavala espectacular, parlanchina a más no poder y señalada por el dedo del Cosmos, que no es cosa que se vea todos los días. Ser privilegiado, en suma, cuyas andanzas son largas y enrevesadas, sí, muy aparatosas y teatrales, y movidas...
Crucita, a quien también se conoció como Maricruz (que es nombre de gallina), o como rubia, bella durmiente, niña pequeña, especie de maciza y otros muchos adjetivos del mismo tenor, nació de unos seres que se querían; vivió a cuerpo de rey toda su vida; se reprodujo, aunque no sin dificultades, y enfiló el camino hacia adelante con la satisfacción del deber cumplido...
¿Aún me escuchan...? Pues les voy a decir más. Palabras acabadas en culo hay muchísimas, casi todas de cuatro sílabas, y las principales son, báculo, cenáculo, pináculo y tabernáculo; vernáculo, espiráculo y oráculo; o bien, espectáculo, habitáculo, tentáculo y obstáculo...

Pero me dejo de rollos y pongo un trozo de este escrito, un monólogo de la niña cuando tenía cuatro años. Ahí va:


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En la época que cuento vivíamos en una casa muy grande. No tanto como la del pueblo, la de los abuelos, pero sí bastante buena. Ocupábamos casi una planta entera de un lujoso edificio, la planta alta, la de arriba del todo. El edificio era tan bueno que tenía hasta jardineras de cemento llenas de flores, y en uno de los lados vivíamos Maná, Quimera y yo, y en el otro Maná tenía instalada su oficina. A mí, al principio, no me dejaban entrar en él, pero luego empecé a ver por la terraza que algunas gentes se aposentaban en ella, al otro lado. Como había un plástico medio transparente en mitad algo se veía, algo se intuía, y una vez vi a uno de corbata, ¡qué raro es eso!, mucha gente lleva corbata y yo no sé por qué..., pero mis investigaciones no duraron mucho porque un día llegaron unos señores con aparatos y ladrillos y cambiaron el plástico por una pared. Lo hicieron muy rápido, pero Quimera se enfadó porque manchaban. ¿Manchaban? La verdad es que no mancharon casi nada, pero Quimera, así y todo, se enfadó un poco.
–Y ahora, ¿quién limpia esto...? Quita, niña, quita, que te vas poner hecha unos zorros. ¡Ay, Dios mío!
... y otras veces, cuando está algo cansada porque revuelvo mucho, ¡claro, qué voy a hacer!, es ley de vida, lo que dice es,
–Niña, mi amor, vete a ver la televisión –pero esto sólo me lo dice Quimera, porque Maná no quiere que contemple la pantalla de los mil colores.
Cuando era pequeña lo que hizo fue abrir el aparato por detrás con un destornillador –nunca hagas eso, te puedes quedar pegada para siempre, me lo dijo una vez el Rockero, pero ella lo hizo– y quitó una de las piezas. Desde entonces allí sólo se veían rayas y los mil colores se convirtieron en unos diez o doce. A veces la encendía, pero me aburría en seguida. Yo le decía,
–Maná, lleva a arreglar la televisión.
–Pero si no tiene arreglo, mujer.
–¿Cómo no va a tener arreglo? Seguro que todas las cosas tienen arreglo.
–Pues esta no.
... y Monticola el Rockero, una tarde que estuvo en casa haciendo cigarros de los suyos, me dijo lo mismo.
–Me parece que ese asunto, en efecto, no tiene solución.
El Rockero, y esto lo sé desde pequeña, se expresa como un libro abierto.
–¿En efe qué...?
–En efecto, niña, en efecto. ¿Tú no sabes lo que es en efecto?
–No.
–Bueno, pues siéntate ahí y acábate el batido.
–¿El batido...? ¡Oye, si no es un batido, que es un plátano...!
–Bueno, pues da igual. Acábate el plátano.
A mí siempre me ha parecido que los telediarios son el mayor acto de propaganda de los ricos. Allí salen unos señores repeinados representando el guión de los ricos. Los señores que salen son los locutores y los políticos, que también son locutores, locutores del punto de vista de los ricos, no hay más que oírlos[x1] . Yo empecé a darme cuenta de esto cuando era pequeña, muy pequeña, en cuanto oí diez o doce de aquellos telediarios.
–Maná.
–Qué.
–¿No te aburres?
–No, mujer. ¿Por qué?
–Pues por eso que dicen...
–Bueno, es que esto son cosas de mayores..., y baja los zapatos del sofá, niña.
Pero lo que digo no se para en los telediarios, el periódico parlante de los ricos, qué va. Ahora resulta que al recreo lo llaman no sé cómo, de una forma rarísima. Yo sólo tengo cuatro años, pero ya me parece que aquí alguien se ha vuelto loco, y si esto es así, cuando sea mayor, ¿qué pensaré? Yo quería tener un recreo como el de los niños de siempre, y un día se lo dije a Maná.
–Oye, Maná, que yo quiero tener un recreo como el de los niños de siempre. En ese colegio es un rollo...
–¿Por qué?
–Es que lo llaman no sé qué...
–¿Cómo lo llaman, mujer?
–Pues no sé... Mira, pero lo tengo aquí apuntado, en este papel –y le enseñé uno que nos habían dado en el colegio para que, a guisa de información, se lo diéramos a nuestros padres, y allí lo ponía.
–¿Qué pone aquí?
–¿Dónde?
–En lo grande.
–Pues pone, SEGMENTO DE OCIO.
–¿Ves? Eso decía yo... Oye, Maná...
–Qué.
–Que qué significa eso.
–¿Cuál?
–Pues lo de segmento no sé qué... –y Maná, porque yo creo que la estaba mareando, me dijo,
–Bueno, pues si quieres, no vayas más al colegio, ya buscaremos otro. Total, allí no os enseñan más que tonterías... –pero yo protesté.
–No, Maná, porque si no voy, ¿cómo aprenderé lo que significan las letras? –y ella me dijo,
–Pero tú, ¿para qué quieres saber lo que significan las letras? –y yo, la verdad, me quedé un poco atascada, pero al final dije,
–Pues... pa leer eso..., lo de eso... Es que no me acuerdo ya.
... de forma que fue Maná, bueno, y Quimera y Rosa y tantas otras personas, hasta el Rockero, quienes pasaron por allí y me explicaron lo que significan esos signos negros sobre fondo blanco. Lo que me dijo Rosa fue,
–Yo no me llamo Rosa. Me llamo Rosa Rose. ¿Lo entiendes? –y yo..., por supuesto que lo entendía.
También me dijo,
–La erre con la o... –y yo, contentísima, gritaba,
–¡Rrróooo! –y ellos se reían, claro, porque a todos nos gustan los niños que hacen monadas.
Luego decía,
–Y la ese con la a... –y yo me aceleraba.
–¡Sáaa...! –y todos gritaban.
–¡Eso, hija, eso! ¡Rrrró...!, ¡sáaaa...!
Menudas juergas nos trajimos con lo de las letras durante una temporada, el Rockero de los que más.
–O sea que quieres aprender a leer.
–Sí.
–Pues ya puedes empezar a comprarte libros.
–Me los compra Maná.
–¿Te los compra Maná?
–Sí, los que yo le digo.
–Ya, pero eso son libros de dibujos y tú necesitas libros de letras. ¿No te has fijado en que las letras son dibujos?
... y me hizo mirarlas con una lupa y la verdad es que sí, las letras son dibujos, son rayas y puntos. Las letras son sólo dibujos trazados por manos humanas y los perros no saben escribir... ¡Huy, qué risa!, no, ¡cómo van a saber...! Los perros no saben escribir ni creo que aprendan en la vida. ¿Y las gallinas...? Bueno, las gallinas a lo mejor sí pueden aprender.
–¿Tú podrías enseñar a leer a una gallina?
–Pues no sé, pero una vez vi en el circo a un caimán que cantaba canciones mexicanas.
–¿Síi...?
–Sí. Y a un mono que adivinaba el futuro.
–¿Síiiii...? ¿Tú vas al circo?
–Claro. ¿Tú no?
–No, yo no he ido nunca.
–¿Quieres que te lleve un día?
–Bueno, pero contigo, ¿eh? Tú también vas...
–Sí, mujer, claro. ¿Qué te creías, que me iba a quedar en la puerta? Vamos los dos como unos señores.
–Eso. Y llevamos a Maná, ¿eh?
–Hombre, por supuesto; y a Quimera, si quieres, también –y yo lo pensé un poco pero no me pareció lo más acertado.
–No, a Quimera mejor no.
–¿Por qué, mujer? Si seguro que le gustaba... –y yo lo pensé de nuevo.
–¿Está sucio el circo?
–¿El circo...? Qué va, está limpísimo.
... pero si Crucita la parlanchina, que soy yo, comenzó hace poco su andadura, resulta que su hermana Anastasia no le va a la zaga. Ella nació hace cierto tiempo y ya ha corrido mucho por la superficie terrestre, pero tampoco se para en barras. Véanlo ustedes.

. . .

Un día tía Conchita me llamó y me dijo... Bueno, no, mejor lo voy a contar de esta otra forma: resulta que en el país de los ciegos el tuerto es el rey... Bueno, no, tampoco.

(... y etc., etc., etc., que de esta forma continúa hablando Nastasia, es decir, Maná, que viene de una contracción que hace la niña de hermana y mamá).

martes, 23 de junio de 2009

Noche de San Juan

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El Viaje al verano es una de mis novelas, y de ella he puesto algunos trozos en estas páginas, como uno que se llama «los piratas de las gafas de sol van a tomar unas cañas». Esta noche es la noche de San Juan, y me parece ocasión oportuna para colocar aquí lo que puede leerse en la contraportada.

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El VIAJE AL VERANO es la historia de una noche de San Juan. Nuestros personajes –y son unos cuantos–, iluminados por la luz de la luna mora y el errante cometa la disfrutan como si se tratara de una de esas catarsis del alma de las que tanto se habla. ¡Allá va todo lo que nos sobra! Sobre las llamas de la hoguera purificadora vuelan sillas desvencijadas, antiguas anotaciones, cepillos de dientes...
–¿Y amores no correspondidos?
–Por supuesto. Y malhumores, impaciencias y amarguras, pesadumbres y sinsabores, aflicciones y desengaños y todas esas cosas que no deben quedar en la memoria.
–Y hasta un pulpo...
–Bueno, sí, hasta un pulpo. Un pulpo como de metro y medio de envergadura.
... consumido por el fuego y convertido en pavesas que se ciernen en brillante torbellino...
¡Buen viaje!

viernes, 29 de mayo de 2009

Sobre las andanzas de Juan Evangelista

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No sé si en este blog he hablado de Juan Evangelista, que nació en 1680, recorrió los cuatrocientos confines del mundo y murió trescientos años después, o sea, ahora. Su vida está contada en cuatro libros que, a manera de saga, escribió al final de su vida ("Edad de las tinieblas", "Siglo de las luces", "Era de las máquinas" y "Perpétuum móbile"), pero lo que desde luego no he dicho es que una vez hice una especie de peli (muy corta, eso sí) en la que se ilustra un poco cómo fue aquello. La dirección es:
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miércoles, 13 de mayo de 2009

Vídeo clip sobre "Europa barroca"

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He hecho una peliculita (más bien un vídeo clip) en la que se intenta describir cómo es esa novela de la que he puesto algunos trozos en este blog: "Europa barroca".
Es muy corta, y para verla no hay más que ir al siguiente enlace:

miércoles, 15 de abril de 2009

Yo me llamo Cacho Madera

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Traigo hoy unas páginas de "Europa barroca", esa novela (la he escrito yo; lo digo por los nuevos) que cuenta la fantástica vida de tres personajes, Eduguá, la negra y el cachalote telépata y habitante del océano Atlántico. Eduguá tiene un hermano, Cacho Madera, un tipo que mide más de dos metros y ha hecho de su vida un sayo, y como ha pillado una de esas enfermedades "nuevas y misteriosas para las que no existe cura", acaba donde cualquiera se puede imaginar, aunque incluso a las puertas de la muerte aún tiene ganas de broma...
Esta no es una novela normal, de las de ahora, de esas que empiezan con el protagonsita entrando en un bar y encontrándose con alguien del sexo opuesto... (¿Por qué la mitad de las narraciones que veo por ahí empiezan de semejante manera? Misterio). No, esto es otra cosa, y para ilustrarlo (aunque esto no es el principio, sino un fragmento de su misma mitad), ahí van mil palabras.


Yo me llamo Cacho Madera

Desde el control me dijeron que me fuera despidiendo, entró la monja y me dijo que me fuera despidiendo, debió de escapársele. Esta monja es muy grande y desconsiderada, aunque yo lo prefiero. El otro día el médico le echó una bronca de padre y muy señor mío...
Yo no sé cómo es esto de la técnica. A veces creemos que puede hacerlo todo... Sin embargo, yo aquí y las estrellas, sí, yo aquí y las estrellas, y si me descuido, sólo un descuido, vendrán hasta los de Recursos Humanos, los Asistentes Sociales o comoquiera que se los conozca ahora. Esos también hacen pajas, pero unas pajas muy raras; yo prefiero las normales.
Ahora veo la superficie del mar, la veo en ocasiones y cuando menos me lo espero. De repente allí aparece la azul superficie del mar plagada de bichos saltarines que croan como ranas y circulan ante mi punto de vista; deben de ser delfines. Una vez vi a un oso blanco paseando nerviosamente por la orilla de un mar glacial, un salmón se comía a un arenque, una foca se comía al salmón, y luego el oso se comía a la foca... Luego no sé qué sucedió, porque entró la monja y me despertó: ¡su inyección! Entonces yo puse el culo, como de costumbre... Me parece que estas medicinas modernas, esos líquidos rojos y transparentes, no sirven para nada, o por lo menos a mí no me sirven para nada. Yo sigo aquí, en la cama, a veces en el sillón, pero las fuerzas no me vuelven. En ocasiones parece que sí, y entonces me torno optimista y le digo a Sandy,
–Cuando todo esto acabe tenemos que dar la vuelta al mundo; yo no la he dado nunca. No sé a qué estaba esperando, pero ahora que estás tú aquí lo podemos hacer. A lo mejor es que me daba pereza hacerlo solo, pero eso se acabó. ¿Quieres ir a Ceilán? Sí, primera parada en Ceilán, y luego, ya que estamos allí, podemos intentar subir en el teleférico del Everest. Dicen que hay mucha cola, pero si se va con dinero por delante te la saltan y pasas el primero. También podemos ir a Pelotas. Está en el sur de Brasil y he oído decir que allí están las mejores playas del mundo. ¿Tú no sabes esa que dice, mi tío, que es brasileño, pasa en Pelotas el mes de abril...?
–No le digas eso a la niña.
–¿La niña...? ¡Pero si es muy mayor! Sandy, díselo a tu tía... Hermana mía, pareces una de los de Recursos Humanos.
Bueno, y otras veces, en vez de la azul y espejeante superficie del mar, lo que he visto ha sido la totalidad del Cosmos. Yo no sé si esto tiene que ver con lo que sucede cuando te ponen la inyección y ves las estrellas, porque con algunos de esos líquidos ves las estrellas. Como la monja debe de ser un poco sádica, tarda más de la cuenta en enchufármela y dice, aguante, aguante, sí, aguante, ¿eso no se puede hacer mejor?, y ella me dijo, no, es así como hay que hacerlo.
En cierta ocasión una voz me habló.
–Hace veinte millones de sus años que arribaron las primeras Oleadas, los primeros torbellinos de luces azules. ¿Azules...? Sí, ¿por qué no? Las primeras luces azules se produjeron hace cierto tiempo, algo después de nuestra toma de contacto con este lugar apartado.
Yo no sé si fue la abuela; la abuela hablaba con el pensamiento y la voz que oí me pareció la suya. Esto es difícil de determinar, más en mis circunstancias, pero aquella voz me pareció la suya, aunque la abuela nunca me habló de las estrellas ni de los misterios que encierra el Universo; eso lo he aprendido yo solo hace poco.
–No, hija, a las estrellas no iremos, por lo menos tú y yo. Iremos mejor a alguna playa de una isla desierta. Las estrellas son lugares demasiado complicados para nosotros, los seres humanos del siglo veintiuno. Están demasiado lejos, y una vez allí, cuando llegas, no sabes qué hacer. ¿Cómo te vas a pelear con el principio de exclusión entre neutrones? Las fuerzas son demasiado poderosas y no hay nada de comer.
Claudia me mira alucinada. Seguro que se está preguntando dónde he aprendido eso del principio de exclusión. Pues lo leí en un libro que me trajo el guarro. El libro estaba muy bien, muy claro. Era un poco antiguo, pero me ha dado igual porque tenía muchísimas fotos y dibujos; lo explica todo claramente. Ahora resulta que al guarro, que era tan tímido de pequeño, le ha dado por la física, y yo, desde que leí el libro, empecé a tener visiones cosmológicas...
Cuando me entró el bicho, el bisonte dentro del organismo, y lo digo ahora que ya sé que la luz del mundo se acaba, me dije, adiós mates, adiós pases y asistencias, ¡con lo bueno que era yo en esto de las asistencias...! Lo aprendí de pequeño, cuando jugaba de base, y engañas a todo el mundo. Miras hacia la derecha y lanzas el balón al que tienes a la izquierda. También lo puedes hacer poniéndote de espaldas y soltando el balón hacia atrás y por encima de tu cabeza, así sí que engañas a todo el mundo, nadie se espera semejante pase. Yo engañaba hasta a los de mi equipo, y el balón se iba fuera del campo y lo perdíamos. Cuando se juega hay que estar muy atento, menudas broncas tuvimos por ello... ¿Y qué me dicen del corte Ucla? Esto del corte Ucla es antiguo, muy antiguo, se descubrió el siglo pasado pero se sigue usando. Para hacerlo bien hay que tenerlo muy ensayado, pero para eso están los entrenamientos. Yo no sé cuando podré volver a entrenar. Entre unas cosas y otras lo tengo un poco abandonado, aunque en realidad es lo único que sé hacer, ¿o debería decir, que sabía hacer?

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Últimas entradas en mis blogs:

Alubias con langostinos y mejillones

Calatrava en el siglo XII

El cuento del gnomo vestido de rojo